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Una lectura cauta sobre el proyecto de ley de secretos oficiales

Una lectura cauta sobre el proyecto de ley de secretos oficiales
Las controversias memoriales sobre el papel de instituciones como la Corona, el confuso juego de cartas durante el 23-F o los presuntos escándalos de corrupción, ¿tendrán posibilidad de contraste con las fuentes primarias?El Gobierno establece un máximo de 60 años para la información clasificada en la nueva ley de secretos oficiales Estado y secreto son términos consustanciales. El poder de Leviatán reposa tanto sobre lo que demuestra, su potencial de coerción, como sobre la administración prudente de lo que esconde. No en vano, los primigenios cargos gestores de la potestad de los monarcas autoritarios y absolutos recibieron la denominación de secretarios reales y secretarios de Estado y del despacho. En su séptima acepción, hoy en desuso, el DRAE define secretario como la “persona depositaria de algún secreto de otra”. Los estados contemporáneos siempre han procurado vedar el acceso indiscreto a la naturaleza de sus actividades. Esta tendencia alcanza el paroxismo en las autocracias y las dictaduras. Hay culturas que trascienden a los sistemas políticos. Contaba el canciller austriaco Metternich que, llegado a la Viena donde se iba a celebrar el congreso que diseñaría la morfología de la Europa de la Restauración, el enviado del zar Alejandro I cayó fulminado por una apoplejía nada más poner un pie fuera del carruaje, y que a él solo se le ocurrió pensar: “¿Qué habrá querido decirnos con esto?”. Un siglo después, el premier Winston Churchill definió a la Unión Soviética de Stalin como “un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma”. El primo y secretario personal de Franco, el general Franco Salgado-Araujo dejó constancia escrita de que el caudillo no solo pretendía que sus súbditos lo desconocieran todo acerca de la corrupción estructural que engrasaba el funcionamiento de su régimen, sino que él mismo no gustaba de escuchar revelaciones y era capaz de chivar al denunciado el nombre del denunciante para que el secreto se mantuviese por efecto del mecanismo más eficaz: el miedo. Las democracias avanzadas hicieron gala tras la segunda guerra mundial de impulsar la trasparencia en su gobernanza. España se ha sumado tarde a esta dinámica, mucho más de lo explicable por los motivos históricos de todos conocidos. La modificación de la Ley de Secretos Oficiales de la dictadura, promulgada en 1968, se ha hecho esperar demasiado tiempo, casi medio siglo desde la constitución del primer gobierno surgido de unas elecciones democráticas. El proyecto de ley aprobado recientemente por el consejo de ministros presume de adecuar los niveles de clasificación de la documentación y los plazos para su acceso a los estándares de los países más avanzados. Fija cuatro categorías de protección –alto secreto, secreto, confidencial y restringido– a las que corresponden sendos periodos de vigencia –cuarenta y cinco años más quince, en el primer caso; treinta y cinco más diez, en el segundo; de siete a nueve en el tercero; y de cuatro a cinco en el último–. Según la disposición transitoria única, toda la documentación clasificada con anterioridad a la entrada en vigor de la nueva ley será desclasificada a petición de parte o de oficio por el gobierno o autoridades competentes según el rango de clasificación. Hay que reconocer que esto último deja un margen de discrecionalidad que, habida cuenta de la polarización de sensibilidades respecto al valor cívico de la memoria democrática, provoca inquietud. En los países de nuestro entorno europeo, los plazos de clasificación de las materias reservadas oscilan entre los treinta años de Italia, Alemania y Reino Unido y los cincuenta de Francia. En el caso de nuestro vecino, para compensar, las políticas activas de divulgación cumplen un papel de socialización de conocimiento del pasado reciente del que participan organismos como el Institut d´Histoire du Tems Présent (IHTP), los archivos nacionales y departamentales y el ministerio de Educación, con colaboraciones cruzadas entre académicos, archiveros y docentes de enseñanzas medias. Sirva a título de ejemplo la que permitió realizar un estudio holístico de ámbito nacional sobre la generación que vivió desde abajo el despliegue de la guerra fría entre 1947 y 1967. La Freedom of Information Act (FOIA) norteamericana vigente desde el 5 de julio de 1967 garantiza a la ciudadanía el derecho a acceder a la información generada por el gobierno federal, con las salvedades debidas a la defensa nacional y a la confidencialidad de los datos privados. Invocando el principio del gobierno abierto, Barack Obama emitió nada más comenzar su mandato en 2009 un memorando a los jefes de todos los departamentos y agencias indicando que la FOIA debía administrarse “con una clara presunción: ante la duda, prevalece la transparencia”. El presidente instruyó a las agencias que no