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Diego Manrique bajo la lluvia

Diego Manrique bajo la lluvia
La elegancia del Manrique era algo que nunca asimilaron las radiofórmulas, su galanura es sello propio; una manera de respirar que el Manrique traslada al papel en cada una de sus crónicas, las mismas que ahora nos llegan recopiladas por la editorial Efe Eme bajo el título El mejor oficio del mundo Siempre tuve la certeza de que nunca llegaría a ser algo en la vida; me refiero a alcanzar ese estatus que diferencia a las personas de clase privilegiada de las que no lo son, entre las que me incluyo. Por ejemplo, cuando todo el mundo a mi alrededor escuchaba Los 40 Principales, yo me lo hacía con el Manrique; sintonizaba Radio Nacional y ahí aparecía, siempre con su adjetivo preciso a la hora de presentar los discos. Solo para ellas y El Ambigú -de igual nombre que el bareto que llevaba con los Ronaldos- eran programas que hoy forman parte de mi memoria sentimental.  Entonces no había Google ni zarandajas cibernéticas, nuestros oráculos eran los quioscos y las emisoras de radio. Por ello, dependiendo de lo que leyeses y escuchases, así te iba en la vida. Recuerdo una ocasión en la que me hicieron una prueba para locutor de Los40. Tenía que presentar un disco de Michael Jackson y lo hice con voz pausada, al estilo Manrique, lejos de la estridencia que se marcan los discjockeys que se creen más importantes que la música que pinchan, ¡Oh yeah!! Y claro, no me cogieron; es más, noté las risas contenidas al otro lado de la pecera. La elegancia del Manrique era algo que nunca asimilaron las radiofórmulas, su galanura es sello propio; una manera de respirar que el Manrique traslada al papel en cada una de sus crónicas, las mismas que ahora nos llegan recopiladas por la editorial Efe Eme bajo el título El mejor oficio del mundo.  Se trata de un repaso al estrellato y a las estrellotas donde el Manrique cuenta esas cosas que la gente sospecha, pero que nadie se atreve a decir. Un libro jugoso donde aparece Lou Reed, Keith Richards, Dylan, Cohen y toda la pandilla; eso sin olvidar la caterva de guardaespaldas que, con su olor corporal, rodean a los artistas. En lo que respecta a la parte ibérica, destaca la historia que cuenta del Sabina, quien lo rescato de la lluvia invitándolo a seguir la juerga en su casa. Ambos salían del fiestón de cumpleaños de Alejo Stivel y acabaron en Tirso de Molina, viendo amanecer la plaza mientras Charly García rallaba una roca de merca con ayuda de un colador y se burlaba del Sabina, arrodillado ante el loco argentino.  Diego Manrique echa de menos aquel Sabina y no creo que sea el único; yo también echo de menos su voz rota antes de romperse del todo. Y con aquel Sabina que todavía entonaba, vuelve a nostalgia de un mundo de carne y pecado en el que los turulos se hacían con billetes verdes y no existían aplicaciones para reservar sitio en los retretes cuando llegaba la vomitona.  Ahora, que aquellos tiempos pasaron y que vivo lejos de la vida de entonces, me encuentro solo ante el espejo y con más remordimientos que dinero en el bolsillo. Solo espero que alguna noche de lluvia, en una de esas que me da por mover el dial en el viejo transistor, me sorprenda la voz del Manrique anunciando algún disco que convierta el silencio en magia. 
eldiario
hace alrededor de 3 horas
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