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Mahmoud Khalil, el estudiante palestino detenido durante más de 100 días en EEUU: "Fue un claro acto de crueldad"

Mahmoud Khalil, el estudiante palestino detenido durante más de 100 días en EEUU: "Fue un claro acto de crueldad"
Sus abuelos sobrevivieron a la Nakba y él huyó de la Siria de Asad, se perdió el nacimiento de su hijo por estar encerrado en una celda de un centro migratorio y, aunque fue puesto en libertad, el proceso de la Administración Trump contra él sigue su curso en los tribunales“Soy un prisionero político”: el palestino Mahmoud Khalil explica que el Gobierno de Trump lo persigue por sus ideas Cuando se escriba la historia de la resistencia al autoritarismo errático del segundo mandato del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, podría dar comienzo el 11 de abril de 2025, en una pequeña sala de un tribunal de inmigración en una remota localidad del centro de Luisiana. Fue allí, a primera hora de la tarde, donde un joven delgado, vestido con un mono azul de preso, se dirigió con calma, pero de forma directa a la nueva Administración, lejos de las cámaras de televisión y a 1.600 kilómetros de sus amigos y familiares. Mahmoud Khalil, graduado por la Universidad de Columbia y activista palestino, había sido detenido un mes antes en el vestíbulo del edificio donde residía en Manhattan cuando regresaba a casa con su pareja. En abril, en la pequeña localidad de Jena, se sentaba ante una jueza que acababa de dictaminar que podía ser deportado de EEUU únicamente por sus opiniones políticas. Khalil pidió permiso para hablar. Hizo una pausa y, a continuación, reprendió duramente a la jueza que tenía el destino del joven en sus manos, recordándole lo que ella misma había dicho. Le dijo que se había comprometido a que el tribunal le aseguraría “el debido proceso” y “la equidad fundamental”. “Ninguno de estos principios ha estado presente en esta audiencia ni a lo largo de todo el proceso”, lamentó, y afirmó que se trataba de un “tribunal irregular”. “Y es precisamente por este motivo que la Administración Trump me ha enviado a este tribunal, a 1.600 kilómetros de mi familia”, dijo. Yo fui uno de los pocos periodistas que se desplazaron a Jena ese día para cubrir la audiencia. Era un momento especialmente angustioso en Estados Unidos, ya que la de Khalil fue la primera de una serie de detenciones de estudiantes de alto perfil que fueron arrestados en la calle por agentes de inmigración por sus opiniones políticas. En aquel clima de miedo, cuando tantos optaron por callar, me sorprendió la serenidad con la que Khalil mostró valentía, justo cuando la oposición política contra el puño de hierro de Trump brillaba por su ausencia. Cuatro meses después, ya en libertad bajo fianza y de vuelta en Nueva York, le pregunto a Khalil de dónde sacó esa valentía y si lo definiría como un acto de coraje. “No. Siempre he creído en alzar la voz contra la injusticia”, responde de forma calmada. “Sabía que todo estaba perfectamente guionizado, que era una representación, puro teatro. No quería jugar según sus reglas”. “Esta administración hace lo que puede para castigarme” En un luminoso día de verano en Brooklyn, Khalil me invita a su nuevo apartamento, que tiene unas vistas espectaculares sobre los edificios bajos del barrio. Las paredes están recién pintadas de blanco —se ha mudado unas semanas antes— y nos sentamos en un sofá gris junto a la ventana. Su hijo de cuatro meses, Deen, llora suavemente en la habitación de al lado mientras Noor Abdalla, su mujer, lo calma. Es una escena típica de una joven familia neoyorquina: una mecedora para bebés junto a un gran televisor, tulipanes blancos en un jarrón de cerámica, obras de arte de colores vivos adornando las paredes. Khalil se muestra cálido y sincero, me ofrece chocolate y agua antes de empezar a hablar. Pero la cruda realidad de su situación se hace patente cuando llamamos a un abogado de su equipo legal, que escucha nuestra conversación de tres horas como medida de precaución. Aunque fue puesto en libertad, el proceso que la Administración Trump ha abierto contra él sigue su curso en los tribunales. A pesar de que reside legalmente en Estados Unidos, es consciente de uno de los desenlaces posibles es que sea deportado. “Esta administración está tratando de hacer todo lo que está a su alcance, y más allá, para castigarme y deportarme”, afirma. “De hecho, hasta hace muy poco hacía lo posible por volver a detenerme”. Manifestantes exigen la puesta en libertad de Mahmoud Khalil en