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No creo que debamos tener multimillonarios

No creo que debamos tener multimillonarios
Esto no va sólo de una guerra cultural, de símbolos, identidades o valores en disputa. Esto va de los mecanismos de acumulación de riqueza que determinan las perspectivas y expectativas de las clases trabajadoras en nuestro orden social No creo que debamos tener multimillonarios. Estas son las palabras que pronunció Zohran Mamdani, en una entrevista en la televisión nacional, poco después de su victoria en las primarias demócratas para la alcaldía de Nueva York. Le preguntaban por la reacción de los milmillonarios que viven en la ciudad al programa con el que Mamdani, de apenas 33 años, ha sacudido la política norteamericana en los tiempos distópicos de Trump: impuestos al patrimonio y la riqueza del 1% más adinerado de la ciudad para poner en marcha un programa público de control de alquileres, transporte gratuito y acceso universal a los servicios públicos. Las clases trabajadoras, ha explicado Mamdani una y otra vez a lo largo de su campaña, son las que mantienen en pie la ciudad, y es a ellas a quien deben servir las políticas públicas. No a un puñado de ricos y a los fondos de inversión que acumulan un poder y una fortuna obscenas, irracionales, que no necesitan para nada. Mientras Nueva York se prepara para abrir una etapa nueva, en Ginebra la Conferencia de Naciones Unidas sobre Competencia y Protección del Consumidor adoptó por unanimidad una resolución impulsada por España para favorecer la protección de los consumidores vulnerables en el mundo entero. La conexión entre estas dos escenas es más simple de lo que podría parecer. Los conflictos en materia de consumo son un reflejo diáfano de esa misma asimetría: muestran de forma clara un enfrentamiento entre ciudadanos aparentemente indefensos y grandes corporaciones que cuentan con el poder y los recursos económicos suficientes para dictar las reglas del mercado, pasar por encima de sus derechos, y no asumir nunca responsabilidades por ello. Dicho de otro modo: en la realidad cotidiana del consumo cristalizan las enormes desigualdades de poder que atraviesan las relaciones económicas contemporáneas. Ni ciudadanos indefensos, ni multinacionales impunes. Es el giro copernicano que desde el Ministerio de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030 intentamos impulsar siguiendo el camino que las organizaciones de la sociedad civil lleva años recorriendo y que el ministro Garzón abrazó en la pasada legislatura. Nuestro mandato es defender los intereses y los derechos de las personas consumidoras siempre, donde haga falta y ante quien haga falta, para asegurar que nadie quede desprotegido frente a los abusos del poder corporativo. Que lo público sirva para girar el centro gravitacional de esas relaciones económicas. Que la legislación se cumpla, que los abusos se paguen y que ninguna empresa, por grande o poderosa que sea, pueda sentirse lo suficientemente impune como para colocarse por encima de la ley. Claro que no basta con que los operadores económicos cumplan la ley. Lo que está detrás de esa desigualdad profunda que lastra la cohesión social y marca como un destino los horizontes de vida de millones de ciudadanos y ciudadanas es un proceso de acumulación de riqueza, renta, recursos, tiempo y poder en manos de una minoría a expensas de millones de personas. En última instancia, esta desigualdad –por la que en España el 1 % de la población acumula más del 22 % de la riqueza, mientras el 50 % que menos tiene apenas llega al 10 % del total– es una amenaza para el futuro de nuestra democracia. Los intentos de redistribución de la riqueza que se han puesto en marcha en los últimos años –desde la reforma laboral a la revalorización sin precedentes de pensiones, salarios mínimos, prestaciones no contributivas, etc.– han mostrado una gran capacidad de mejorar las condiciones de vida en los deciles más bajos de la distribución de ingresos en el país. También se han convertido, contra todos los pronósticos y predicciones de los “analistas” económicos mainstream, en uno de los principales motores del desarrollo económico y social del país. Pero hoy la especulación y el rentismo que rigen el mercado de la vivienda, y el afán desmedido por el lucro de unas grandes empresas que el año pasado repartieron más de 60.000 millones de euros en dividendos, está contribuyendo a ahondar esa brecha, frustrar las expectativas de vitales de millones de jóvenes y trabajadores, y alentar así el crecimiento de el monstruo antipolítico y fascista que parasita esa desesperanza para sembrar el mundo de caos, de odio y de violencia. Contra lo que dice parte de la conversación pública, esto no va sólo de una guerra cultural, de símbolos, identidades o valores en disputa. Esto va de los mecanismos de acumulación de riqueza que determinan las perspectivas y expectativas de las clases trabajadoras en nuestro orden social. Va de los fondos buitre que compran edificios enteros en barrios trabajadores de nuestro país ante la inacción absoluta de los gobiernos de la derecha que se niegan a aplicar la Ley de Vivienda. Va de las grandes empresas energéticas que lograron que se les eximiera del impuesto sobre los beneficios extraordinarios que acumularon durante la crisis energética, mientras los trabajadores sufrían la inflación y la elevación del coste de la vida. Va de las multinacionales que buscan escapar del impuesto mínimo global del 15% sobre sus beneficios, algo que ya han logrado las empresas estadounidenses con la vergonzosa connivencia del G7. Va de los 537 milmillonarios que existen en Europa, a los que aplicándoles un impuesto de (apenas) un 2 %, se podrían recaudar más de 65.000 millones de euros en Europa. Tiene toda la razón Mamdani: en una democracia, esas 537 fortunas simple y llanamente no deberían existir. Esa riqueza debería regresar a la sociedad, al trabajo asalariado que la ha creado, debería convertirse en hospitales, en sueldos decentes para los trabajadores y trabajadoras, en sistemas de dependencia dignos para el continente más envejecido del planeta, en ciencia, en educación, en vivienda pública. Sucede lo mismo con la crisis climática que nos trae incendios, olas de calor e inundaciones. Los muertos de estas catástrofes nunca son los fascistas que se ríen de la “religión climática” o la “propaganda del Gobierno”: son trabajadores, personas mayores, vecinas de barrios vulnerables. En nuestro país el 1% más rico contamina tanto como 12 millones de ciudadanos. Su opulencia y sus excesos los pagan las mayorías trabajadoras. Es hora de darle la vuelta. La realidad es que, si queremos defender un futuro para la democracia, no hay otra manera que redistribuir la riqueza, el tiempo y el trabajo entre las mayorías sociales que hoy están explotadas y amenazadas. En un mundo en el que la violencia se ha vuelto cotidiana, en el que se habla abiertamente de arrojar a millones de personas a los márgenes, en el que se especula impunemente con la vivienda mientras las familias no pueden pagar el alquiler, podemos intervenir la lógica demente del mercado para mejorar las condiciones de vida de la población o podemos seguir profundizando las desigualdades y las injusticias de las que se beneficia un puñado de oligarcas. O hacemos política social o blindamos los intereses de los ultrarricos. Mamdani tiene razón: no se puede hacer las dos cosas a la vez.
eldiario
hace alrededor de 6 horas
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