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Ingrid Guardiola: "Entre el capitalismo de plataformas y la extrema derecha hay una relación fraternal"

Ingrid Guardiola: "Entre el capitalismo de plataformas y la extrema derecha hay una relación fraternal"
La autora de 'La servidumbre de los protocolos' se asoma al Rincón de Pensar para reflexionar sobre cómo los algoritmos y la tecnología cambian nuestra vida: "Estar conectados es un trabajo que no está pagado"El anterior 'Rincón de Pensar' | Una receta para salvar lo que queda del humanismo europeo de las fauces del fascismo “El protocolo anula la conciencia de clase, uniformiza el tejido social y dificulta las relaciones más informales y la solidaridad”. Desde el inicio de La servidumbre de los protocolos (Arcàdia, en catalán y castellano), la investigadora cultural y ensayista Ingrid Guardiola (Girona, 1980) sumerge al lector en reflexiones necesarias sobre un mundo cada vez más marcado por los algoritmos. Guardiola describe el protocolo, en su doble vertiente, la burocrática y la tecnológica, como herramienta del poder, pero también propone una alternativa en forma de un nuevo contrato social para no ceder ante la nueva era de los tecnopoderosos. ¿Cómo llegó a identificar y desarrollar este concepto del protocolo? Empecé a trabajar en el concepto de protocolo en 2019 para explicar lo que significaba vivir a través de las interfaces tecnológicas y digitales. Un año después, con el confinamiento, la palabra se popularizó, y todos terminamos participando en un protocolo primero sanitario y después universal, pero marcado por la tecnología. El contacto permanente con los protocolos informáticos me hizo observar cómo, de repente, todas nuestras formas de relación pasaban inevitablemente por las interfaces digitales. ¿Hemos reflexionado lo suficiente sobre lo que nos pasó en la pandemia como sociedad? No. Los libros sobre la pandemia no se venden, por ejemplo. Hemos preferido esconder la cabeza, no darle muchas vueltas y pasar el trauma, pero no hemos reflexionado ni sobre la parte positiva de la pandemia (la solidaridad y la organización) ni sobre la parte negativa (fue un experimento de ingeniería social importante y de uso de la tecnología digital como mecanismo de control). Tampoco se usaron tecnologías muy sofisticadas ni surgió con la COVID-19, porque las tecnologías de control nacen en los años 40 del siglo XX. ¿Hasta qué punto necesitamos contar con protocolos? El protocolo tranquiliza. Nuestro mundo de excesivos estímulos y sobreabundancia de información, que no acaba siendo una forma de conocimiento, genera una ansia permanente, que se tranquiliza mediante formas de orden como el protocolo. Es una forma de ordenar la realidad para intentar dar una respuesta a la complejidad, la incertidumbre y el caos. ¿Tiene una parte de ritual? El protocolo podría ser una versión laica de los ritos religiosos. Tiene algo de versión tecnoburocrática de la culpa, porque sus instrucciones y pautas pueden generar un chantaje social. Con el confinamiento lo vimos con la policía de balcón: a la que a alguien le parecía que otro se saltaba el protocolo, se veía capacitado para ejercer de agente del orden. Se le quitó la parte metafísica y acabó siendo una versión mucho más técnica de la culpa para señalar a los que no participaban del sistema de orden. He visto que cada vez más hay una especie de malestar inducido por el tipo de información que se comparte en mis espacios de socialización ¿Culpamos a la tecnología de unos males que no dejan de ser una forma actualizada de los poderosos oprimiendo a los débiles? ¡El protocolo es el aguijón del poder! La tecnología no está sola en el mundo, interactúa con varios aspectos de nuestra vida. No creo que tengamos que caer en los discursos falaces de que supone o una amenaza radical o una fascinación incuestionable. Para no caer en esta versión simplificada de la tecnología se tiene que entender como ecosistema y aterrizarla en el tiempo. En el libro, me he centrado en dos tipos de protocolos, los tecnoburocráticos y los informáticos, propios del siglo XX y el XXI. Sociólogos como Max Weber o Siegfried Kracauer ya hablaron de los burócratas como la nueva clase social que, a cambio de un sueldo a final de mes, establecía un sistema para mantener la jerarquía social a partir de los procedimientos administrativos. Tampoco es algo nuevo del siglo XIX o XX, sino que es la manera en que cualquier sistema social ha mantenido el orden. Lewis Mumford se remitía hasta el antiguo Egipto y decía que para que un orden social, sea