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La exhuberancia irracional de Estados Unidos

La exhuberancia irracional de Estados Unidos
Hemos llegado a un punto en el que ya nadie niega la existencia de una burbuja en las bolsas, quizás la más grande que hemos visto nunca, ni siquiera quienes la alimentan. Y, aun así, nadie parece dispuesto a irse Alan Greenspan estaba en la bañera cuando se le ocurrió la metáfora perfecta para describir una burbuja en los mercados: “Una inflación baja y sostenida implica menos incertidumbre sobre el futuro y primas de riesgo más bajas implican precios más altos de las acciones y de otros activos generadores de ingresos. [...] Pero, ¿cómo sabemos cuándo la exuberancia irracional ha elevado indebidamente el valor de los activos, los cuales luego se ven sujetos a contracciones inesperadas y prolongadas, como ha ocurrido en Japón durante la última década?” Claro que esto lo dijo cuando ya había salido del agua. El entonces gobernador de la Reserva Federal americana daba un discurso televisado ante millones de americanos —bendito mundo aquél en el que las intervenciones del director del banco central se emitían por televisión– y quería alertar al mundo de los peligros que avistaba. Era el año 1996. Los mercados, insinuaba Greenspan, se estaban comportando con una exhuberancia que no era racional. Subtexto: lo que estaba ocurriendo en la bolsa no tenía ningún sentido, era pura especulación desbocada. Fue un visionario. La burbuja de las puntocom tardó 4 años más en explotar y el NASDAQ, el índice que agrega los resultados de las principales tecnológicas en EEUU, aún subió un 80% antes de desplomarse en 2000. En su caída se llevó por delante todo lo ganado y un montón de aventurillas financieras de difícil justificación. Entre ellas, pets.com (mascotas.com), una compañía que era poco más que un dominio pero que cotizaba en bolsa y hasta ponía anuncios en la Superbowl. Llegó a estar valorada en más de 600 millones de dólares (al cambio actual) pese a no tener apenas ingresos. En las últimas semanas, el mundo de hoy también se ha inundado de mensajes de alarma. La exuberancia irracional de la bolsa americana está alcanzando cotas estratosféricas. Los “siete magníficos” (Meta, Alphabet, Amazon, Apple, Tesla, Microsoft y Nvidia) han triplicado su valor desde que apareció ChatGPT, hace 2 años. A pesar de que la prometida revolución de la IA no termina de materializarse por ninguna parte, estos monstruos de la tecnología se han echado en brazos del sector inmobiliario: se han lanzado a construir centros de datos por valor de siete trillones de dólares. Tal es la envergadura de la burbuja que, en lo que va de año, el crecimiento de la economía americana se debe en mayor parte a la inversión en centros de datos que al incremento del gasto de los consumidores. Algo que, alertan algunos analistas, podría quebrar el país.. Mientras tanto, el jefe de análisis económico del Wall Street Journal, Greg Ip, habla de los riesgos ocultos de la IA para la economía, el Financial Times se pregunta qué pasa si nos gastamos 5 trillones de dólares en data centers que nadie necesita y el New York Times inquiere sobre si lo de los data centers es la siguiente burbuja (respuesta: sí). Pero no ha sido un comentarista, sino el promotor de todo esto, el que ha acabado por dar la puntilla a la exuberancia irracional de Silicon Valley. Sam Altman, El CEO y fundador de la startup propietaria de ChatGPT, el más ardiente predicador de la “inteligencia artificial general”, que hace solo un par de meses afirmó que la humanidad había cruzado el umbral de la “singularidad” donde ya era seguro que seríamos superados por las máquinas, ha advertido esta semana, sin ningún tipo de tapujos, de que hay una burbuja en la IA que va a explotar y de que “un montón de gente va a perder una cantidad fenomenal de dinero”. Así hemos llegado a un punto en el que ya nadie niega la existencia de una burbuja en las bolsas, quizás la más grande que hemos visto nunca, ni siquiera quienes la alimentan. Y, aun así, nadie parece dispuesto a irse. Estamos como en una fiesta a las seis de la mañana: hace tiempo que dejó de ser divertida, pero nadie quiere irse, no sea que si te marchas, acabes por perderte lo más importante. ¿Por qué no se baja nadie del tiovivo? ¿A qué están esperando? ¿Por qué no se ha producido ya un pinchazo suave a pesar de que todo el mundo admite que se trata de una burbuja? La respuesta, en mi opinión, es que los inversores no tienen a dónde ir, porque la burbuja no está solo en la bolsa. Esta última vuelta de tuerca bursátil de la inteligencia artificial es secuela de la burbuja anterior, que duró desde 2020 hasta 2022. En aquellos años, la valoración de las tecnológicas creció porque se creía que los confinamientos y el teletrabajo iban a inclinar para siempre los hábitos de los consumidores hacia lo digital. Esa ola especulativa, a su vez, continuaba otra anterior, que duró desde 2010 hasta 2020: la de los unicornios. En aquellos años, el relato era que algunas empresas iban a transformar por completo la forma en que vivimos, viajamos, compramos y nos relacionamos. La bolsa se llenó de marcas que obtenían valoraciones desbocadas a base de prometer cambiar el mundo, pero sin producir resultados (beneficios) reales. Uber tuvo beneficios en 2023 por primera vez, tras 14 años de pérdidas. Airbnb en 2022, tras otros 14. Tesla, en 2020, después de 17 años. (Todas en estos mismos cinco años de estímulos fiscales y consumo desatado post-covid). Algunas, como Tesla, tienen todas las papeletas para volver pronto a los números rojos. La burbuja de los unicornios también era la prolongación de otra. De esa “exuberancia irracional” a la que se había referido Greenspan en 1996: la burbuja y el crack de las puntocom en los primeros 2000. Una explosión que solo dio una pausa mientras el capital se entretuvo en el mercado hipotecario hasta que… eso también explotó. En definitiva: Silicon Valley lleva 30 años haciendo una promesa detrás de otra y no ha cumplido ninguna. ¿Por qué siguen subiendo las acciones? ¿Por qué siguen recibiendo oleadas de dinero? No es la bolsa, sino EEUU, lo que está en fase de exuberancia irracional. Estados Unidos tiene un problema existencial. Nació (o, mejor dicho, renació) después de la segunda guerra mundial como el gran fabricante de la reconstrucción. Su modelo era el fordismo, que generaba enormes flujos de inversión hacia sus empresas, buenas condiciones laborales y fantásticos beneficios en la exportación. Cuando aquel modelo se agotó –en parte porque otros países empezaron a competir, en parte porque la sociedad americana quería otra cosa, en parte porque ya no había más puentes en Europa que reconstruir–, se entregó al consumo. Fueron los años del “sueño americano”, una idea que, en contra de lo que se suele pensar, no nació en el salvaje oeste, sino en las oficinas de las inmobiliarias americanas de la segunda mitad del siglo XX. El sueño americano era la vivienda en propiedad, para llenarla de cosas. Desde entonces la demanda y el consumo han sido el motor del país, la definición del éxito americano. Tanto, que en los últimos 50 años se ha convertido en el campeón mundial de su especialidad. EEUU es hoy el tercer país con las casas más grandes del mundo, solo superado por Australia y Nueva Zelanda, el que más comida rápida consume, el que más petróleo quema y, por supuesto, el país con las mayores emisiones de CO2 per capita.

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