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La ambigüedad de los mares

La ambigüedad de los mares
Poetas y gentes del mar dicen, a veces, "la mar". Algunos piensan que el mar es lo que es; y la mar, aquello en lo que se está Del traje de luces al traje de rayas: la sastrería de la composición de palabras Cuando echo de menos el mar en Madrid, me preparo un bocadillo de atún y busco consuelo. Digo el mar, pero en realidad echo de menos un mar muy concreto, un mar océano, como en el que pensaba Rafael Alberti cuando escribió “el mar, la mar” en su Marinero en tierra. Mar viene del latín mare, que era un sustantivo neutro. En español, podemos decir la mar o el mar. Mar es nombre ambiguo en cuanto al género, del mismo modo que lo es azúcar o arte.También el calor o la calor. Hay que distinguir los sustantivos ambiguos de los comunes (los segundos tienen la misma forma para masculino y femenino, son los artículos o adjetivos los que determinan el género, el/la pianista) y de los epicenos (cuya forma es única y con un solo género gramatical designan seres de uno u otro sexo: perdiz puede ser hembra o macho, pero gramáticamente solo es correcto decir: una perdiz, un pez). Los sustantivos ambiguos no cambian de significado por decirse en masculino o en femenino; pero la elección de uno u otra, el mar, la mar, da información del hablante, de su origen, de su registro e, incluso, revela su oficio. No es extraño escuchar la mar entre gentes del mar y entre poetas. No está claro cuál es el motivo, si no fue pura intuición, por el que Alberti elige a veces el masculino: “Gimiendo por ver el mar, /un marinerito en tierra”, y otras, el femenino: “Algas frescas de la mar, algas, algas”. El académico y almirante Eliseo Álvarez-Arenas, en su Canto al mar, dijo que el mar es lo que es, mientras que la mar es eso en lo que se está; e hizo estas distinciones sobre dos esencias en su El español ante el mar: “Lo atlántico es bruma y viento duro, agua frecuente y ola larga y poderosa, masa acuosa cansada de recorrer el océano originada en remoto confín; lo mediterráneo es claridad y céfiro blando, lluvia escasa y onda estrecha y empenachada de espuma grácil y ligera, tiempo local de variación rápida”. Estas palabras las recogía en su discurso de ingreso a la Real Academia Española el traductor Miguel Sáenz, al ocupar el sillón de Álvarez-Arenas. Aprovechaba para hablar también del poeta alemán de raíces andaluzas José E. A. Oliver, quien recordaba lo que le contó su abuelo: que cuando los pescadores de Málaga volvían con las redes repletas hablaban de la mar; que cuando lo hacían sin nada, decían el mar. Probablemente, Ernest Hemingway se suicidó sin saber que opinaba como estos pescadores. Ahora querría decírselo yo, para enraizarlo un rato a un trozo de tierra y recordarle que en El viejo y el mar, su protagonista, Santiago, se preguntaba por qué harían pájaros demasiado delicados para la mar, y añadía el narrador: “Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer […] y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer”. Del mar, marejada. Del mar, los mares. Del mar, Mar, nombre de mujer. Del mar, marea, mira si la marea baja, y entonces el gaditano dice que está vacía, y llena cuando está alta. Santiago pescó un gran pez, pero no tuvo fuerzas para subirlo a su esquife, lo devoraron los tiburones y regresó a tierra con el esqueleto. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado, se dice. “Me cago en la mar”, habría pensado un Santiago de un pueblo cerca del mío. Por mucho que las espinas demostraran su hazaña, no podría vender el pescado, no podría comprarse una almohada y dejar de dormir sobre su pantalón enrollado con periódicos de ayer. De niña pensaba que cagarse en la mar era como no cagarse en nada, porque el mar es tan inmenso que lo esconde todo, y uno se queja para que lo escuchen, ¿no? Pensaba. Ayer. Todo en el tiburón es hermoso, menos sus mandíbulas. Todo en el viejo Santiago era viejo, menos sus ojos, que vieron los tiburones en alta mar (o altamar o mar ancha), la parte del mar que está a bastante distancia de la costa, aunque no sé muy bien cuánto es bastante cuando se habla del mar, quizá el lugar del que es posible no regresar con vida, especialmente si eres un viejo pescador con un temblor en la mano que se enmara en un esquife. Qué hermoso verbo es enmararse, hace que a una se le olviden colmillos y espinas. Teniendo en cuenta que no es extraño el uso del femenino entre marineros, no lo es tampoco que encontremos sus estados en femenino, con frecuencia según grados de peligrosidad: mar arbolada (muy agitada, con olas que sobrepasan los seis metros), mar calma o en bonanza o de leche (sosegada, sin agitación), mar gruesa (con olas de hasta seis metros), mar picada, mar rizada, mar brava, la brava mar, o expresiones como hacerse a la mar, la mar de bien —que tan difícil se le hace traducir a Google y me regala una pequeña risa: “the sea of good”—, hablar de la mar, para hacer planes o proyectos prematuramente o hablar de cosas que todavía son improbables, ilusorias o imposibles, según María Moliner. Pero en cambio decimos, en masculino: estar hecho un mar de dudas, cuando no podemos tomar una decisión; estar hecho un mar de lágrimas, cuando nos desborda la pena; o arar en el mar, que es lo que parece cuando son inútiles, incluso, los mayores esfuerzos. No hace demasiado, el mar en las provincias de interior era un asunto tan abstracto como la palabra ausencia para un niño. Por eso, a algunas personas muy mayores que nacieron lejos del mar les pregunto como un niño buscando en el diccionario: “¿Qué es el mar?”. “El mar será muy ancho y muy grande. Pero sobre todo hondo. El agua estará más caliente que la de los ríos. Y debe ser muy salada. El mar es donde se va a baños. Por él pasan los barcos. Al lado habrá alguna casilla, para secarse cuando salen de bañarse. En la orilla debe haber arena”. Así definía una alumna de un pueblo de Burgos el mar, al que le prometió que la llevaría su profesor, Antoni Benaiges. Les prometió a sus escolares el mar, pero estalló la Guerra Civil y Benaiges fue fusilado. Hay quienes mueren sin ver el mar, como el escritor Rafael Cansinos Assens, que escribió sobre el mar sin conocerlo. Qué poder el del mar para ser imaginado, ¿porque vinimos del mar todos? Como si fuera la primera vez que lo veo, que descubro que el mar es un buen montón de lejos reunido, que una ola es su gesto; cuando echo de menos el mar, mi mar, el estado del que soy, cojo fuerzas y lo escribo.
eldiario
hace alrededor de 18 horas
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