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"Cuando escribo historias, soy alguien que está en su patria": Natalia Ginzburg, la mujer discreta detrás de una escritora excepcional

"Cuando escribo historias, soy alguien que está en su patria": Natalia Ginzburg, la mujer discreta detrás de una escritora excepcional
Siglo XXI publica ‘Audazmente tímida’, de Maja Pflug, la primera biografía de la escritora italiana que se traduce al castellano El ‘making of’ de una Nobel de Literatura: Annie Ernaux, el diálogo interminable consigo misma Se ha hablado mucho del ego de los escritores, pero algunos tienen su escritura en poca consideración. No por inseguridad ni falsa modestia, sino porque forma parte de su propia naturaleza el mantenerse en segundo plano, sin necesidad de destacar, trabajando como una hormiga, migaja a migaja, hasta hacer un pan nutritivo. Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991) era así, una gran autora en el cuerpo de una mujer discreta, sobre la que no han circulado apenas leyendas. Tímida, pero nunca medrosa. No se callaba ante la injusticia; es más, denunciaba el silencio como “uno de los vicios más extraños y más graves de nuestra época”, según escribió en 1951. Nos lo cuenta la traductora alemana Maja Pflug (Bad Kissingen, 1946) en Audazmente tímida. La vida de Natalia Ginzburg (2011; Siglo XXI, 2024, trad. Gabriela Adamo), la primera biografía de la autora italiana que se traduce al castellano. Pflug, responsable de la traducción de su obra al alemán (y de la de amigos de Ginzburg, como Cesare Pavese, Elsa Morante y Fabrizia Ramondino, entre otros), ha complementado la inmersión en su narrativa con otras fuentes, como entrevistas y reportajes. No es tan completa ni tiene la textura literaria de la más reciente escritora Sandra Petrignani (La corsara. Ritratto di Natalia Ginzburg, Neri Pozza, 2018, no traducida al castellano), pero es eficiente a la hora de trazar su trayectoria y los acontecimientos que forjaron su identidad y su vida. Su nombre de nacimiento era Natalia Levi. Hija de Giuseppe Levi, un anatomista judío de prestigio, y de Lidia Tanzi, una mujer católica, Natalia, la menor de cinco hermanos, creció en un entorno privilegiado que alentó su afición a los libros, el teatro y el estudio. Como a Elena Fortún, la educaron en casa hasta la secundaria y apenas la dejaban jugar en la calle por temor a que enfermara. Comenzó a envidiar a los niños pobres, que iban a la escuela y tenían más libertad; es probable que su atención a los más desfavorecidos y su empatía tengan su raíz en esas tardes en las que los observaba desde la distancia. Una familia antifascista Aunque había nacido en Palermo, vivió en Turín desde los tres años; la familia se mudó de forma definitiva allí por un traslado laboral del padre, profesor de universidad. Tanto Giuseppe Levi como el resto de su familia (procedía de una estirpe de abogados) tenían ideas progresistas. Eran socialistas, antifascistas, con una conciencia política que caló en sus hijos, incluida Natalia, aunque ella fue la que menos se involucró de manera activa en la lucha clandestina durante el régimen de Mussolini (sufrió sus consecuencias, eso sí, a través de sus allegados, que fueron detenidos, encarcelados y torturados). La confluencia de dos identidades religiosas nunca fue un problema en el hogar de los Levi; no eran practicantes, y su conciencia política los decantó por una educación laica. “No somos nada”, solía decir uno de los hermanos de Natalia, restando importancia al batiburrillo de credos. Ese ambiente tenía, no obstante, y como todos, sus contradicciones: si bien fomentaban el estudio, a los padres no les preocupaban en demasía los resultados académicos de las hijas, ya que de ellas se esperaba que se casaran y ya está. Por otra parte, pertenecían a la burguesía ilustrada; no eran lo que se dice ricos