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¿Qué estamos aprendiendo de la “batalla de los aranceles”?

¿Qué estamos aprendiendo de la “batalla de los aranceles”?
De pronto nos hemos descubierto (incluso en la izquierda) reivindicando con nostalgia el mundo contra el que hasta ayer protestábamos; deseando, igual que en la pandemia, la “vuelta a la normalidad”, con su libre comercio y su crecimiento ilimitadoPor qué es poco probable que China sea la primera en ceder en la guerra comercial con EEUU Hace dos semanas, el presentador ultraderechista Tucker Carlson entrevistaba a Steve Witcoff, enviado especial de Trump para Oriente Medio y Ucrania, en su The Tucker Carlson Show, emisión alojada y difundida en la red X. Witcoff, sin experiencia diplomática, es un empresario del sector inmobiliario que, religiosamente identificado son su boss, revela con desparpajo en sus declaraciones, ante millones de espectadores, el contenido de sus negociaciones y comunica sin inhibición sus chascarrillos sobre los dirigentes mundiales a cuya mesa se ha sentado. La entrevista no tiene desperdicio. La ignorancia, la chismorrería y la arrogancia conviven con una obscena fidelidad a Trump y un nihilismo estremecedor. Citemos dos perlas de un collar infinito. Alabando el pacifismo y flexibilidad negociadora del presidente, dice Witcoff: “El presidente es un presidente que no quiere entrar en guerra, y recurrirá a la acción militar para evitarla”. Luego, más adelante, parece demostrar de pronto una repentina sensibilidad hacia los riesgos para la humanidad de las armas nucleares, pero esta ilusión se voltea enseguida en una especie de retruécano siniestro: “Lo hemos discutido en la administración”, dice. “Al final, lo que hay que evitar es el riesgo de una acción nuclear, aunque sea táctica, aunque no sea una gran explosión de bomba, no importa. Una sola bomba nuclear táctica sería suficiente para hacer caer los mercados bursátiles de todo el mundo”. De la batalla de los aranceles hemos aprendido ya la continuidad moral entre los que ejecutan genocidios o invaden países y los que quieren convertir el planeta entero, y al 99% de su población, en un buen negocio. ¿Qué estamos aprendiendo de la batalla de los aranceles? Los mercados bursátiles de todo el mundo se desplomaron la semana pasada tras el anuncio de la administración estadounidense de su nueva política arancelaria, parcialmente corregida este miércoles. En la lógica de Witcoff, no parece ni metáfora ni hipérbole hablar de “guerra comercial”; la “bomba nuclear táctica” la ha lanzado Trump, el gran negociador al que todos los dirigentes del planeta acuden a “besar el culo”. Estos días los españoles hemos hecho un curso acelerado de economía en el que hemos aprendido la relación que existe entre los aranceles, el dólar, los tipos de interés y los bonos del tesoro, pero hemos tomado conciencia, sobre todo, del alcance de la globalización y de su fragilidad de vidrio. Un tuit puede cambiar y hasta descabalar el cosmos. El lunes 10, en pleno abismo bursatil, los mercados se recuperaron durante quince minutos tras la difusión de unas declaraciones fake de Kevin Hassett, director del Consejo Económico de la Casa Blanca. Los inversores no son gente que razone o sienta: están atrapados en un sistema de creencias y pulsiones acelerado por algoritmos desbocados. Las políticas erráticas, saltarinas, de Trump, oculten o no un plan, vuelven loco al capitalismo financiero mundial; nos demuestran, además, que coexisten ahí varias clases de capitalismo junto a algo aún peor que el capitalismo. Trump expone a la luz del día, en efecto, el estadio superior del sistema global: la mafia, que el capitalismo ha transportado siempre en su seno y que se hace cargo ahora, sin mediaciones políticas, del gobierno más decisivo del mundo. El despacho oval, digamos, es mitad corte monárquica mitad garito mafioso; y Trump al mismo tiempo rey omnipotente y padrino violento y dadivoso. Stephen Miran, el inspirador de la doctrina económica de Trump, lo dejó meridianamente claro en un reciente discurso en el Hudson Institute: si el resto del mundo quiere que EEUU se siga ocupando de su seguridad militar y financiera, tendrá que pagar por ella, como paga el tendero del barrio al navajero para que lo proteja de sí mismo. Las sospechas ahora de que las veleidades arancelarias de los últimos días podrían tener como objetivo, al menos lateral, la manipulación de las cotizaciones para el enriquecimiento fulminante de algunos inversores, constituyen otro indicio menor de un orden nuevo que borra todas las fronteras entre la fuerza, la política y los negocios. Trump se ha limitado, es cierto, a hacer abiertamente lo que sus predecesores hacían de manera más sigilosa: ha violado un tabú y exhibido de manera obscena los dos poderes que otorgan todavía a un imperio en decadencia una incontestable hegemonía: la superioridad militar encarnada en 800 bases dispersas por todo el planeta y la centralidad comercial del dólar. Alguien dirá (lo he oído decir cerca de mí) que Trump es preferible precisamente por eso: porque ha acabado con una hipocresía de décadas: porque es directo, brutal, desnudo: porque se ha “quitado la careta”. No estoy seguro de que, en un sistema de creencias y pulsiones sin alternativa colectiva, la “verdad” del poder reporte ningún beneficio. Al contrario: la verdad de ese poder es el ejercicio de su poder de destrucción, hasta ahora retenido en niveles más o menos tolerables por la hipocresía de las instituciones internacionales, incluidas las comerciales. Gaza es la verdad; el Derecho Internacional es la mentira. ¿Queremos la verdad? ¿O queremos más bien obligar a nuestros gobernantes a seguir haciendo mentiras? Lo que la batalla de los aranceles nos enseña precisamente es que el mundo no podría soportar su exposición a la verdad desnuda del poder capitalista en su variante neoimperial y neofascista.  