bárbaro o democrático, funcione, necesita dos instrumentos para gestionar el poder: una organización fiable del conocimiento (desde un chamán al clero) y una estructura rígida e incuestionable de transmisión de órdenes, es decir, la burocracia. ¿Hemos pasado de la biblioteca de Alejandría a los grandes centros de datos? La bifurcación del poder se mantiene de forma bastante constante. Hoy quien gestiona el conocimiento terminan siendo los algoritmos y los protocolos informáticos. A la vez, esta tecnología también es la que permite la burocracia del siglo XXI. La evolución actual además genera cambios que nos impactan, empezando por el cansancio de estar todo el día conectados. Sí que hay cambios en nuestra relación con la tecnología. Y hay mitos, como el de la eficiencia, la abundancia o la cultura del casting permanente. Hay un agotamiento y un desgaste fruto de la exposición pública y de la disociación cognitiva que implica estar todo el día actuando. Judith Butler teorizó en los 90 que la performance era liberadora, pero hoy desgasta porque se da en unos entornos que solo buscan la monetización y especular con nuestra conducta e imágenes públicas. Esto genera unos perfiles sociales distintos, con prioridades que han cambiado y unos objetivos y aspiraciones vitales muy distintas. ¿Por ejemplo? La idea de aspiración vital ligada al éxito y a la fama y la celebración pública de la propia imagen no es nueva. Pero en el siglo XX no era una aspiración social, era la forma en que la industria del ocio nos proveía de fábulas para proyectar fantasías. Pero hoy la fantasía se ha hecho real, se sale del ámbito del ocio, el cine y del entretenimiento y nos convierte a cada uno en protagonistas. Guardiola, durante la entrevista Hasta los trabajos más clásicos, como el de repartidor, están atravesados por el protocolo, como se demostró en los juicios a Glovo en los que los riders reclamaban saber bajo qué algoritmos se organizaba su trabajo. Glovo ha sido una empresa pionera en manifestar la mayoría de los problemas del capitalismo de plataformas. La transparencia algorítmica es algo que se tendría que reclamar en todos los trabajos, porque los algoritmos son un jefe encubierto que tienen unas implicaciones legales y éticas sobre los trabajadores. Además, en algunos casos, como los vinculados al deep learning, hay una serie de procesos de aprendizaje del diseño algorítmico que el propio diseño no permite conocer, sino que hay muchas decisiones que se toman que no se pueden explicar por mucho que hagas transparente el algoritmo. Es un callejón sin salida. ¿Tenemos más cantidad de información que nunca, pero de peor calidad? No solo es el exceso, el acceso a la información se ha hecho más estrecho por el diseño de los espacios a través de los que nos informamos. En la historia reciente del capitalismo de plataformas, era posible estar mejor informado porque era una información mucho más cronológica, los buscadores funcionaban mejor y se sabía dónde ir a buscar las cosas. Había cabeceras de prestigio para el gran público, pero también fue el momento de los medios alternativos como Indymedia. Pero cuando el capitalismo de plataformas se convierte en un gran espacio de explotación de datos, la información se convierte en mucho más sesgada, y por lo tanto se desinforma en muchos sentidos. Cada vez menos lectores leen cabeceras concretas y cada vez más leen lo que les sale en Google. Y luego está la plaza pública en desaparición. Ya no podemos escoger el menú informativo. Aunque no queramos, terminamos escuchando a los que más gritan, que generalmente son los que están más promocionados o tienen más repercusión y ocupan el espacio informativo. Hay un muro semántico muy fuerte, cada vez cuesta más llegar a la información de calidad. Ya no podemos escoger el menú informativo. Aunque no queramos, terminamos escuchando a los que más gritan ¿Culpamos al algoritmo o a la tecnología de malestares que son sociales? ¿Cómo podemos distinguirlos? La única vía pasa por autoanalizarnos. Por ejemplo, en nuestra relación con los medios y los efectos que producen sobre nosotros ciertas noticias. En mi caso, he visto que cada vez más hay una especie de malestar inducido por el tipo de información que se comparte en mis espacios de socialización y, sobre todo, por el tipo de lenguaje con el que se expresan los hechos. Es un lenguaje que es mucho más violento de lo que parece, que siempre busca culpables y resolver grandes preguntas mediante información muy melodramática sobre aspectos completamente irrelevantes de nuestro día a día. Son