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Literatura europea

En enero de 1827, Goethe explicó a Eckermann que la expresión «literatura nacional» ya significaba poco y que convenía pensar en una «literatura mundial». Había leído alguna traducción del chino y estaba obsesionado con la idea de que, si un pueblo vive, ama y siente como otro, todos los poetas debían escribir de modo parecido. Posiblemente Goethe recordaba un escrito de Novalis, 'La cristiandad o Europa', cuya publicación póstuma él mismo había desaconsejado y sólo se imprimió en 1826. Tal vez, como los hermanos Schlegel, lo viera en exceso pro católico, mas no podía serle indiferente la visión unitaria de la cultura europea que Novalis defendía. Goethe dispara por elevación y amplía la idea de Europa al mundo, pero no nos llamemos a engaño porque lo que defiende, con la autoridad que estimaba poseer, es la primacía de la literatura alemana que iluminaría como un faro la literatura del mundo. Carece de interés, le dice a Eckermann, aprender otras lenguas, porque las buenas traducciones alemanas de las obras importantes permiten no perder un tiempo en el absurdo estudio de esos idiomas. Hace unos años volvió a ponerse sobre el tapete en los Estados Unidos la preocupación por la literatura mundial, que Claudio Guillén justificó durante un coloquio sevillano por las donaciones que empresarios orientales hacían a ciertas universidades, obligándolas a ocuparse de las literaturas como la china y la japonesa que, en cualquier caso, no deberíamos ignorar en los estudios culturales. La luz de guía dejaba de ser la lengua alemana, para serlo el inglés, con olvido y desprecio de los otros idiomas. No sé lo que Goethe pudo comprender de sus lecturas chinas (las que fueran), porque se plegarían a la estética cuyos criterios fijó Liu Xie en su poética 'El espíritu de la literatura como dragón cincelado', a la que responde la literatura clásica china y poco tiene que ver con la occidental. Los sistemas literarios no son iguales y los valores cambian. La similitud es más apariencia que exactitud. La historia cultural está repleta de incomprensiones y resentimientos. Del erróneo gobierno español en las Filipinas dan cuenta las novelas de José Rizal, tanto 'Noli me tangere' como 'Filibusterismo'. Luis Valera, hijo del novelista, fue diplomático en Pekín al terminar los famosos 55 días; escribió un libro cuyo título no elucubró mucho, 'Sombras chinescas', donde evidencia su absoluta incomprensión de aquel país. Feng Chen, en 'El descubrimiento de Occidente', explica que los primeros embajadores chinos en Londres, en el siglo XIX, enviaban informes que demostraban no entender nada de la cultura británica. Una tesis universitaria japonesa revela que el portugués Wenceslau de Morais, tras cuarenta años en Japón y escribir allí libros deliciosos, no había comprendido aquella cultura. ¿Y nosotros, cómo clasificaríamos, según nuestras retóricas, la obra clásica china 'Sueño en el pabellón rojo'? En los ejemplos tampoco se pone el sol, porque la incomprensión del otro es lo habitual. Llegan ahora novelas chinas, japonesas, coreanas… Las leemos sin problemas porque responden, salvo pequeños detalles, a una estética de origen occidental. Ya en 1924, el japonés Junichiró Tanizaki, en 'Naomí', estaba fascinado por la belleza europea, atracción que a Yukio Mishima le parecería trágica. Hoy Murakami es un autor construido para el público anglosajón. En China, tras el 'aggiornamento' de Mao-Tse-Tung y la simplificación de la escritura, los escritores fueron acercándose a modelos europeos, primero al realismo socialista, más tarde declarando su fascinación por ciertas obras, como Mo Yan, confeso seguidor de Gabriel García Márquez, cuya influencia en Asia y en África es notable. La incomprensión puede resultar creativa porque es el lector quien extrae sentido al texto, más allá del significado y de la significación que adquiriera en su contexto natural. Las vanguardias surgen por ruptura del modo de escribir debido a prácticas extrañas para la literatura del momento. Ello no quiere decir que el germen de la modernidad radique en los márgenes de la cultura, sino que los escritores buscan integrar en su trabajo prácticas hasta entonces ajenas. Estudiemos los motivos por los que el concepto de Occidente ha llegado a convertirse en mito. Calibremos cuánto se han contaminado aquellas civilizaciones invadidas por los europeos a lo largo de la historia; también Europa ha recibido influencias de los otros pueblos. Discutamos la justicia, oportunidad y malogros de las culturas más o menos impuestas por los guerreros, emigrantes y funcionarios llegados de Europa, como en América. En paralelo, cuéntense los beneficios, la modernización y el enriquecimiento de los saberes que las conquistas e invasiones supusieron siempre. El poder y la cultura originados en las orillas sur y norte del Mediterráneo dominaron la antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, se trasladaron luego a las costas atlánticas y, actualmente, van instalándose en las del Pacífico. No sé si el futuro deparará un dominio de los países bañados por el Índico. En cada período histórico se fijan valores y usos culturales que, dejando prácticas lateralizadas, conforman un modo de pensar, de entender y de representar el mundo. Pero eso tampoco significa la anulación completa de lo anterior, que permanece como sustrato, a veces muy vivo. Pensemos si hoy podríamos considerar la cultura a partir de un centrismo estadounidense o de un chinocentrismo. ¿Desde Vancouver a Santorini, pasando por Murcia, o desde Valdivia a Budapest, pasando por Québec, la cultura occidental estaría dispuesta a silenciarse? De Europa surgió, para bien o para mal, toda la literatura latinoamericana, estadounidense y canadiense, ésta en sus dos lenguas. Sobre ese modelo se escribe también en lenguas aborígenes de menor circulación y, si puede atribuirse a la presión colonial que parte de las literaturas africana o hindú siguen la misma norma, en China, Japón, Corea y otros países la elección y la evolución son voluntarias. Cabría analizar hasta qué punto la obsesión de algunos intelectuales hispanoamericanos por despreciar un teórico eurocentrismo cultural no ha sido ceder a una acción política del Norte, que ya resolvió ese problema con Emerson en el siglo XIX. George Steiner pronunció en 2004 una conferencia, 'La idea de Europa' , donde buscaba caracterizarla culturalmente. El espíritu dialogante e igualitario; la comprensión del territorio a nivel humano; el sentir la pertenencia a una historia; nuestra descendencia ideológica de dos ciudades, Atenas y Jerusalén; y la comprensión de que hay, no ya pasado, presente y futuro, sino un final que es finalidad: cinco características que hacen Europa y que el arte ha simbolizado para el mundo. De ellas nacieron la libertad, la igualdad y la solidaridad. Por eso, con la pluma, el ordenador y la lectura, nunca ha sido tan importante como hoy defender Europa y su literatura.
abc.es
hace alrededor de 19 horas
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