y las quejas por el dinero abundaban. Natalia codiciaba los lujos que describían las novelas. Pronto desarrolló el gusto por la lectura, que enseguida derivó en pasión por la escritura. No era una estudiante aplicada, tenía una naturaleza desordenada e inconstante, pero se redimía escribiendo; era su manera de realizarse, el lápiz y el papel eran su lugar seguro. Era una afición secreta, en un principio, porque le daba demasiada vergüenza enseñar sus escritos; tenía miedo de que se rieran de ella. También leía, leía con fruición; y, como tantos niños lectores, se asomó a la biblioteca paterna de libros prohibidos y los devoró con esa emoción adicional que da el hacer algo a escondidas de los adultos. El origen de su apellido Enseguida se acostumbró no solo a escribir, sino a imaginar, a inventar amigos y otros seres que le hacían compañía. Eran el embrión de sus personajes e historias, aunque sus primeros pasos los dio con la poesía. En ese universo infantil está el sustrato de su obra: la cotidianeidad, la mirada abstraída hacia los demás y a la vez introspectiva, el lenguaje coloquial, la naturalidad en el decir frente al estilo ampuloso o las propuestas demasiado experimentales, la narración de vidas sencillas sin épica ni moralejas, el núcleo familiar y la irradiación de los tumultos políticos en el día a día. La vida, la vida y nada más que la vida: eso es lo que hay en los libros de Natalia Ginzburg. Aun así, en su caso no se puede decir que todo su universo literario esté en la infancia. También importan el matrimonio y la maternidad: si bien no escribía sobre ella misma, sus vivencias se intuyen en las de las esposas y madres a las que da voz. Se casó con un amigo de su hermano, Leone Ginzburg (Odesa, 1909-Roma, 1944), un intelectual de orígenes ruso-judíos comprometido con la lucha antifascista. Su familia solía veranear en Italia y sus padres lo dejaron allí durante la Primera Guerra Mundial. Después, ellos se instalaron en este país con él, de modo que Leone hablaba ruso e italiano con fluidez. Entre sus amigos estaban Cesare Pavese y Giulio Einaudi, que constituirían, junto con Natalia, el núcleo duro de la prestigiosa editorial. La Segunda Guerra Mundial fue devastadora para el matrimonio Ginzburg. Detuvieron a Leone, que terminó sus días torturado en la cárcel de Regina Coeli. Ella, por su parte, se vio confinada junto a sus tres hijos en una localidad de los Abruzos, en la Italia rural meridional. La soledad y la opresión de personajes como la narradora de Todos nuestros ayeres (1962), una de sus mejores novelas, se suele relacionar con esa experiencia, muy dura para Ginzburg. Sin embargo, la biógrafa precisa que la autora se sintió a gusto con los lugareños, gente humilde que la protegió (el apellido judío la señalaba, aunque sin ser practicante). Lo difícil fueron las ausencias: echaba de menos a su familia, sus amigos, su ciudad. Entendió la desolación de Pavese Tras la guerra, convertida en una joven madre viuda, Natalia se instaló en Roma, donde comenzó a trabajar de forma regular para Einaudi. Era la primera vez que, aparte de la escritura, se desempeñaba en el mundo laboral. La editorial, estar rodeada de gente “que piensa y trabaja junta”, la mantenía viva. El proyecto era estimulante: de forma similar a lo que haría Anagrama en España unas décadas después, Einaudi fue un sello pionero, que arriesgaba en sus apuestas, con una clara inclinación política antifascista, acorde con el espíritu de renovación que se respiraba en el país al final de la contienda. Su primer encargo importante fue la traducción de Marcel Proust. “Trata de un niñito”, explicó a sus hijos cuando le preguntaron, “que no se podía dormir si su madre no iba a darle el beso de las buenas noches”. Trabó amistad con Pavese, de quien lamenta que nadie supo prevenir su muerte: acababa de ganar el Premio Strega por El