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Tu colección de vinilos contamina (y tus 'playlists' más todavía)

Tu colección de vinilos contamina (y tus 'playlists' más todavía)
La producción masiva de discos y la infraestructura digital han convertido la música en una fuente significativa de contaminaciónLa gente que padece anhedonia musical y no disfruta escuchando canciones: “Es como una conversación en un idioma que no entiendo” Si piensas en la marca Nespresso, ¿cuál de las siguientes personas se te viene a la cabeza? ¿Un agricultor en Guatemala que cosecha el café que contienen las cápsulas? ¿Un minero en China que extrae bauxita, la roca de la que se obtiene el aluminio del que están hechas las cápsulas? ¿Una operaria que ensambla las cápsulas en una fábrica de Suiza? ¿George Clooney? Si tu respuesta es la última, lamento decirte que eres víctima de un fenómeno que Marx llamó “el fetichismo de la mercancía”. No te preocupes, es normal. En un sistema capitalista, las mercancías están dotadas de una especie de aureola mágica que desvía nuestra atención de las condiciones reales en que han sido producidas. Vivimos en un “mundo encantado e invertido”, como se dice en El capital. Y Clooney, personificando a Nespresso, contribuye a crear semejante mundo. Su glamur ayuda a ocultar la compleja trama de relaciones sociales y materiales que son necesarias para que podamos prepararnos un ristretto en menos de un minuto. Conviene, pues, pensar las cápsulas de café sin dejar que el encanto maduro y viril de George Clooney nos engatuse. Concebirlas como mercancía pura y dura. Fijarnos en su materialidad. Es más: propongo pensar las canciones que escuchamos del mismo modo. La inercia es justo la contraria. En nuestra cultura arrastramos la idea de que la música es el lenguaje artístico más alejado de la materia. Frente a la pintura, la escultura o la danza, la música sería un arte intangible que no tiene por misión imitar al mundo exterior. Varias personas buscan discos de vinilo Schopenhauer es quizá quien ha defendido esta tesis con mayor vehemencia. En El mundo como voluntad y representación, el filósofo afirma que la música es un arte “grande y magnífico” que “actúa poderosamente en lo más íntimo del hombre, al modo de un lenguaje universal”. Y esto es así porque, a su juicio, la música es “totalmente independiente del mundo fenoménico, lo ignora y en cierta medida podría subsistir aunque no existiera el mundo, lo cual no puede decirse de las demás artes”. Amigo Schopenhauer, voy a demostrarte que la música que escuchamos sí depende del “mundo fenoménico”. Y no como un modelo a imitar o como fuente de inspiración, sino como su condición de posibilidad. Desde que se convirtió en una mercancía producida industrialmente, la música grabada ha necesitado de combustibles fósiles, pélets de plástico y cables de fibra óptica. Eso es un mundo muy físico. Y también muy feo. Para semejante tarea me voy a basar en Decomposed: The Political Ecology of Music (MIT Press), un instructivo ensayo escrito por Kyle Devine que analiza el impacto ecológico de la industria discográfica. Ya tiene unos años (es de 2019), pero sigue siendo pertinente, incluso más que cuando se publicó. En sus instructivas páginas, el libro repasa la historia material de la música grabada dividiéndola en tres etapas. La primera, que va desde 1900 hasta 1950, se centra en la goma laca, utilizada en los discos que hacía sonar el gramófono. La segunda etapa, de 1950 al 2000, es la del plástico, que es la base de los vinilos, casetes y discos compactos. Y la tercera, que empezó alrededor del año 2000 y llega hasta hoy, es la era los datos, es decir, del MP3 y el streaming. Tres etapas de la historia material de la música La primera fase, tan lejana, puede parecernos poco interesante, pero resulta fascinante. Durante la primera mitad del siglo pasado, el formato más común fueron los discos de 78 rpm, los cuales, aunque se conocieron como discos “de pizarra”, en realidad estaban hechos de goma laca. Este ingrediente proviene de una resina que segregan las hembras de una cochinilla asiática llamada Kerria lacca. Así, Devine nos explica cómo, a causa de diversas vicisitudes científicas y geopolíticas, en la época del gramófono la música estuvo a merced de las secreciones de un insecto en la India. Y de las manos de los niños y mujeres que las recolectaban. La siguiente etapa se basa en un material que nos resulta más familiar que la goma laca, pero cuya elaboración seguramente nos parece tan o más misteriosa: el plástico. Esta etapa empieza con los discos de vinilo, de 33⅓ y 45 revoluciones, que desbancaron a los de 78. Su composición se basa en el cloruro de polivinilo (PVC), un polímero que presenta grandes riesgos para la salud y el medioambiente. Durante décadas, se han fabricado miles de millones de elepés y singles mediante procesos industriales que sistemáticamente han contaminado el aire y los ríos. Y una gran parte de esos discos han seguido contaminando más allá de su vida útil, pues han acabado en incineradoras y vertederos, liberando sustancias tóxicas en la atmósfera, el suelo y las aguas subterráneas. A la primacía de los discos de vinilo, que alcanzaron su cénit a finales de los setenta, le siguió la de los casetes en los ochenta y el de los cedés en los noventa. Cambiaron los soportes de la música, pero no las lógicas industriales. Las cintas de casete están hechas con tereftalato de polietileno (PET) y los discos compactos con policarbonato, por lo que su presencia en el mercado no hizo más que perpetuar la dependencia al plástico y ahondó en los problemas ecológicos que causaban los vinilos. Un casete con la grabación de las entrevistas de cuatro estudiantes daneses con John Lennon y Yoko Ono El trasfondo del problema no es otro que la adicción al petróleo. Tanto el PVC como el PET necesitan