noticias que priorizan el morbo y una negatividad manifiesta a la hora de valorar el ser humano y el pacto social. No son solo formas sutiles de violencia, también las noticias que ya estaban en la prensa y la tele sobre asesinatos y catástrofes se han vuelto más interactivas y dinámicas, con comentarios que acaban a menudo multiplicando el odio y la violencia de los titulares. Esto es evidente que genera un malestar, pero tenemos que esforzarnos en separar la plaza pública del mundo real. ¿Cómo lo logramos? Cada vez que vamos al bar del pueblo se puede tener la tentación de pensar que el mundo es así, pero tenemos claro que es el bar y no el mundo. En las plataformas no hay ningún indicador físico ni ninguna pauta que nos haga entender que tan solo son una parte de un todo mucho más amplio, por lo que les damos un valor de totalidad, como si todo ocurriera allí mismo. Este ejercicio de separación y distanciamiento es necesario para entender que hay un malestar que es inducido y hay una parte de la ansiedad que proviene de esta relación con medios o plataformas muy proclives, no sé si a la patología, pero sí a convertir el dolor del mundo en discurso, y esconder su contexto y sus causas y solo resaltar la herida. Estos medios y plataformas no dejan de estar ligados a intereses económicos. Y a un entorno económico determinado, la financiarización de la vida, que es de las cosas que posiblemente angustian más: la celebridad y la fama como expectativas vitales no se pueden desligar de una ideología que entiende a las personas como un activo financiero. ¡Es la visión más triste del ser humano! Hace recaer en cada uno de nosotros responsabilidades sistémicas con un falso discurso sobre la libertad individual, como si no viviéramos en el mundo. Y hasta en los momentos de vacaciones, cuando en teoría podríamos estar más liberados de esta dinámica, terminamos en ella. Estar conectados es un trabajo que no está pagado, pero es un trabajo. En los movimientos de cultura libre de hace 20 años se discutía mucho sobre quién sacaba rendimiento económico al estar conectados. Todos nos hemos vuelto operarios de la gran fábrica digital, y acabamos estando muy preocupados por esta especie de cadena informativa sin fin y por los protocolos tecnoburocráticos, es decir, por tareas muy inútiles, pero que son fruto del diseño de nuestro entorno social. Cuando dirigí un centro de arte público, el 70% de mi trabajo fue lidiar con protocolos tecnoburocráticos, procedimientos que en realidad beben de cierta desconfianza y control, ocupan mucho tiempo y son poco gratificantes. Estar conectados es un trabajo que no está pagado, pero es un trabajo ¿Somos conscientes de lo que implica ceder hasta nuestra memoria a las grandes empresas tecnológicas? La memoria está muy devaluada. Los medios de comunicación siempre han querido hacer del presente su tiempo hegemónico. El presente es un tiempo que da mucho rédito en el mercado de la atención porque la capitaliza de forma más clara del pasado. Y hasta cuando desde entornos oficiales se busca relacionarse con el pasado se hace monetizando el tiempo y la nostalgia: Eurovisión es un formato profundamente nostálgico. La nostalgia nos atrae porque se sale de la urgencia del presente y tiene que ver con todas estas vidas potenciales que podríamos haber vivido y no hemos hecho. ¿Hay un riesgo de caer en el ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’? Existe el peligro de que sea un pensamiento muy reaccionario y de restauración de valores tradicionales conservadores porque pensar que cualquier forma de vida anterior era mejor encaja muy bien con las ideas de derechas. El capitalismo de plataformas es muy reaccionario y muy de derechas, pero a la vez muy neoliberal porque en él la nostalgia y el presente forcejean. Cuando la cultura del recuerdo deja paso a este tipo de nostalgia, también se debilita el pensamiento y el mero hecho de pensar. No somos conscientes de la falta de fondo que tienen la mayoría de cosas que compartimos. No damos suficiente valor a la experiencia directa de los hechos y a la memoria que queda de ello y, en cambio, sí lo hacemos con la atención momentánea de ciertos fenómenos sociales. Haciendo una caricatura, podríamos decir que recordamos más la storie de Instagram de una experiencia que la experiencia en sí. Vivimos en un momento de abundancia de experiencias e identidades, y esto es algo que casa mal con la memoria. La memoria nos permite conocer nuestros propios límites y nos da unas pautas que pueden terminar siendo un receso emocional. Sin tener clara nuestra