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Hipocresía

Hipocresía
Dentro de poco tendremos otro Papa. Las guerras continuarán. Las mujeres afganas seguirán siendo tratadas peor que los animales. La explotación de los más débiles no cambiará un ápice. Venderemos armas, compraremos armas. Los medios hablarán del mensaje de paz y amor del nuevo Papa Estos últimos días en los que la información en todos los medios ha sido acaparada por el fallecimiento y los funerales del Papa Francisco he visto con toda claridad –no es nada nuevo–que somos una sociedad rara, contradictoria y profundamente hipócrita. Los europeos tenemos una base innegable de cristianismo establecida a lo largo de un par de milenios y que nos ha llevado a ser lo que somos. Europa es un mapa de catedrales, de basílicas, de iglesias, conventos, abadías y ermitas. No ha habido momento histórico en el que la Iglesia no haya tenido un enorme peso y, con muchísima frecuencia, haya decantado la balanza de un lado o de otro en el devenir político de nuestros países occidentales. Poco a poco, al correr de los años, ese poder parecía haber ido mermando y, hoy en día, estamos en una situación en la que, según las estadísticas, casi la mitad de la población se declara agnóstica, atea o indiferente. Nuestro país es aconfesional, igual que muchos otros países de Europa. De los 193 pertenecientes a las Naciones Unidas, 160 son laicos. Sin embargo, esta última semana hemos visto que la muerte del Papa se ha convertido en un asunto de enormes proporciones y en muchos lugares se ha decretado luto oficial durante varios días. En España han sido tres y en lugares donde España tiene representación diplomática se han suspendido eventos y actividades que tuvieran un componente lúdico. A mí me ha resultado muy curioso ver cómo parece que le hemos concedido mucha más importancia a la muerte de Francisco que a la muerte de Cristo el Viernes Santo, apenas un par de días antes, cuando el primero –al menos eso se supone en la doctrina– no es más que el vicario y mensajero del otro; de ese otro que, además, también según la doctrina, es Dios.  Francisco siempre me ha parecido una persona admirable; me gusta su manera de pensar (dentro de que se trataba de un varón blanco, argentino, octogenario y clérigo) y de expresar en palabras claras su pensamiento. Me gusta que durante doce años haya intentado ser sincero, valiente, coherente y limpio; acoger en la Iglesia a tantas personas que habían sido menospreciadas o expulsadas de ella por otros Papas menos amplios de miras; hacer lo que estaba en su mano para que la antiquísima y anquilosadísima institución se adaptara, aunque fuese solo un poco, a la sociedad real en la que se desenvuelve y a los tiempos que corren. Evidentemente, no soy la única en pensar así y estos días hemos visto que en muchos medios se ha hablado hasta la extenuación del mensaje del papa Francisco. Me pregunto por qué hemos tenido que esperar a que falleciera para que a los periodistas en ejercicio se les ocurriera comunicar el mensaje de paz y de solidaridad que ahora –a su muerte– nos parece tan bonito y tan relevante pero que, por lo visto hasta ahora, cuando estaba vivo, no nos interesaba lo bastante. Parece que muchas cosas solo son noticia cuando la gente ya no está viva o cuando ha llegado a una edad tan avanzada que podemos tratarlos como si ya no estuvieran aquí. Por poner un ejemplo que no tiene nada que ver con la religión, pero que ilustra bien este punto, concedemos premios literarios de enorme importancia a personas que ya casi no pueden disfrutarlos aunque su calidad fuera innegable desde un par de décadas atrás: a Vicente Aleixandre se le otorgó el Premio Nobel rozando los ochenta años, a Álvaro Pombo, el Cervantes, a los ochenta y cinco, a Ida Vitale a los noventa y cinco. Francisco tenía ochenta y ocho años, llevaba doce de Papa y nunca se le había concedido más atención que ahora que ya no está entre nosotros. Curiosamente, esa atención mediática y esa presencia abrumadora de personajes del mundo de la política en sus funerales se produce en un mundo en el que la Iglesia está perdiendo poder e influencia (no hay más que ver las cifras de personas que abandonan la Iglesia Católica o bien darse una vuelta por cualquier templo un domingo normal) y en la que casi la mitad de la población dice no tener nada que ver con ella. Tengo que reconocer que me ha parecido raro y hasta cierto punto profundamente hipócrita ver a nuestra clase política –somos un país aconfesional, repito– junto a la de muchos otros países (Francia, por ejemplo, es un país casi agresivamente laico) vestida de luto riguroso en el funeral vaticano, persignándose y siguiendo el rito eclesiástico como si fuera algo habitual en ellos. Sé que el mundo es teatro –ya lo dijo nuestro gran Calderón de la Barca–, pero puestos a hacer teatro, podríamos hacerlo para que las cosas funcionaran mejor en el planeta, en lugar de llenarlo todo de buenas palabras sin actos, solo porque, en esta función concreta, lo que procede es poner la expresión compungida y hacer como que, de pronto, el mensaje de paz y de bondad ha calado en nosotros y estamos dispuestos a enmendarnos. Todo mentira, evidentemente. Nadie va a salir de Roma más bueno y más puro gracias al ejemplo del fallecido. No es mi intención insultar a nadie, pero el comportamiento grosero y falto de respeto del presidente de Estados Unidos es quizá una “sinceridad” a su manera. Estaba claro que se aburría en la ceremonia, que estaba deseando salir de allí y dedicarse a cosas más productivas y donde él estuviera en el centro de los sucesos en lugar de que el mejor espacio lo ocupara el cadáver de un papa. Los políticos europeos son mucho más elegantes, respetuosos y bien educados, lo que es muy de agradecer, pero también producían la impresión de sentir lo mismo que el estadounidense, aunque, eso sí, mucho mejor disfrazado. O quizá se trate de que los periodistas responsables de las informaciones que nos han hecho llegar y de la selección de imágenes que hemos podido ver consideren que tiene mayor peso la parte “política” del evento (era un funeral, pero también un evento mediático) y se hayan preocupado de mostrarnos los gestos y miradas de los mandatarios, curiosamente también blancos, varones y no precisamente jóvenes. Las mujeres que hemos visto han ocupado muchos menos segundos de pantalla –Ursula von der Leyen bajando las escaleras, Giorgia Meloni abrazando a Zelenzky, la reina Letizia vestida de manola, la esposa del señor de azul con cara de haber mordido un limón muy agrio– comparadas con los hombres que, es evidente, siguen siendo los que mueven el mundo, especialmente en un acto como este donde más de la mitad de la plaza estaba ocupada por sacerdotes que, en pleno siglo XXI, siguen siendo únicamente varones. Dentro de poco tendremos otro Papa. Las guerras continuarán. Las mujeres afganas seguirán siendo tratadas peor que los animales. La explotación de los más débiles no cambiará un ápice. Venderemos armas, compraremos armas. Los medios hablarán del mensaje de paz y amor del nuevo Papa. Somos una especie profundamente hipócrita. Hay días –cada vez más días– en los que me cuesta seguir siendo optimista.
eldiario
hace alrededor de 18 horas
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