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Las lecciones que deja el apagón para el apocalipsis

Las lecciones que deja el apagón para el apocalipsis
No debemos angustiarnos imaginando que el mundo se viene abajo porque, cuando llega la adversidad, solemos estar a la altura. A veces, incluso, nos volvemos más humanos, más solidarios y hasta más felices Dicen que los humanos somos la única especie capaz de imaginar futuros posibles. Durante siglos, esos futuros tenían que ver con la vida eterna y el paraíso, pero en los últimos tiempos, nos hemos dado mucho más a la tarea de imaginar el infierno.  El apocalipsis se ha convertido en el  tema más recurrente de la ficción contemporánea. Tanto que, lejos de agotarlo, nos regocijamos en la búsqueda de nuevas versiones.  Así, en los últimos años, a los temas clásicos de la invasión zombie (The Walking Dead) y de la destrucción alienígena (El problema de los tres cuerpos), hemos sumado nuevas y creativas formas de pasarlo fatal. Nos hemos imaginado cómo un meteorito destruía la Tierra mientras nadie parecía reaccionar (Don't Look Up) y cómo un hongo infectaba y arrasaba a la humanidad (The Last of Us). Tan mal estamos que hemos llegado al punto de imaginar mundos de horror sin sentir la necesidad de explicar la causa de tal desolación (The Road). Incluso en las películas infantiles, como Wall-E, nos hemos imaginado cómo el planeta termina deshabitado y cubierto de basura, tras ser abandonado por humanos obesos incapaces de cuidar de él. También nos hemos preguntado, muchas veces, qué ocurriría si hubiera un apagón generalizado. En España, ese miedo dio lugar al podcast El gran apagón, que después se adaptó a la televisión en una serie de TV.  ¿Cómo nos imaginábamos el apagón? Como el apocalipsis: “Una tormenta solar provoca un apagón energético que desata el caos en nuestra sociedad. Las terribles consecuencias son inimaginables en un mundo tan interconectado y dependiente de la tecnología como el nuestro”. Y, sin embargo, cuando llegó de verdad el apagón no fue apocalíptico. Sin minimizar los inconvenientes que sufrieron muchísimas personas –las horas para llegar a casa, el tiempo varados en mitad de ninguna parte, las pérdidas de muchas empresas–, ni olvidarnos de las cinco víctimas mortales, basta con atender a la tranquilidad que reinó por todas partes o mirar las escenas de celebración y alegría que se vivieron en las calles para darnos cuenta de que la realidad estuvo muy lejos de esa pesadilla que nos habíamos imaginado.. Hasta el tráfico, que cualquier día de diario es una jungla, parecía comportarse de una forma mucho más responsable. Además de las riadas de gente caminando por la calle, llamaba poderosamente la atención la ausencia de los habituales sonidos de claxon que son el paisaje sonoro de cualquier atasco. El caso es que, si observamos la realidad, esto suele ocurrir en todas las catástrofes. El mundo no se va al carajo, porque es precisamente en esos momentos de crisis cuando la gente saca lo mejor de sí misma. Así ocurrió con Filomena, con el COVID, con la DANA, con el Prestige y con los atentados del 11M. También el lunes, durante el apagón.  En la ficción, los tiempos difíciles nos convierten en seres egoístas, peligrosos y violentos, pero en la realidad sucede lo contrario. Cuando nos enfrentamos a la adversidad, nos volvemos mejores personas. Los psicólogos llaman a este fenómeno “catastrofizar”: es la tendencia que tenemos a exagerar la probabilidad de un resultado muy negativo en una situación, incluso cuando no hay evidencia que lo justifique. Es una práctica tan extendida, tanto en la sociedad como en la intimidad de las personas, que los expertos apuntan a que podría ser la responsable de una parte importante de la ansiedad y el estrés que vivimos. Rodeados de peligros e incapaces de reaccionar, esta forma de pensar nos hace vivir en un estado de profunda desesperanza. Aunque a veces se disfrace, el catastrofismo no es una forma de pensamiento realista. Es una distorsión cognitiva heredada de un antiguo mecanismo de supervivencia. El “cerebro reptiliano”, la parte más primitiva del cerebro, intenta calcular rápidamente las amenazas percibidas como si siguiéramos viviendo en la selva y nos lleva a imaginar los peores desenlaces posibles, incluso cuando no hay una base real para ello.  Y nos empuja a las conclusiones equivocadas, porque se centra obsesivamente en los peligros e ignora los recursos con los que contamos para hacerles frente. Esta forma de pensar considera solo los riesgos y olvida que las personas, en las situaciones difíciles, activamos fortalezas que en otras condiciones ni siquiera sabíamos que teníamos. Por esa razón le tenemos pavor a la muerte y a la enfermedad. Sin embargo, cuando vemos a alguien que está atravesando esas situaciones, no percibimos en ellos ese mismo temor que sentimos los que estamos sanos. Las personas que pasan por una dura enfermedad desarrollan unas capacidades para enfrentarse a ella que el resto no tenemos. Y lo mismo ocurre con la guerra, con la pobreza, con el duelo o con cualquier forma de adversidad. Desde fuera, proyectamos sobre esas experiencias nuestros peores temores, pero cuando las vivimos encontramos formas de adaptarnos e incluso crecer con ellas. Quizás esta es la lección que podemos extraer del apagón del lunes: no debemos angustiarnos imaginando que el mundo se viene abajo porque, cuando llega la adversidad, solemos estar a la altura. A veces, incluso, nos volvemos más humanos, más solidarios y hasta más felices, precisamente porque las circunstancias nos exigen y nos permiten dar lo mejor de nosotros mismos.  Y es que no es la dificultad lo que hace peor nuestras vidas, sino la desesperanza.
eldiario
hace alrededor de 6 horas
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