Nueva York el 15 de marzo de 2025. Reconoce que está preparando planes de contingencia por si eso ocurre, sin entrar en detalles. Por ahora, ha intentado volver a una cierta normalidad. Pasa los días con el pequeño Deen, aprendiendo a ser padre después de haberse perdido el nacimiento mientras estaba detenido. Recientemente ha viajado en metro por primera vez desde que fue puesto en libertad, pero sigue estando alerta. El traslado a Brooklyn fue en parte para alejarse del campus de la Universidad de Columbia y de todas las heridas de su historia reciente. A pesar de todos los cambios, le sigue costando concentrarse. Como refugiado palestino, muy familiarizado con la experiencia de los desplazamientos repetidos, se mantiene firme ante la perspectiva de un nuevo exilio. “Aunque me deporten, seguiré alzando la voz por Palestina”, avanza. La vida de Khalil cambió para siempre en marzo, cuando unos agentes vestidos de civil se presentaron en el apartamento donde vivía con su mujer. Su detención, grabada en vídeo por Abdalla, marcó un punto de inflexión, ya que Trump intensificó su campaña de deportaciones masivas y comenzó una campaña de censura contra los campus que fueron escenario de grandes protestas contra la guerra de Israel en Gaza. Khalil mantuvo la calma mientras lo esposaban y se lo llevaban, dejando a su esposa embarazada en la calle e intentando, desesperadamente, contactar con su abogado. Le pregunto si ha vuelto a ver el vídeo de su detención. Niega con la cabeza. “Es un momento que preferiría no recordar”, dice. “Fue uno de los más duros y aterradores de mi vida. No quiero revivir la escena en la que no pude estar allí para Noor”. “Permanecer callado es complicidad” Su recuerdo más impactante de aquella noche es el miedo a que Abdalla, ciudadana estadounidense, también fuera detenida. Repitió su número de teléfono en su cabeza para no olvidarlo. Pero también recuerda haber mantenido una conversación “tranquila” con los agentes que lo detuvieron mientras se lo llevaban. Hablaron de la cena iftar, la comida con la que se rompe el ayuno durante el Ramadán, que iban a aparecer. “No les tenía nada de miedo”, recuerda. “Les miré a los ojos”. Poco después del arresto, escuchó una llamada entrante de la Casa Blanca en la que se solicitaba información actualizada. A continuación, le presentaron un documento en el que no se le acusaba de ningún delito, pero se argumentaba que su presencia en Estados Unidos comprometía los intereses de la política exterior. (Un memorándum firmado por el secretario de Estado estadounidense Marco Rubio, revelado más tarde, argumentaba que esto se debía a su participación en “protestas antisemitas y actividades disruptivas”). Lo leyó y soltó una risa incrédula. “¿De verdad están llegando tan lejos para ir a por mí?”, pensó. Tras 36 horas de viaje bajo vigilancia, terminó en Jena, un enorme centro de detención situado a cuatro horas de Nueva Orleans, escondido en un bosque de pinos junto a una carretera rural. Es conocido por ser una de las cárceles de inmigración más duras de Estados Unidos. Dentro de su gran celda de detención, la televisión estaba a todo volumen y vio a Trump en una rueda de prensa en el jardín de la Casa Blanca examinando los Tesla con Elon Musk. Le preguntaron al presidente sobre la detención de Khalil. “Deberíamos expulsarlo del país”, respondió Trump. Fue en ese momento cuando empezó a darse cuenta de la magnitud de su caso. Se había generado una narrativa sobre él que se le escapaba de las manos, difundida a través de una vasta infraestructura de desinformación de la derecha que lo tachaba de antisemita y partidario del terrorismo. “Mi imagen se ha tergiversado completamente”, recuerda haber pensado. “Pensé: ”Maldita sea, estoy acabado y no tengo futuro... mi reputación, mis aspiraciones profesionales“. “Pero, en medio del horror, asegura que sabía que su trayectoria acabaría hablando por sí sola. ‘Esa fue mi salvación’, dice. ‘Tenía la certeza absoluta de que mi historial estaba limpio. No podrían encontrar nada contra mí’. Habló con Abdalla por teléfono. Ella estaba a salvo. Le contó que había recibido mucho apoyo de todo el mundo. Suspiró aliviado. Noor Abdalla, pareja Mahmoud Khalil. Esa valentía silenciosa, que Khalil ha mantenido a lo largo de esta terrible experiencia, se forjó desde su infancia, en los muchos momentos en los que se vio obligado a cambiar de rumbo en su vida. Nació en un pequeño campamento de refugiados palestinos llamado Khan Eshieh, en las afueras de Damasco, en Siria. Era el menor de cuatro hermanos. Sus