bello verano (1949), por fuera se le veía sonriente, no podían sospechar hasta qué punto lo afectaba la desolación. En Léxico familiar (1963), Ginzburg alude a la ironía de su amigo, un rasgo que jamás supo aplicar a lo que más le importaba, esto es, la literatura y el amor; tanto lo uno como lo otro los vivía con demasiada intensidad, hasta que no quedó rastro de él. La nómina de escritores italianos que descubrieron con Einaudi no tiene desperdicio: además de a la propia Ginzburg y a Pavese, lanzaron a Italo Calvino (que se convirtió en colaborador y en un atento lector de los primeros manuscritos de Ginzburg), Elsa Morante (una apuesta de Natalia, que identificó en ella un talento –que también sería un carácter– opuesto al suyo, mucho más intenso y expansivo), Mario Rigoni Stern, Anna Maria Ortese, Claudio Emilio Gadda y Leonardo Sciascia, entre otros. Ginzburg estuvo detrás de la publicación de la traducción del diario de Ana Frank y de muchas tareas invisibles: informes, revisiones, cartas; prefería eso a hacer de relaciones públicas. Voz que habla en bajito Maja Pflug va trazando la correspondencia entre sus novelas y el momento personal en el que las escribió. Por ejemplo, su debut, la novela corta El camino que va a la ciudad (1942), apareció bajo seudónimo: era impensable salir al mercado con el apellido judío. De la segunda, Y eso fue lo que pasó (1947), la propia Ginzburg censuraba que le había quedado demasiado triste, fruto del estado depresivo en el que se encontraba al final de la guerra. Tanto Leone como sus colegas de Einaudi, Pavese en concreto, la animaban a escribir. Compartían asimismo aficiones como el cine; la música, en cambio, siempre se le resistió a Ginzburg, como cuenta en un texto de Las pequeñas virtudes (1962). Mucho antes de publicar en Einaudi, cuando todavía vivía en la casa familiar, Ginzburg había superado su timidez enviando sus cuentos a críticos y editores, algo que también hizo su marido. Su voz, desde el comienzo, era de esas que hablan bajito para contar los claroscuros del microcosmos familiar. Todos nuestros ayeres (1952), su primera novela de envergadura –traducida al castellano por nada menos que Carmen Martín Gaite, que se ocupó asimismo de Querido Miguel (1973); existía mucha afinidad literaria entre las dos autoras–, tenía ecos de la guerra, de la asfixia y el trauma que dejó. Mientras estuvo recluida en los Abruzos, la escritura pasó a segundo plano por primera vez; la maternidad, la subsistencia de ella y sus hijos, eran lo primero. No le gustaba ser el ama de casa, se confesaba lenta y torpe con las tareas. Fue una etapa gris en muchos aspectos, pero de ahí, y de la gente que conoció en el pueblo, salieron muchas historias que le permitieron conocer el coste real de las cosas y el mundo privilegiado en el que ella se había movido hasta entonces. La noción de camino, fundamental en su narrativa, a menudo se vincula a la transición campo-ciudad, en forma de liberación, como en Las palabras de la noche (1961), donde dos enamorados escapan de su localidad para verse. Léxico familiar De la abundante información que recoge la biógrafa, se puede destacar, por un lado, la estancia de Ginzburg en Londres, donde descubrió a autores, como la singularísima Ivy Compton-Burnett, y sintió más que nunca la nostalgia de Turín, como escribió en Las pequeñas virtudes. Por el otro, Léxico familiar, que recibió el Premio Strega y supuso un punto de inflexión en su trayectoria –por fin obtuvo el reconocimiento unánime del público y la crítica, hasta entonces le había costado llegar a un gran número de lectores–, tenía que ser, en su génesis, un ensayo, pero sin proponérselo escribió unas memorias y acuñó esa expresión hoy tan recurrida para definir la jerga íntima de cada familia. A medida que su carrera como escritora se expandía, sus colaboraciones con Einaudi –con quien