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‘Tres cuencos’, el último libro que Michela Murgia escribió antes de morir y ha inspirado a Isabel Coixet

‘Tres cuencos’, el último libro que Michela Murgia escribió antes de morir y ha inspirado a Isabel Coixet
La última obra que la escritora sarda publicó en vida es un compendio de relatos semiautobiográficos sobre cómo nos adaptamos a los cambios tras una crisis Elia Barceló: “No entiendo por qué periódicos serios se bajan al nivel de jalear las idioteces de los políticos de derechas” Detrás del cine de Isabel Coixet (Barcelona, 1960) hay mucha literatura: La librería (1978), de Penelope Fitzgerald, Un amor (2020), de Sara Mesa, Mi otro yo (2003), de Catherine MacPhail, o, en el futuro, Los días del abandono (2002), de Elena Ferrante, han inspirado algunas de sus películas. La más reciente, Tres adioses (2025), se ha estrenado en la sección de presentaciones especiales del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), que se ha celebrado entre el 4 al 14 de septiembre, y está basada en el último libro que la escritora sarda Michela Murgia (Cabras, 1972-Roma, 2023) escribió antes de morir y que se acaba de publicar en castellano. Tres cuencos. Rituales para un año de crisis vio la luz en italiano en 2023 y la editorial Altamarea, que se ha atrevido a mantener el título original en lugar de adaptarlo al de la película, lo edita en castellano con traducción de Carlos Clavería y prólogo de la propia Isabel Coixet. Se trata de una antología de relatos sobre las relaciones interpersonales en la sociedad urbana contemporánea –parejas, padres e hijos, médico y paciente, mentor y alumno–, en apariencia independientes entre sí, aunque algunos detalles dejan entrever conexiones entre sus protagonistas, como un círculo social que se va enriqueciendo con las preocupaciones de diferentes personajes; un fresco vívido de nuestro tiempo. La película de Isabel Coixet —que inaugurará la Seminci— se centra en la separación de una pareja, en cómo gestiona cada uno la ruptura, esos mecanismos de adaptación que los seres humanos aprendemos sobre la marcha para subsistir, y que a ojos de los demás pueden resultar extravagantes o absurdos. De los dos relatos en los que se basa, el primero, Sensación de náusea, es el que explica el título del compendio: desde que su compañero la dejó, la protagonista ha perdido el apetito y las náuseas se apoderan de ella, en tanto la rabia hacia su ex se asoma en los detalles cotidianos. Incluso su lenguaje se ha pervertido: cuando se refiere a él, se expresa en términos soeces (el “mierdaseca”, el “cagarro”) que desentonan con su registro de mujer culta y refinada; las palabras como una forma de ensuciarse, de infligirse daño a sí misma. En una deriva digna de Han Kang en La vegetariana (2007), la mujer llega al extremo de no poder quedar con sus allegados, porque reunirse, en esta cultura de los países del sur de Europa, significa comer, y a ella ni le entran los alimentos ni mantiene un horario de comidas regular. Mientras algunos la felicitan por su delgadez (así somos), el mundo que había construido junto a él se descompone, con el gesto de romper la vieja vajilla en común como símbolo último. Los tres cuencos que adquiere a su gusto, que llena a su gusto y toma a su gusto, son el principio de una reconstrucción de la que los vómitos y el aislamiento no dejan de ser la manifestación patológica de un trauma emocional. El segundo cuento del que bebe la cineasta es Recalculando ruta, donde el hombre que la dejó toma el relevo. Lejos de hallarse satisfecho con su nueva vida, la echa de menos, aunque no en sentido romántico. Tampoco se acostumbra al cambio: se siente el apestado entre sus amigos comunes (aunque eso solo sea su percepción) porque fue él quien decidió romper; y evita los lugares de la ciudad en los que estuvieron juntos, algo que, después de una relación larga, implica perderse buena parte de su geografía, como si jugara al escondite. No es tanto miedo a reencontrarse con ella como el temor de recordar los tiempos felices. Michela Murgia imagina la perspectiva de cada uno con gran penetración psicológica, sin caer en tópicos, con precisión en los detalles, análisis fino y una prosa cristalina que recuerda a Rachel Cusk, aunque la mirada de la escritora sarda tiene más calidez. La fuerza de las historias reside en esa fina disección y en la potencia de los símbolos para representar el quiebre y la reprogramación de unos individuos obligados a reinventarse, porque de eso va la vida, de adaptación y más adaptación. Primero, la deconstrucción, sobre todo en ella: el cuerpo devastado, incapaz de nutrirse (y por lo tanto, de vivir) como metáfora de cómo el dolor la arrasa por dentro. Hay algo del sentido moral de la purga en la náusea, una suerte de exorcismo moderno. Luego, la reinvención, con o sin amigos, porque a la postre depende de uno mismo, solo el individuo tiene la responsabilidad sobre sí mismo, solo él puede trazar la hoja de ruta. No