abuelos paternos se vieron obligados a desplazarse de sus tierras de cultivo en las afueras de Tiberíades, en lo que hoy es Israel, durante la Nakba de 1948. Su padre era soldador y dejó la escuela a los 10 años. Su madre, una funcionaria de bajo rango, terminó su educación a los 16 años. Su identidad palestina estuvo omnipresente durante su infancia; la mayoría de sus vecinos eran desplazados de la misma región que sus abuelos. Y su abuela, que era analfabeta, le contaba historias de su vida en Palestina, y nunca perdió la esperanza de poder regresar algún día. “Su lucha estaba grabada en su rostro”, recuerda. Sus padres, ambos en gran medida apolíticos, le inculcaron la importancia de tener una buena educación y él destacó en los estudios y se graduó con la aspiración de convertirse en piloto comercial. Pero el destino le tenía preparados otros planes. Los últimos años de su escolarización en Siria coincidieron con los movimientos prodemocráticos que se extendieron por toda la región durante la primavera árabe. Una de sus primeras incursiones en el activismo formal tuvo lugar el 15 de mayo de 2011, como parte de una serie de manifestaciones del “Día de la Nakba” en las fronteras de Israel. Al menos una docena de manifestantes murieron durante los enfrentamientos con las fuerzas israelíes. Otras decenas resultaron heridas. Khalil fue uno de ellos. A los 16 años, recibió un disparo en la pierna y pasó varios días en el hospital. “Esa fue la primera vez que sufrí en carne propia la violencia real, la violencia directa, de Israel”, afirma. La experiencia lo empujó aún más hacia la tumultuosa política de la época, inicialmente embriagadora y llena de promesas, pero que rápidamente se deterioró hasta convertirse en brutalidad estatal y guerra civil. Fue testigo de la represión del régimen de Al Asad contra amigos cercanos y familiares que ayudaban a dar refugio a los sirios que huían de Damasco. Khalil se involucró en la organización de pequeños actos de resistencia: protestas callejeras, pintadas y comentarios contra Al Asad en las redes sociales. “Esos gestos eran lo mínimo que podíamos hacer”, afirma. “En una época en la que sabes que a tu alrededor se cometen injusticias, permanecer callado es complicidad. Pura complicidad”. Todo se intensificó después de graduarse en el instituto. Él había decidido estudiar ingeniería aeroespacial en la Universidad siria de Alepo, pero la ciudad estaba en llamas debido a la guerra civil. El 11 de enero de 2013, una semana después de cumplir 18 años, dos de sus amigos de la infancia y coorganizadores, Bashar y Ali, fueron secuestrados en la calle por agentes de los servicios de inteligencia sirios. Temía ser el siguiente. Esa misma noche hizo planes para huir y decidió cruzar la frontera con el Líbano al día siguiente. “Lo dejé todo atrás”, dice. “Opté por huir sin un plan. Mi mayor preocupación era que (sus amigos) dieran los nombres de las personas de su entorno. Y nadie les puede culpar por confesar bajo tal tortura por parte del régimen”. Bashar y Ali fueron asesinados tras su detención, y sus muertes solo se confirmaron hace unos meses, después del colapso del régimen de Asad a finales de 2024. Khalil reconoce los diferentes matices del autoritarismo a los que se ha enfrentado a lo largo de su vida. “Lo que me impactó al principio, cuando fui secuestrado [por los agentes de inmigración estadounidenses], fue lo mucho que se parecía a los casos que había presenciado en Siria”, afirma: “Agentes vestidos de civil sin ninguna orden judicial que te podían detener solo por tus opiniones políticas”. Perderse el nacimiento de su hijo Khalil languideció en Jena durante más de 100 días. No sabía mucho sobre el sistema de deportación de Estados Unidos, y la reputación del centro de detención como un agujero negro legal, hasta que lo vivió en carne propia. Dormía en un gran dormitorio con literas, con capacidad para unos 70 hombres. Pasaba el tiempo dictando por teléfono al equipo de abogados que lo representa informes bien redactados. Leía literatura: Fuera de Lugar, la autobiografía del académico palestino Edward Said; El hombre en busca del sentido, las memorias del psicólogo Viktor Frankl sobre su supervivencia al Holocausto. Pero sobre todo compartía historias con sus compañeros de celda. Muchos habían sido detenidos durante controles rutinarios con los agentes de inmigración. Otros habían sido arrestados recientemente en la frontera sur. Unos pocos llevaban más de un año detenidos en Jena. La mayoría de las personas que pasan por el tribunal de inmigración de