tuvo problemas para cobrar sus derechos de autora– se redujeron. Diversificó los ámbitos de creación: teatro, artículos, reportajes comprometidos como Serena Cruz o la verdadera justicia (1990), incluso llegó a hacer un pequeño papel en una película, El Evangelio según San Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini, de quien era una buena amiga. Se fue convirtiendo en una figura conocida en el círculo bohemio, aunque en los actos siempre se mostró sencilla, en el vestir y en el comportamiento. Durante un tiempo se mantuvo reacia a relacionarse, pero en 1950 se casó de nuevo con Gabriele Baldini, un profesor universitario amante de la música y las artes: “Después de un matrimonio feliz, se sabe exactamente cómo debe ser una relación para funcionar”, les dijo a sus hijos cuando se lo comunicó, “lo importante es no negar nada, quitar del camino cada piedra, cada punto de comparación”. El matrimonio tuvo dos hijos, ambos con problemas: Susanna, que nació con hidrocefalia, lo que la convertía en dependiente de por vida (tras la muerte de Natalia, su otra hija, Alessandra, se ocupó de ella), y Antonio, que murió a los tres meses de nacer. Madurez en la política A medida que sus hijos se hicieron adultos y se marcharon del hogar, su rol de escritora, como les ha ocurrido a muchas autoras, se intensificó. Podía escribir más, viajar, probar proyectos más ambiciosos –como la biografía novelada La familia Manzoni (1983)–, y trabajar cuando le apetecía puliendo los manuscritos de Einaudi o traduciendo clásicos franceses como Madame Bovary. La familia era muy importante para ella, y procuraba que se mantuvieran unidos, tanto sus hermanos como sus hijos mayores, Carlo, que se convertiría en un reputado historiador y cómplice de lecturas, Alessandra y Andrea. Con la madurez dio el paso que de joven no había osado: la primera línea política. En 1983 resultó elegida como diputada del Partido Comunista de Italia (PCI). En sus intervenciones, breves y directas, insistía en la importancia de que los políticos atendieran a las necesidades reales de la gente, que trabajaran con la mirada puesta en la calle. Muchas de sus críticas sobre la desconexión de la sociedad por parte de la clase política y el ruido del debate público son aplicables todavía hoy. Fue, además, pacifista: aunque la identidad judía se le reforzó, ante todo era una defensora firma de la paz, siempre había que defender a las víctimas de la violencia, en cualquier circunstancia. En paralelo a su implicación política, su obra se fue decantando por la no ficción, con el mencionado reportaje sobre Serena Cruz –una niña filipina adoptada cuyo caso causó un revuelo social– y numerosos artículos en prensa. En las novelas, como Querido Miguel (1973) y La ciudad y la casa (1984), hubo un cambio de forma al apostar por plasmar una mayor multiplicidad de voces a través del estilo epistolar. Con todo, nunca se dejó cegar por los focos, no se vendió, sabía cuál era su verdadero oficio y no renunciaba a las otras facetas de su vida, como la familia (se convirtió en una abuela atentísima). “Cuando escribo historias, soy como alguien que está en su patria […] ni siquiera podría imaginar mi vida sin este oficio. Siempre estuvo, jamás me abandonó”. Esa era Natalia Ginzburg, una escritora entregada, con un sentido de la ética ejemplar, coherente con sus principios, leal a sus amigos y amorosa con su familia. Murió la madrugada del 7 de octubre de 1991, a los 75 años. Llevaba casi un año con fuertes dolores, meses atrás la habían operado de un tumor gástrico que se le expandió en verano. Se mantuvo lúcida en todo momento, consciente de que el final se acercaba. Quizá lo más duro para ella fue despedirse de su primer bisnieto, que acababa de nacer. Cuando lo tuvo en brazos, dijo: “Esta es la vida, no los libros”.

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