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'Al pie del muro', el relato que anticipó a Sylvia Plath y rompió con el tabú de la salud mental en los jóvenes

'Al pie del muro', el relato que anticipó a Sylvia Plath y rompió con el tabú de la salud mental en los jóvenes
Publicada dos años antes que 'La campana de cristal', la pionera novela de Jennifer Dawson permanecía inédita en castellano'El nadador en el mar secreto', 50 años siendo considerada la novela más triste jamás escrita Cada vez son más frecuentes los problemas de salud mental entre los jóvenes. Factores tan recientes como las nuevas tecnologías o la ecoansiedad parecen determinantes, pero cada generación ha hecho frente a sus propios conflictos, aunque no se les diera tanta visibilidad como hoy. De ahí la importancia de recuperar y poner en valor las obras que se atrevieron a abordar el asunto cuando era un tabú, como Al pie del muro (1961), la ópera prima de la escritora británica Jennifer Dawson (Londres, 1929 - Charlbury, 2000). Galardonada con el James Tait Black Memorial Prize, ha sido editada este año por la editorial Alba con traducción de Amado Diéguez. Se dice que fue una de las últimas novelas que leyó Sylvia Plath; de hecho, en cierto modo se anticipa a La campana de cristal (1963), publicada dos años después. Dawson, hija de un agente de viajes y una periodista, estudió en Oxford, donde coincidió con Iris Murdoch, y fue durante su época de estudiante cuando sufrió una crisis nerviosa. Estuvo unos meses ingresada en un centro psiquiátrico, experiencia en la que se inspiró para escribir Al pie del muro. La protagonista, Josephine, tiene 23 años y se está tratando en un hospital de las afueras de Londres. La súbita pérdida de su madre, junto con las dificultades para encajar que siempre ha arrastrado, la obligaron a interrumpir sus estudios en Oxford; a interrumpir, en fin, la vida. La acción comienza cuando desde el centro alientan a la joven a buscar empleo, aunque permanezca ingresada. Le encuentran un trabajo en el caserón victoriano de un coronel retirado y su esposa, donde se ocupará de clasificar la biblioteca. Las salidas propician, además de conversaciones con la mujer, un encuentro casual con una antigua colega de la facultad, que la invita a una fiesta. Su (minúsculo) círculo social se completa con una monja que la atiende con aparente cariño; y Alasdair, un interno del pabellón masculino aquejado de “neurosis por ansiedad”, que él asocia a las “crisis emocionales” por causa afectiva: “Se me va la cabeza cada dos por tres, y las mujeres se llevan una decepción”. La naturaleza desenvuelta de Alasdair, su descaro, desconcierta y fascina a la narradora, que se lo suele cruzar en sus paseos, cerca de la barrera, o ha-ha, que delimita el recinto. Josephine, en cambio, contrasta por su carácter inocente: la bonhomía, la transparencia de sus pensamientos y actitudes (es incapaz de fingir por mucho que quiera integrarse), el apego a su madre (de quien dice que eran “muy amigas”). Su trayectoria con el sexo opuesto se limita a un beso torpe (“me hizo daño. Creo que porque tenía los dientes muy grandes, o muy salidos, no sé”). A su edad, la mayoría ansía salir del nido, pero a ella le cuesta romper el cordón umbilical, primero con la madre, luego con el hospital. El malestar surge cuando todos a su alrededor –desde su amiga a su jefa, pasando por el irreverente Alasdair– la conminan a “volver a la circulación”: “No puedes quedarte toda la vida en el exilio”, le dicen. Josephine no solo teme ese retorno, sino que, al contrario que otros enfermos, ni siquiera lo desea. Ella podría pasarse los días apoyada “al pie del muro” del recinto; nunca ha encajado, no porque sufriera el rechazo de los demás, sino porque hay algo en ella que no sabe descifrar las pautas no escritas del comportamiento en sociedad: “Yo quería encontrar la llave de la existencia. Pero no conocía las normas”. Al pie del muro es también una novela coming-of-age o de formación: la dificultad para abrirse al mundo, ese proceso de autodescubrimiento, en su caso se ve afectado por una crisis nerviosa que se va revelando con sutileza, siempre a través de la voz de Josephine, una voz clara, sin artificios. Quizá el mayor mérito de la autora es reflejar con sencillez los sentimientos y los desafíos cotidianos de una joven con un trastorno mental; nadie como los ingleses para meter el dedo en la llaga bajo un barniz de elegante ligereza. La narración no está exenta de humor, y regala perlas como “Te ríes como una cisterna en desuso”. La brutalidad de los tratamientos de la época –terapias electroconvulsivas para algunos pacientes