de un petroquímico como el etileno. Además, las fundas de los casetes y los compact discs se elaboran a partir de otros derivados del crudo como el propileno y el benceno. En definitiva, el desarrollo de la industria discográfica se ha producido de la mano del petrocapitalismo. Basta con rastrear los vínculos directos que ha mantenido -y mantiene- con corporaciones que a priori nada tienen que ver con la música, tales como British Petroleum, Dupont, Dow Chemical Company, SCGC, Teijin Limited o Bayer. Pasemos ya a la última fase, la digitalización de la música. El siglo XXI inauguró una nueva era que se recibió con entusiasmo: se acabaron los discos físicos, las chimeneas, los vertidos, los transportes, la gasolina. ¡El fin de la contaminación! Spoiler: nada de eso. Digitalización no implica desmaterialización. Al contrario. Cualquier actividad online posee una turbia base material, pero se nos enseña a ignorarla. Nuestra comprensión del universo digital se parece a cuando, en la infancia, nos formamos una idea falsa de lo que es un hipopótamo: las pelis de Disney, los anuncios de Dodot y el juego del Tragabolas consiguieron inocularnos una imagen cute de un animal que, en realidad, es el más mortífero del continente africano. Algo similar ocurre con internet, que se nos presenta como un intercambio de información limpio y fluido. De hecho, la palabra “stream” significa literalmente “fluir”. Y ahí tenemos “la nube”, una noción que nos aleja cognitivamente de todo el entramado físico, en absoluto esponjoso ni etéreo, que hace falta para su funcionamiento: granjas de servidores con sistemas de refrigeración, infraestructuras con cables submarinos, antenas, routers... Coste medioambiental del 'streaming' Obviamente, que la industria discográfica dejara de publicar sus lanzamientos en formato físico y se mudara a las plataformas digitales supuso una reducción drástica del consumo de plásticos. Pero este indicador se queda corto a la hora de evaluar el coste medioambiental de escuchar canciones en formato digital. Para tal fin, debemos imputar además la energía requerida para almacenar y transmitir los archivos con los que trabajan Spotify, Youtube o Apple Music. La mejor manera de comparar el streaming musical respecto a los soportes físicos es traducir sus impactos relativos a emisiones de gases de efecto invernadero o, lo que es lo mismo, utilizar el dióxido de carbono equivalente (CO2eq). Y este método arroja un resultado sorprendente (aunque yo, por eso del clickbait, ya lo haya anunciado en el título de este artículo): la huella de carbono de la música online es indiscutiblemente superior a la que tenía la música cuando dependía del plástico. La cosa empeora si tenemos en cuenta los dispositivos que necesitamos hoy día para que la música llegue a nuestros oídos, tales como teléfonos móviles, tabletas, ordenadores de sobremesa o portátiles, altavoces, auriculares y demás. Todos estos artilugios implican, de una forma u otra, la versión actualizada de los males del industrialismo: extractivismo neocolonial, fabricación con condiciones laborales y medioambientales deplorables, exportación de basura electrónica, etc. La música digital, aliada del capitalismo Huelga decir que el streaming musical no es el único responsable de estas consecuencias, ni siquiera uno de los mayores. Sin embargo, conviene señalar su complicidad estructural con ciertas dinámicas perniciosa del capitalismo contemporáneo. Tal señalamiento resulta especialmente pertinente si tenemos en cuenta que los usuarios de servicios de streaming crecen a nivel global. Y que nuestro consumo cultural depende cada vez más de los gigantes tecnológicos. En paralelo, cabe reconocer que somos cada vez más conscientes de las consecuencias materiales de nuestras elecciones, también de las que hacemos a través de una pantalla. El “mundo encantado” de internet ha empezado a resquebrajarse, como demuestran los debates actuales sobre el inquietante crecimiento de la inteligencia artificial. Por lo que respecta a la música, la toma de conciencia ha llegado antes a los conciertos, donde un número creciente de festivales y artistas mainstream están adoptando medidas para reducir su huella ecológica. Ahora es el turno de la música grabada, un ámbito más insensible en el que, sin embargo, también se observan pequeños cambios. Si está usted enganchado a Spotify (y no le importa que reparta sus ingresos de forma injusta o, como se ha sabido recientemente, que tenga vínculos directos con el genocidio en Palestina), le gustará saber que la compañía sueca se ha comprometido a utilizar más energías renovables. Si, en cambio, prefiere que la música pase por la aguja del tocadiscos, le alegrará conocer la reciente llegada de los discos bioplásticos hechos a base de azúcar. Sabemos, eso sí, que el paradigma de la sostenibilidad no soluciona los problemas ecológicos. En el mejor de los casos, el desarrollo sostenible contribuye a que los problemas sean menos graves. Y, en el peor, se queda en mero greenwashing. Debemos aspirar a acciones más profundas en la línea del decrecimiento. Qué forma concreta deben tener tales acciones es una cuestión que excede el alcance de este artículo. Me limitaré a señalar que con la música sucede igual que con la gran mayoría de productos que utilizamos: hay que consumir menos y mejor. Acabaré como empecé, lanzando una pregunta para muscular nuestra imaginación. Al fijar la vista en el siglo XX, vemos que los materiales dominantes en la industria discográfica han reinado durante periodos de unos cincuenta años. Entonces, ¿cómo escucharemos música en el año 2050? Respuesta: no tengo ni idea. Tampoco sé si, por esas fechas, George Clooney estará ya criando malvas o seguirá vivo. Quizá, maldita sea, será un anciano todavía atractivo y seductor.

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