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Orígenes del racismo moderno

De acuerdo con la información disponible, las poblaciones de nuestra especie –cuyo origen se remonta a unos 300.000 años antes del presente– comenzaron su éxodo fuera de las fronteras del continente africano hace unos 130.000 años, coincidiendo con uno de los reverdecimientos del Sahara y de la península arábiga. Ese evento climático facilitó rutas de expansión por el corredor levantino, en el noreste, y el estrecho de Bab el-Mandeb, al sur del mar Rojo, en el llamado Cuerno de África. No obstante, la expansión más importante de 'homo sapiens', la que ha dejado mayor impacto genético en las poblaciones actuales de América y Eurasia , sucedió hace unos 50.000 años, el equivalente a unas 2.000 generaciones. En ese tiempo, las poblaciones de nuestra especie fuimos capaces de adaptarnos a todas las latitudes y a la altitud de zonas muy elevadas. Los fríos glaciales y la falta de luz solar no fueron un obstáculo para colonizar el continente americano por el puente de Beringia, y se consolidaron las mutaciones necesarias para vivir entre 3.000 y 4.500 metros de altitud en condiciones de hipoxia y baja presión atmosférica en lugares como las cordilleras de los Andes y del Himalaya. En esos 50.000 años, las poblaciones de 'homo sapiens' se diferenciaron en algunos aspectos llamativos, como la estatura, el tipo de pelo y la pigmentación de la piel. Como veremos luego, los cambios genómicos para producir estas variaciones fueron mínimas, pero su expresión exterior (el fenotipo) resultó ser muy llamativa. En cuanto a la cultura, durante esos primeros 50.000 años, todas las poblaciones fuimos cazadoras y recolectoras. Hace unos 10.000 años, en distintos puntos del planeta y de manera convergente, surgió la cultura neolítica, caracterizada por la domesticación de plantas y animales. Esa cultura coexistió con la de los cazadores y recolectores y solo hace unos 3.000 años algunas poblaciones del Neolítico de América y Eurasia iniciaron una trayectoria imparable hacia lo que hoy denominamos el mundo moderno y civilizado. A finales del siglo XV, Europa había progresado hasta el punto en el que sus marinos navegaban por mares y océanos de todo el planeta. Fue así como se produjo el contacto entre poblaciones que habían estado alejadas entre sí durante 50.000 años. Sirvan de ejemplo los primeros avistamientos de las costas australianas por parte de marinos europeos, que datan de los siglos XVI y XVII. La colonización de este continente por parte del Reino Unido comenzó en 1770 tras el desembarco de la tripulación del HBM Endeavour, comandada por el capitán James Cook, que reclamó aquellas tierras para el Imperio británico . Cabe imaginar el asombro, el impacto y tal vez el desconcierto que pudo suponer el encuentro de aquellos marineros con los aborígenes australianos, cuyo aspecto y su cultura no encajaban en los cánones occidentales. Lo mismo podríamos decir de los navegantes portugueses durante sus contactos con indígenas de las costas africanas, o de los exploradores españoles en América durante todo el siglo XVI. Es en este momento histórico cuando podríamos hablar del comienzo del racismo moderno. En sus inicios, podríamos calificar al racismo de emocional. Sin embargo, esos sentimientos nacientes dejarían muy pronto el paso franco hacia un racismo intelectual. Las noticias sobre estos encuentros y la observación en primera persona no dejaron indiferentes a los grandes pensadores de la época, que no tardarían en realizar clasificaciones de los seres humanos en razas y aun en especies distintas. Aunque la lista de intelectuales es prolija, citaré ejemplos tan destacados como los del médico François Bernier (1620-1688), el filósofo e historiador François Marie Arouet (1694-1778) –que ha pasado a la historia con el seudónimo de Voltaire–, el filósofo Immanuel Kant (1724-1804) o el naturalista Jean Louis R. Agassiz (1807-1873). Las conclusiones de estos eruditos representaron el mejor aval para la construcción social del término raza y del consiguiente racismo intelectual, que supuso un lucrativo negocio para los terratenientes que explotaron las tierras conquistadas por los imperios europeos. Kant llegó a escribir que la raza blanca era superior a las demás por su desarrollo cultural, mientras que las demás razas no habrían alcanzado la perfección tanto en sus capacidades intelectuales como en sus virtudes morales. La esclavitud estaba plenamente justificada. Los científicos de aquel tiempo tampoco fueron ajenos a tales acontecimientos y su opinión fue definitiva en la percepción social de los grupos humanos que se fueron conociendo en África, América y Oceanía. El propio Darwin consideró la existencia de razas, aunque todas ellas pertenecientes a la misma entidad biológica. Un siglo antes, Carlos Linneo –autor del sistema binomial y del acuñamiento del nombre científico de nuestra especie– defendió la existencia de cuatro variedades en 'homo sapiens': blancos, negros, rojos y amarillos, propios de cada continente y caracterizados por temperamentos distintos. La lista de autoridades científicas que abogaron por la existencia de razas es también extensa, por lo que me limitaré a citar a dos de los más destacados: el antropólogo sir Arthur Keith (1866-1955), quizá la mayor autoridad de su tiempo en el Reino Unido, y el antropólogo Carleton S. Coon (1904-1981), que abanderó sus teorías sobre el origen de las razas hasta los últimos años de su vida, a pesar de que el racismo científico ya estaba siendo desmontado por las evidencias. No quiero dejar de citar al gran científico Alfred Russell Wallace, coautor con Darwin de la teoría de la evolución por selección natural, que tuvo la oportunidad de conocer numerosos pueblos de Asia y Oceanía y fue un caso admirable para su época por su desacuerdo con el racismo científico. Según Wallace, las poblaciones menos civilizadas estaban perfectamente adaptadas a su entorno, pero corrían el riesgo de ser eliminadas por el feroz colonialismo de las poblaciones con un mayor desarrollo tecnológico. La oposición al racismo científico desde la antropología y la biología comenzó en el primer cuarto del siglo XX , con figuras tan destacadas como la del antropólogo Franz Boas (1858-1942), formado en los Estados Unidos y observador infatigable de las terribles consecuencias del racismo en ese país. El progreso de la biología evolutiva y de la genética fue determinante en la falsación de las teorías racistas, apoyado en el esfuerzo de científicos como Francis Ashley Montagu (1905-1999), Julian Huxley (1887-1975) o Luigi Luca Cavalli-Sforza. Las investigaciones de este último genetista italiano llegaron a la conclusión de que la variación genética de nuestra especie es insignificante y que todos los seres humanos compartimos el 99,999 de nuestra dotación genómica. La teoría intelectual del racismo ha sido desarmada con datos objetivos, aunque el negacionismo de una verdad tan incómoda persiste por intereses espurios. Además, el racismo emocional, aquel que nos hace rechazar al diferente, seguirá siendo un impedimento a la plena conciencia de que somos una única especie, diversa y con potencial extraordinario cuando trabajamos todos unidos por una causa común.

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