Jena no tienen abogados, ya que no se garantiza la representación legal obligatoria. Un hombre, ciudadano georgiano, llevaba unos ocho meses detenido tras ser arrestado junto a su esposa en California. Recluidos en centros de detención distintos, separados por unas dos horas de distancia, la pareja —que había huido del nuevo gobierno prorruso de Georgia— no había podido hablar desde su detención. El hombre, carpintero de profesión, pasaba horas haciendo rosarios improvisados con artículos de la tienda de la prisión, como lápices de colores, café molido y pan, que endurecía en el microondas para convertirlo en cuentas. Khalil me muestra uno de ellos, todavía impresionado por su ingenio. Muchos de los hombres han sido expulsados de Estados Unidos desde entonces, explica. Para Khalil, el momento más duro llegó la noche en que nació su hijo. Sus solicitudes de permiso para asistir al parto fueron denegadas, por lo que se vio obligado a escuchar por teléfono en mitad de la noche, susurrando palabras de ánimo mientras Abdalla daba a luz. La línea se cortó alrededor de las 2:00 de la madrugada y, cuando volvió a llamar, oyó llorar a su hijo recién nacido de fondo. Susurró la llamada a la oración por teléfono para dar la bienvenida al mundo al pequeño Deen. “Fue un momento muy difícil que no le deseo a nadie”, recuerda con la mirada perdida. “Fue un claro acto de crueldad solo para castigarme”. Abdalla sale a saludar con Deen en brazos. El rostro de Khalil se ilumina. Con solo cuatro meses, su hijo ya tiene mucho pelo, profundos hoyuelos y unos expresivos ojos marrones que siguen a su padre por toda la habitación. Le pregunto a Abdalla cómo se siente al tener a su marido de vuelta. “No estar con él durante los dos primeros meses de vida de Deen fue duro”, reconoce. “Nos perdimos muchos momentos importantes que no se pueden recuperar. Así que ahora estamos recuperando el tiempo perdido”. El nuevo apartamento es su “refugio”. La pareja ha sido muy bien recibida en el barrio, con gestos espontáneos de amabilidad: algunos vecinos les han cocinado platos, reciben sonrisas en la calle. Soy el primer periodista al que han invitado a su casa. Khalil conoció a su futura esposa, ahora dentista, en el Líbano en 2016, mientras trabajaba para una organización sin ánimo de lucro que ayudaba a educar a los refugiados sirios. Ella participaba en un programa de intercambio. Él había empezado de cero tras huir de Siria, trabajando en la construcción durante el día y como voluntario en una organización benéfica para refugiados por las tardes, lo que le proporcionaba alojamiento y comida gratis en su oficina. Finalmente, asistió a la universidad para estudiar informática y tomó clases de inglés. Poco a poco fue dejando de lado su sueño de pilotar aviones comerciales y se sumergió más en el trabajo del gobierno y la burocracia. Khalil y Abdalla entablaron amistad jugando al backgammon y siguieron en contacto después de que ella regresara a su casa en Flint, Míchigan. A él le atraía su amabilidad y su carácter afable. A ella le gustaba su inteligencia y su ambición, y finalmente le animó a solicitar un puesto en la embajada británica, donde trabajó en la política siria hasta que se mudó a Nueva York en 2023. Su relación a distancia duró siete años. Mahmoud Khalil, activista palestino y exestudiante de la Universidad de Columbia. Le pregunto cómo le han cambiado la paternidad desde que regresó a casa. “Sin duda me hace tener [más] en cuenta los riesgos”, reconoce Khalil. “Cuando tienes a alguien que depende de ti, quieres que tenga una vida lo más normal posible. Pero al mismo tiempo me empuja hacia la defensa de causas. Cuando veo a Deen, siempre recuerdo a los niños que están siendo asesinados por culpa de Israel, que no tienen el lujo de estar en Nueva York. [Pienso en] los niños inmigrantes que no tienen el lujo de tener un pasaporte estadounidense que, de alguna manera, los salve”. Pero la liberación palestina siempre lo acompaña. “Quiero que Deen pueda visitar su ciudad natal, la ciudad de sus antepasados, y vivir en igualdad con todos”, dice. Las protestas a favor de Gaza en la Universidad de Columbia marcaron la primera vez que Khalil asumió un papel público. Habiendo puesto su mirada en un trabajo entre bastidores en la burocracia gubernamental, se vio envuelto en una primavera de tumultos en el campus en 2024, cuando los estudiantes levantaron campamentos, organizaron manifestaciones y, a finales de abril, ocuparon el Hamilton Hall de la universidad, lo que provocó una respuesta policial abrumadora. Khalil