incluidas–, junto con la incomprensión social, perpetúan el desarraigo. Está la paradoja del trabajo: se dedica a ordenar una biblioteca ajena mientras ella misma, en su interior, se siente desorientada, descompuesta. Otra persona estaría deseando irse de allí, pero Josephine vuelve cada día al centro, dócil, se deja cuidar hasta que la atención de la monja se vuelve intrusiva. Teme abrirse al mundo, hacerse adulta, en un tiempo en el que a su edad ya sentía la presión de encontrar marido y establecerse. Qué es el mundo real La invitación a la fiesta supone el primer punto de inflexión: “Hablaban de volver al mundo ‘real’ como si hubiera dos: el bueno y el que convenía evitar”. También pone al lector en un espejo incómodo: ¿es ese ambiente de cháchara, jolgorio y frivolidad algo así como la verdadera vida? “Quizá aquel mundo de fiestas y gente a la luz de las velas era una forma de saber si una se estaba abriendo paso en el mundo real”. Fracasa, pero se descubre mejor a sí misma: “No estoy a gusto en ningún sitio. No sé por qué normas se rige la vida […]. Y nunca lo sabré. Soy rara, incorrecta, ilegítima”. “Siempre miro donde no toca. Nunca pienso lo que debo. No soy para nada una persona como es debido. Soy de esas personas que no deberían haber nacido”. La herida familiar –solo habla de la madre, como si no tuviera más familia– da más pistas sobre el posible origen de su problema. No tiene a nadie en quien pueda aferrarse a ciegas, y los consejos bienintencionados para dejar atrás el pasado, ese pasado junto a la madre añorada, añaden sal a la herida: “Me estaba empujando al futuro cuando a mí me habría gustado quedarme allí esperando toda la eternidad”. Ese es un error que se sigue cometiendo: hacer creer al enfermo que tiene que espabilar, que la recuperación depende de él; “eres tú quien tiene que rehabilitarse”, insisten, y así aumentan la culpa, la desorientación, la soledad del enfermo. En este contexto, Alasdair y su franqueza despiadada le resultan diferentes, refrescantes, más reales que ese mundo “allá fuera”. Con él puede abrirse, por ejemplo, al aludir a ese (simbólico) detalle de que nunca ha sabido cómo vestir, algo que sería anecdótico si no fuera por la importancia en general que le dan las mujeres, con todas las horas que dedican a cuidar su imagen. Primera ola feminista La autora es hábil para ese tipo de matices: también deja entrever una crítica al prejuicio de que una chica joven seguramente está ingresada por alguna decepción amorosa, o al talento desperdiciado de esa generación de universitarias que después de graduarse toma la vía tradicional de convertirse en esposa-madre-ama de casa. Dawson, por su parte, se desempeñó como profesora, editora y trabajadora social en hospitales psiquiátricos, y se involucró en movimientos partidarios del desarme nuclear. La vida alimentó ese ojo sensible a los más desfavorecidos –mujeres, enfermos, pobres–, que son el dramatis personae de sus nueve libros. Con su ejemplo demostró, además, que sufrir un trastorno mental no incapacita para siempre, que se puede volver a empezar. En un (brillante) epílogo escrito en 1984, Dawson contextualiza el momento de salida de la novela: se acababa de aprobar la Ley de Salud Mental (1959), que “pretendía dar pie a una actitud más abierta y progresista ante las enfermedades mentales. Había que acabar con la estigmatización de la locura, y con los certificados de incapacitación judicial de los locos”. Esa batalla iba unida a la ola feminista, la revolución juvenil y la confianza de muchos intelectuales en el advenimiento de un futuro gobierno laborista. La autora repasa la gestación de la novela –más allá de su internamiento, fueron claves su labor como trabajadora social y su formación en filosofía– y analiza cómo las mujeres han sido siempre las más castigadas por este señalamiento. Aunque Al pie del muro pueda parecer una novela sobre algo muy concreto, en el fondo plantea conflictos que nos atañen a todos y siguen vigentes: ¿qué entendemos por raro, por normal? ¿Cuánto hay de real en nuestras costumbres, cuánto de pacto social, cuánto de hipocresía, de ignorancia, de miedo? En última instancia, el sentido del viaje interior de Josephine no es tanto la recuperación tal como suele entenderse (asumir las responsabilidades correspondientes a su edad y desenvolverse en sociedad) como el hecho de aceptarse a sí misma y, a partir de ahí, reconstruirse y redefinir su camino: “Lo que yo quiero es vivir, sentir. Nací para algo más que la simple salud mental. […] Estoy viva, ¿no? ¿No estoy viva aunque no conozca las normas?”.

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