propia memoria, tenemos menos herramientas para afrontar los conflictos. Y esto nos lleva a evadir o externalizar los conflictos como si no fueran con nosotros, como si el conflicto solo fuera una diversidad de puntos de vista. En el libro propone un nuevo contrato social. Hay un ejemplo muy claro en la Educación: se empieza a reclamar una marcha atrás en la apuesta competencial y tecnológica, que estaba forzando a actuar a los alumnos como máquinas. Desautomatizar todas estas relaciones es importantísimo, y empieza por eliminar ciertos mitos, como el que el capitalismo de plataformas trae más oportunidades laborales, o el que si no estás en las redes no eres nadie. Hay que romper con este chantaje y llevar las infraestructuras a nuestro favor. ¿Se tendrían que regular más las redes sociales y Google? Se puede regular más, pero también hay que tener en cuenta otro aspecto. ¿Qué sentido tiene regular las plataformas si el contenido que se consumirá en ellas sigue siendo el de influencers ultracapitalistas? No le veo ningún sentido a eso de querer llenar medios tradicionales como la televisión de influencers para atraer al público joven. ¿En serio tenemos que relegar todo el espacio mediático a una figura como la del influencer? No solo hay que cambiar el chip en cuanto al diseño de infraestructuras, algoritmos y software, sino también en los valores sociales y los mitos que se potencian. ¿Por qué no se promociona más la cultura y la ciencia? ¡Los artistas y los científicos son los verdaderos influencers, si se les da el espacio que merecen! Ahora bien, si se ridiculiza la cultura o la ciencia como algo obsoleto o desfasado, y se prioriza solo el monetizar, nadie querrá dedicarse a ellas. ¿Por qué nuestros políticos fomentan el kilómetro 0 en alimentación y agricultura, pero no en tecnología? ¿Hay una pasividad política para regular el capitalismo de plataformas? ¿Los políticos prefieren la polarización que promueven ciertas redes? Hay pasividad y desconocimiento en la clase política. ¿Cómo puede ser que hayan delegado buena parte de la educación de las nuevas generaciones en Google o Microsoft en vez de en empresas locales? El paquete educativo que creó Xnet se podría haber implantado en todas las escuelas, pero no se hizo. Las multinacionales tecnológicas te venden eficiencia, pero no es verdad. ¿Por qué nuestros políticos fomentan el kilómetro 0 en alimentación y agricultura, pero no en tecnología? Al final, el capitalismo de plataformas parece el terreno perfecto para la extrema derecha. Es el terreno perfecto porque ellos mismos lo han creado: empresarios como Peter Thiel o Sam Altman salen de entornos autodenominados anarcolibertarios. Creen que el contrato social atenta contra las libertades individuales y promueven el éxito personal por encima de todo. Sus propios mitos se traducen en Silicon Valley, que en sus distintas etapas camufla su esencia (un negocio profundamente jerárquico, desigual y no siempre exitoso) con el mito del emprendedor. El capitalismo de plataformas y las redes sociales son como una autopista y Tiktok es la sublimación de la autopista: no está pensada para el contacto entre humanos ni la celebración, sino para la rapidez y el accidente, que nos desvía de los asuntos importantes. Vivimos en sociedades profundamente desiguales y el capitalismo de plataformas las fomenta mucho más: solo hay que ver las diferencias entre el capital que acumulan Elon Musk y los jefes de Google con el último trabajador de su empresa. Nunca antes en la historia había habido tanta diferencia. La relación del capitalismo de plataformas con la extrema derecha es de fraternidad. ¿Se puede democratizar el capitalismo de plataformas? Hay quien propone nacionalizarlo como si fuera el agua o la electricidad, pero antes que eso es supernecesario conocer el algoritmo. Conocer los entornos es importantísimo. Hace falta mucha más alfabetización mediática y digital. La gente no se da cuenta del poder que tiene. Las empresas del capitalismo de plataformas son muy buenas en mitificar y en deslumbrarnos. Son ilusionistas, como David Copperfield. Además, a nivel político, venimos de decepciones importantes en varias partes del mundo, no solo aquí. Lo primero es recuperar el juicio crítico y la confianza social, de cuya pérdida se ha beneficiado sobremanera el capitalismo de plataformas: se sofocó el espacio público y pasó a ser un mero lugar de tránsito turístico, sin conflicto social.
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hace alrededor de 4 horas
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