actuó como negociador con la administración de la universidad, presentando las demandas de los estudiantes, entre ellas una propuesta para que la Universidad no cerrara acuerdos de colaboración con empresas vinculadas a Israel. No estuvo presente en el campus durante la ocupación del Hamilton Hall. Las negociaciones fueron largas, pero cordiales. Un administrador de la Universidad de Columbia, citado de forma anónima en el New York Times, describió más tarde a Khalil como “reflexivo, apasionado y con principios, a veces hasta el punto de la rigidez”. Me parece una descripción acertada, pero me pregunto si él estará de acuerdo. “Más o menos”, dice, sonriendo. “Aunque no sé si era rígido, porque ese no era mi posicionamiento, sino el de los estudiantes”. A diferencia de muchos de los que estaban en primera línea de la protesta, Khalil no llevaba mascarilla, lo que le dejaba vulnerable a la difusión maliciosa de datos personales en internet, de los grupos proisraelíes de línea dura, que han proporcionado a la Administración Trump listas de candidatos para la deportación. “Nunca he llevado mascarilla durante una protesta porque sabía que el objetivo de los ataques era intimidarnos, silenciarnos”, afirma. Pero la campaña se recrudeció tras el regreso de Trump en la Casa Blanca, poco antes de la detención de Khalil. No había previsto lo peligroso que podía llegar a ser. Las acusaciones de antisemitismo nunca se han corroborado con pruebas contundentes. Khalil afirma que los estudiantes judíos desempeñaron un papel “fundamental” en la organización de las protestas en el campus y sostiene que son las políticas de Israel y de la administración Trump las que alimentan el antisemitismo global. Entonces, ¿cómo imagina una Palestina libre? “La imagino como un lugar donde todos viven con dignidad, libertad e igualdad, independientemente de quiénes sean y de dónde vengan”, afirma. “No creo que haya otra alternativa viable para lograr una paz duradera y justa en Oriente Medio. La liberación no significa expulsar a nadie. La liberación significa liberar a todos, tanto a los oprimidos como a los opresores”. Khalil sigue siendo muy crítico con la respuesta de la Universidad de Columbia a las protestas y su posterior capitulación ante las exigencias de la administración Trump de que reprimiera las protestas a favor de Palestina. Sin embargo, expresa una sincera tristeza por no haber podido subir al estrado para recoger su título de máster en mayo de este año. Es el primero de su familia en graduarse en la universidad. Sus padres habían planeado viajar desde Alemania, donde viven ahora, para asistir a la ceremonia. Había comprado su toga con un año de antelación. “Sé que habría sido un momento increíblemente importante para mis padres, que han luchado y se han sacrificado mucho para que yo llegara hasta aquí”, lamenta. En su lugar, recibió el reconocimiento en forma de archivo PDF enviado por correo electrónico. La liberación Era finales de junio cuando Khalil salió de Jena en una tarde sofocante y húmeda. Levantó el puño en el aire para celebrarlo y se dirigió hacia un pequeño grupo de periodistas. Había perdido unos siete kilos. Un juez federal de Nueva Jersey acaba de ordenar su liberación, tras considerar que el argumento de política exterior de la Administración Trump era, probablemente, inconstitucional. Ese día le pedí que respondiera con sus propias palabras a la etiqueta de “amenaza” con la que Trump le había marcado. “Trump y su Administración han elegido a la persona equivocada”, me dijo. En ese momento no comprendí del todo lo que quería decir con “la persona equivocada”. Pero, tras terminar nuestro encuentro en Brooklyn, lo tengo claro. Las adversidades a las que se ha enfrentado Khalil —desde el desplazamiento hasta la detención— en tan poco tiempo no han hecho más que alimentar su sentido de la misión. No se dejará obligar a la sumisión ni al silencio. Considera que su pasado y su futuro son inseparables de la lucha palestina más amplia que se extiende desde 1948 hasta la actual masacre en Gaza. “Es una gota en el mar de dolor y pena palestinos, donde se está acabando con familias, se está matando a niños, se están saqueando casas y se está erosionando la dignidad”, dice. Hace una pausa antes de terminar; parece algo cansado. “Mi historia es solo una historia pequeña”, dice. “Una historia de cómo la violencia contra los palestinos puede extenderse a cualquier lugar del mundo”. Traducción de Emma Reverter
eldiario
hace alrededor de 3 horas
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