hay una única receta, y a menudo habrá que amoldarla; lo que sí tendrá, casi seguro, es paciencia, instinto de supervivencia, diálogo interior y búsqueda de nuevos puntos de anclaje. Los alimentos y los espacios adquieren una resonancia social que pone de relieve cómo el desajuste íntimo tiene implicaciones en el encaje en la sociedad, por cuanto se difuminan las rutinas colectivas asimiladas. Aprender a comer es, de algún modo, aprender a vivir; no hay imagen más nítida de ello que algo tan básico como el alimento. Cada uno se salva a su manera El libro, un éxito de ventas en Italia, tiene interés más allá de la película. El resto de cuentos comparte esa idea de la capacidad de adaptación ante una crisis, de adoptar una perspectiva más amable con los demás y con uno mismo, de aprender a distinguir lo hermoso hasta en las peores circunstancias y celebrar los pequeños triunfos. Se dice que son semiautobiográficos; sea como sea, parece que la autora, que ya estaba enferma cuando lo escribió, quiso regalarnos lo mejor de sí misma, la plenitud de su oficio, la mirada empática y una suerte de guía para afrontar los percances con firmeza, sin caer en las trampas de la compasión. Francesco Carril en la película de Coixet Es muy fácil ponerse en el lugar de unos personajes que podríamos ser cualquiera de nosotros. A la protagonista de Expresión intraducible le diagnostican una enfermedad que solo consigue nombrar en una lengua extranjera; esta aproximación original nos recuerda la libertad que proporcionan las lenguas, que expanden nuestro mapa mental y nos dotan de recursos que van más allá de lo lingüístico –a propósito, Murgia fue una gran defensora del sardo y las lenguas minoritarias–. Además, está la humanidad del médico: cómo cambia escuchar un diagnóstico cuando este sabe escuchar y mirar a los ojos. En Gracias por las flores, un profesor duda acerca de si contar un secreto de dos de sus alumnas a sus respectivas madres; hablar con las progenitoras le resulta perturbador por cuanto revelan (o no) sobre sus hijas y la percepción que tienen de ellas y de sus relaciones de dominación y dependencia adolescentes. Vientre de alquiler reproduce el crudo monólogo de una mujer que detesta a los niños, pero acepta convertirse en vientre de alquiler por amistad. Es el más feroz, con un humor negro que desmonta con eficacia los tópicos sobre la crianza. Su complemento, Relaciones familiares, narra cómo cada miembro de una pareja asume que probablemente no podrán tener hijos. En Cara no reconocible, un oncólogo que podría ser el mismo médico de antes trata de proteger a su familia durante la pandemia, con una cierta excentricidad final que es un broche perfecto. Cartoon, el preferido de Coixet, invita a reflexionar acerca de lo que escondemos a los demás para salir adelante. Hoja de servicios se centra en otro trabajador de primera línea en tiempos pandémicos, un coronel, al que vemos desde los ojos de una mujer del servicio que admira su capacidad para decidir ante situaciones límite, colectivas o personales. Y otra mirada femenina: Fosa común, sobre una mujer que entrena a un equipo de balonmano masculino. Reflexiona sobre hasta qué punto los principios que asimilamos como normales en la infancia nos condicionan, aunque no sean más que atribuciones humanas y haya que atreverse a desafiarlos, a construir un camino alternativo con el que realizarse. Hasta que la muerte recrea el monólogo de una mujer en el confesionario, con una indagación sobre la muerte y la eutanasia que resulta controvertida en un país con una cultura católica arraigada. Y más muerte, en el precioso relato que cierra el libro, Cambio de estación, en el que las prendas de ropa de la fallecida se exponen en su funeral para que sus allegados puedan llevárselas de recuerdo; una bellísima despedida organizada por su hermana, que ve en la pieza elegida por cada asistente una pista sobre cómo fue su relación con ella (otra novela sobre el vestuario como cartografía personal muy recomendable es El mapa de las prendas que amé, de Elvira Seminara). Michela Murgia debutó con una obra que conectaba con sus raíces de la Cerdeña rural, La acabadora (2009). Tres cuencos pone de manifiesto su versatilidad al alejarse de ese ambiente y plantear situaciones actuales en una sociedad urbana. Mantiene, eso siempre, el enfoque feminista al abordar temas como la maternidad subrogada o la relación de las mujeres con su cuerpo. Sus protagonistas no son particularmente fuertes; su gracia está en mostrar que existen tantas formas de fortaleza como seres humanos hay, y algunas consisten en algo tan sencillo en apariencia como un cuenco con un puñado de arroz. En el futuro, Tres cuencos podrá leerse como un libro que capta a la perfección nuestro air du temps. Mientras esperamos que la película de Isabel Coixet llegue a España, leer a Michela Murgia es un ejercicio estimulante y reconfortante a la vez, justo lo que se espera de la buena literatura.

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