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Teresa: rostro, cuerpo, palabra

Ni genios, ni artistas, ni reyes, ni guerreros... No se recuerda a nadie en nuestra cultura que haya provocado una fascinación tan profunda y extensa en el tiempo como Teresa de Jesús . Dicen que en el mismo instante en que falleció llegó el olor a flores... Dicen que todos se apresuraron con enorme premura y obsesión a conservar su cuerpo. La trocearon. Todos querían un pedazo. De ella se guardan el torso, los brazos, el derecho y el izquierdo, su minúsculo pie, sus dedos, separados falange a falange y dispersos por vastas geografías... Se guarda incluso su corazón, ese que ella misma cuenta cómo fue atravesado por un lanza que tenía fuego en la punta y que sostenía un ángel, que no era grande sino pequeño, «hermoso mucho...». De Teresa, mucho más que de otros santos, se han puesto muchos esfuerzos en preservar sus restos, erigida como arma, como símbolo, como fuerza, como argumento, como sinécdoque o esquirla de espíritu, como huella sin más, de que fue real, de que existió. De ella se ha diseccionado todo lo que estaba a nuestro alcance para hallar algún vestigio de cualquier enfermedad que explicara lo extraordinario. Se ha estudiado cada gesto anómalo de su cuerpo menudo y frágil: sus huesos quebradizos, los desórdenes de corazón, el cáncer de útero que parece que finalmente se la llevó por delante... Las enfermedades de la mente, y del alma también: «Era una histérica», dicen unos; «tenía epilepsia», dicen otros. «Las sustancias que tomaba, que se encontraron en su celda, eran las que le permitían llegar a sus estados alterados», dice la mayoría. Eso, aseguran, explicaría todo. Pero de ella, de cuyas visiones tantos dudaban, a la que casi destruyen en la hoguera..., en la hora de su muerte todos querían un trozo, como si guardar ese pedazo físico (más allá de las creencias religiosas en las reliquias, por otro lado un acto simbólico de índole casi fantástico, e incomprensible desde cualquier concepción higiénica), te garantizara atesorar su poder, su inteligencia e imaginación. Si conseguías un fragmento quizá llegaras a retener algo de ese hálito de hermosura que excedía todas las hermosuras, algo de ese «requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios» que ella suplica «a su bondad, lo de a probar a quien pensare que miento». La historia está plagada de seres inteligentes, poéticos, vidas contradictorias, pioneras, visionarias, valientes..., de gente significativa en los momentos bisagra, que arrojan luz en las cegueras individuales y colectivas, aquellos capaces de subir demasiado alto o bajar demasiado bajo, pero de esos pocos permanecen. Quizá a los santos, al margen de cuestiones religiosas, protegidos por la creencia cosmogónica, se les confiere más poder simbólico aún. Y por eso su cuerpo es tan cotizado. Su cuerpo carga con restos de esa bondad extraordinaria que los hizo únicos, elegidos, mejores. Trascendentes. Por eso de ellos queremos guardarlo todo: cuerpo, carne, huesos, ojos, piel..., y albergamos aún un deseo último y mayor: descubrir el misterio de su rostro. ¿Cómo sería la sonrisa, la mirada, el ímpetu de aquella, de aquel? De ahí este intento aunado de teólogos, religiosos, científicos, artistas y artesanos por recrear el rostro de Teresa. Hace unos días todos los periódicos recogían la noticia: tras profundos análisis científicos se presentaban estos rasgos mediante un busto de terracota. Es hermosa. Es serena. Es inteligente. Y tras sus rasgos reverbera una tensión. La búsqueda y la preservación de una imagen imborrable del rostro amado es realmente un acto fuerte y desesperado de amor. Lo curioso, e importante, es que los investigadores asumen que una de las bases centrales para la reconstrucción de este rostro fue la descripción que hizo María de San José: «Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa y hasta su última edad mostraba serlo; era su rostro no nada común sino extraordinario, y de suerte que no se puede decir redondo ni aguileño, los tercios de él iguales, la frente ancha e igual, y muy hermosa». Y prosigue: «Las cejas de color rubio oscuro con poca semejanza de negro, anchas y algo arqueadas; los ojos negros, vivos y redondos, no muy grandes, mas muy bien puestos; la nariz redonda y en derecho de los lagrimales». Las técnicas más precisas de la ciencia actual han conseguido materializar esa cara a partir de palabras. Las palabras de una monja que la conoció. Porque Teresa es, fue y será siempre, sobre todo y ante todo, palabra. Toda la mística de Teresa, toda la potencia de sus estados suspendidos, todo su fuego, sus ansias, toda esa corporeidad del acto de amor que le atraviesa el cuerpo y las entrañas y que «me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios», es y será siempre primero y finalmente palabra. Todo ese placer, todo ese dolor, «esa suavidad excesiva», nos llega en vendaval erótico a través de su pluma en tensión que nos ha mantenido en un éxtasis perenne al que podemos volver en cada lectura. Esa es nuestra fortuna. Ahí está su misterio. Teresa es abismal porque lo es su palabra. La noche en que murió, mientras se decidía que la guardarían por partes, y así honrarían su futura santidad, alguien pensó que Jerónimo de Gracián debía conocer la noticia de su muerte. El carmelita andaluz fue no sé si el gran amor de Teresa, pero sí quizás el último. Ella tenía alrededor de sesenta y él casi treinta cuando se mandaban una epístola diaria. Con él entabló una amistad tan intensa que es imposible distinguirla de cualquier forma de amor. Son famosas sus discusiones, sus expresiones de añoranza mutua, su forma leal e indestructible, durante muchos años, de cuidarse, protegerse y atenderse en la distancia (se cree que se vieron en persona tan sólo una vez). Teresa, en una de sus últimas visiones, fabuló una suerte de boda fantástica con él, y seguramente aquellas palabras estableciesen un compromiso más fuerte que cualquier matrimonio real: «Parecióme que estaba junto a mí nuestro Señor Jesucristo de la forma que su Majestad se me suele representar, y hacia el lado derecho estaba el mismo maestro Gracián y yo al izquierdo. Tomónos el Señor las manos derechas y juntólas y díjome que éste quería tomase en su lugar mientras viviese, y que entrambos nos conformásemos en todo, porque convenía así». De él se sabe que durante mucho tiempo dejó junto a su cama, cada noche, una silla vacía para poder seguir conversando con ella. Tardaría aún unos días en enterarse de su muerte. Dicen que entonces, sin demora, bajó al establo, cogió un caballo y no paró de cabalgar desde Sevilla hasta Alba de Tormes, donde todavía muchos aún departían y repartían los pedazos de su cuerpo. Dicen que no quiso verla. Ni el rostro, ni el cuerpo... Nada. Dicen que corrió a por sus papeles. Todos. Los recopiló, los guardó, los ordenó y los copió cuidadosamente, sin alterar una coma (dijo él). Lo hizo dos veces. Uno se lo dio a fray Luis de León y le pidió que hiciera lo mismo. Después puso a buen custodio los cuatro manuscritos. A día de hoy, si se quiere leer a Teresa , como ocurre con cualquier autor lejano en el tiempo, hay que ser cuidadoso con la fuente. Es conveniente ir a estas copias. Son las más fiables. Son las que se hicieron por verdadera fe presente y futura en ella. La obsesión visionaria de Jerónimo de Gracián no fue conservar restos físicos, sino que nadie alterara su voz. El mayor acto de amor no fue al cuerpo. No fue al rostro. Fue a su palabra. Eso era guardar a Teresa. Eso era revelarla.

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