Por eso mismo nos enseña también, es cierto, a desear poco o a desear menos. Quiero decir que de pronto nos hemos descubierto (incluso en la izquierda, al menos en la sensata) reivindicando con nostalgia el mundo contra el que hasta ayer protestábamos; deseando, igual que en la pandemia, la “vuelta a la normalidad”, con su libre comercio y su crecimiento ilimitado. A veces lo hacemos olvidando que esa normalidad, como recuerda Marco Schwartz en un excelente artículo, es la del neoliberalismo globalizador, destructivo y desigual; pero también porque asumimos con concienzudo realismo que esa “normalidad”, en parte responsable de las derivas ultraderechistas y trumpistas, es en todo caso un poco más benigna, más potencialmente democrática y más susceptible de transformación que la verdad desnuda de los negocios imperiales. En estos momentos, me parece, deberíamos excluir “la verdad” como objeto políticamente deseable; el que la desea está retirando obstáculos del camino del neofascismo de pronto radicado en Washington. Según una reciente encuesta, por cierto, este “deseo de verdad” reúne en España a los votantes de Vox y de Podemos contra el gobierno de Sánchez, cuyas medidas frente al trumpismo desaprueban ambos partidos por igual.  Ahora bien, si la batalla de los aranceles nos ha enseñado a desear menos, nos ha enseñado asimismo a imaginar más. No deja de ser sorprendente la unanimidad europeísta que la “verdad” trumpista ha activado no solo en España, donde la UE nunca ha estado en cuestión, sino en el resto del continente. Decenas de análisis, en la derecha y en la izquierda, convergen en la necesidad de que, así como los EEUU se emanciparon del yugo imperial europeo en 1776, hoy Europa se independice del imperio estadounidense. Lo interesante es que todos, de derechas o de izquierdas, nos hemos puesto a invocar valores comunes que –decimos– habría que conservar a todo trance cuando la mayor parte de ellos, en realidad, existen de manera muy débil o fueron y siguen siendo violados todos los días: el liberalismo, el socialismo, la tolerancia, la democracia, la igualdad, la libertad, la paz, la república, etc. Un ejemplo particularmente señero y estimulante es la larga apología europea de Dominique de Villepin, exministro de Jacques Chirac, con la que es muy difícil no estar de acuerdo: “el poder de decir no”. Nos hemos puesto todos a “recordar”, en efecto, una Europa que no existió o que solo existió en las costuras y en los márgenes y que, desde luego, todavía no existe, como demuestran, por ejemplo, nuestras políticas migratorias o de vivienda. Pero es importante y políticamente bueno que en este contexto, en una encrucijada difícil, frente a Washington y sus quintacolumnistas trumpistas, recordemos precisamente esa Europa y llamemos a protegerla o, lo que es lo mismo, a construirla. No existieron nunca los atenienses o los romanos que “recordaban” los revolucionarios de 1789, pero les sirvieron para imaginar el derrocamiento del absolutismo. Es imprescindible, para España y para Europa, conservar y luego renovar el gobierno de coalición. No es tarea fácil: hay que defenderlo al mismo tiempo de Vox, del PP y de nosotros mismos" Está bien, sí, que Europa se imagine a sí misma mejor de lo que ha sido, mejor de lo que es, porque esa imaginación común podría servir para revisar el proyecto europeo, federalizarlo y democratizarlo de veras, y ello frente –al mismo tiempo– el “deseo de normalidad” del neoliberalismo y el “deseo de verdad” del neofascismo. Esta imaginación común contra las cuerdas entraña la oportunidad y, aún más, el imperativo de desneoliberalizar y redemocratizar el continente. ¿Se avanzará en esa dirección? No sé si hay mimbres ni voluntad para ello, pero que todos nombremos al mismo tiempo lo que no existe no es un engaño: es, si se quiere, un proyecto. ¿Qué estamos aprendiendo de la batalla de los aranceles? Que tenga o no Trump un plan, la Historia no obedece ninguno y no puede reducirse a leyes o sistemas autorregulados e imperecederos. Margaret Thatcher no tenía razón: sí hay alternativa. Pero cuidado. La alternativa a un sistema malo no tiene por qué ser mejor. Esto sirve a pequeña y gran escala. En España, la traducción local de este principio de básico realismo, digamos, se formula de manera simple y clara: es imprescindible, para España y para Europa, conservar y luego renovar el gobierno de coalición. No es tarea fácil: hay que defenderlo al mismo tiempo de Vox, del PP y de nosotros mismos.

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