debía retenerse información simplemente porque “los funcionarios públicos pudieran sentirse incómodos por la divulgación, porque se pudieran revelar errores y fallos, o por temores especulativos o abstractos”. Cualquier ciudadano puede elevar una petición de consulta a la administración y esta dispone de un mes para contestar. Con carácter general, la desclasificación de la información etiquetada como confidencial, secreta y de alto secreto se produce automáticamente a los veinticinco años, con la excepción de aquella particularmente sensible para la seguridad nacional, cuyo plazo alcanzaría los cincuenta. Un rasgo característico del espíritu con que cada administración contempla las responsabilidades de las anteriores es que la continuidad en el tiempo no implica necesariamente asumir lo hecho por otros, en invocación de un falsamente entendido sentido de estado. Así, cualquiera con una conexión a internet puede entrar en la web de la CIA y echar la tarde leyendo los informes sobre las barbaridades perpetradas por el gobierno de George W. Bush en ese círculo del infierno arrojado al olvido mediático que fue la prisión de Guantánamo. A la luz de lo anterior, el proyecto español ha de contemplarse con cautela a la espera de las enmiendas que puedan añadirse en el trámite parlamentario. La redacción –y la experiencia previa– suscitan interrogantes entre la comunidad investigadora. Cuarenta y cinco años en retrospectiva contienen acontecimientos como el golpe de estado de 1981 y algunas de sus réplicas, la campaña de la OTAN, el terrorismo de estado, los entresijos de la involucración en la guerra de Irak, el 11-M y los estertores de ETA ¿Serán accesibles los archivos o se invocará alguna de las excepciones (seguridad del estado, defensa nacional, intereses de las relaciones exteriores…) para añadir la propina de los quince de prórroga? Y, dada la tentación a que el eje cronológico pueda tanto avanzar como retroceder, ¿qué garantías hay de que no se invocarán prevenciones semejantes para mantener en la sombra cosas como, por ejemplo y a bote pronto, el entramado de los acuerdo bilaterales hispano-norteamericanos de los años 50, la guerra de Sidi Ifni y la descolonización de Guinea Ecuatorial y la salida del Sáhara Occidental, la complicidad del régimen franquista con la OAS del general Salan en 1961 o con el terrorismo de extrema derecha durante el “verano caliente” portugués de 1975 y las conexiones entre aparatos del estado y tramas de la internacional negra o la red Gladio en los años 70? Las controversias memoriales sobre el papel de instituciones como la Corona, cuya erosión ha recorrido al compás de la sucesión de las generaciones el camino que va de la hagiografía a las críticas por el ejercicio interino de la jefatura del estado bajo la dictadura en 1974, el confuso juego de cartas durante el 23-F o los presuntos escándalos de corrupción, ¿tendrán posibilidad de contraste con las fuentes primarias? 'La vida de los otros', el film alemán de 1996 que termina con el autor teatral perseguido por la Stasi consultando su propio expediente y aventurando la identidad del agente que lo vigiló sugiere la cuestión de cómo y hasta qué nivel se facultará el acceso a los fondos de los ministerios de Interior, Defensa, Justicia e instituciones penitenciarias, Exteriores y los servicios de información militar. Las declaraciones de los altos responsables abundan en que no habrá restricciones para documentar graves violaciones de los derechos humanos ¿Acaso hay alguno de ellos que escapara a la conculcación por parte del franquismo? ¿No es la dictadura, por definición, la infracción deliberada, continua en el tiempo y universal en su alcance de todos y cada uno de los pactos del consenso social civilizado? La voluntad de que no haya zonas grises hará emerger una masa documental aún hoy no cuantificada ¿Podrá el estado afrontar su tratamiento, descripción, conservación y comunicación a la ciudadanía sin un refuerzo en la dotación de medios y de personal especializado? En último término, ¿se comprobará al fin lo que hay de cierto en el testimonio del imputado Rodolfo Martín Villa y de otros actores coetáneos acerca de la destrucción deliberada de los archivos del Movimiento Nacional entre 1976 y 1977? Decía un viejo adagio corporativo que en la administración nada se crea ni se destruye: se fotocopia. La casuística comparada indica que siempre hay margen para albergar la esperanza de nuevos e inesperados hallazgos ¿Podrán evaluarse los agujeros negros y los depósitos relictos y procurar la accesibilidad para facilitar el estudio del entramado de poder que sojuzgó a la sociedad española por cuatro décadas? Lo que diferencia a las democracias de los regímenes autoritarios es que no temen mirar a la cara a los pasados traumáticos y asumen la herencia histórica a título de inventario. Sin argumentos alambicados, con rigor y transparencia. Sin miedo.
eldiario
hace alrededor de 19 horas
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