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Nadie hizo nada

Nadie hizo nada
El umbral que hemos colocado para calificar nuestros actos, que tendrían que ser actos de decencia o humanidad ordinaria, queda tan elevado que cualquier comportamiento que no sea ruin, mezquino o destructor se convierte en una anomalía digna de elogio Nos despedimos cuando cayó la medianoche del último día de las verbenas madrileñas y mi amigo se fue a Ópera a coger el metro para volver a casa. Algunas horas después, yo, en mi salón, aún despierta, vi una publicación que él hizo, que luego borró, y avisé de ella y se la mandé a una amiga mía, abogada. En el trayecto, que sería el del penúltimo tren, un hombre había empezado a gritar, amenazar, pegar a una mujer extranjera; mi amigo se había colocado en medio, la había defendido del hombre violento, con el cual, además, esta mujer convivía. Le había ofrecido su casa para esa noche y ahora requerían ayuda jurídica y social para saber qué hacer; para convencer a la mujer, si era lo más conveniente, de interponer una denuncia, o al menos ir al hospital en el que mi amigo tenía guardia a la mañana siguiente para recabar un parte de lesiones. Tuvieron la suerte de que otra amiga, que estaba de visita y también se quedaba en casa de mi amigo, en su piso estuviera ya para tranquilizar a la mujer cuando esta llegó, atenderla, permanecer con ella. Me entristeció mucho la descripción que hizo al día siguiente mi amigo Rodrigo de lo que había pasado y lo que había visto. Los detalles, sobre todo: que el vagón no escaseaba como pasa en agosto, estaba lleno de gente, gente joven, chicos jóvenes, algunos de ellos fuertes, también mujeres; que el hombre entró arrastrando de los pelos a la mujer que lloraba y después la arrojó contra un asiento; que nadie hizo nada. «Nadie se acercó a separar, nadie se acercó a atender a la mujer, nadie le dijo al señor que se callara ni que parara, nadie hizo nada», contaba mi amigo; sólo alguna gente hizo el amago de intentar ayudar cuando el hombre fue a pegarle a él y hubo que separarlos. Lo analizaba mi amigo y reprochaba el escasísimo sentimiento de ciudadanía allí manifestado, la indiferencia con la cual la gente trataba y trata a sus presuntos congéneres. Me pareció que lo que en ese vagón pasaba era más bien una carencia de humanidad. Paseamos todos los días al lado del dolor del mundo y no son tantas las ocasiones en las que nos paramos a contemplarlo; en las grandes ciudades hay constantemente personas que duermen en la calle y sabemos ubicarlos perfectamente, incluso puede causarnos sobresalto cuando desaparecen, como si alguien hubiera modificado el decorado que trabaja de fondo en nuestra cotidianidad. Hay una compleja estructura de cartones y paraguas que siempre me sorprende por las noches en una de las calles paralelas a la mía, hay aceras que tendemos a evitar. Anne Carson escribe en su último libro, Norma enrevesada: “A veces me habitúo a ver a cierto indigente en la esquina de cierta calle y un día desaparece. Me produce ansiedad. Y algo de alivio. Guardo mi dólar. Evito la vergüenza. Estoy confundida. La vergüenza es confusa. Todos somos mezquinos”. Y también, citando el epitafio de Simónides de Ceos: “Todos somos deudas contraídas con la Muerte”. No se trata de cargar todos los días con la cruz de las cosas que no hacemos, de nuestras indiferencias, de las formas que tenemos de pasar al lado de la vida sin advertir nada o sin mirar; sí, acaso, de sentirnos en parte responsables de cuidar de nuestra propia humanidad, que es la de todos. ¿Es sólo miedo el sentimiento que empuja a quienes están en su vagón así a no hacer nada, a quedarse quietos, a continuar en sus conversaciones? ¿Cómo puede el mundo seguir mientras delante de uno le dan una paliza a una mujer? ¿Cuáles son todas las circunstancias cotidianas en las cuales no le ofrecemos a absolutos desconocidos el cuidado que, sin embargo, desearíamos absolutamente que otros desconocidos nos brindaran si nos encontráramos en situaciones parecidas, si estuviéramos igual de desvalidos? Le hice a mi amigo una comparación ridícula sobre a qué me recordó esa anécdota. En una discoteca, hace semanas, vi que un móvil se había caído al suelo. Pregunté a la gente que estaba alrededor si era de alguien y al final acabé yendo a la barra para dárselo a los trabajadores del local, que podrían devolvérselo a su dueño si esta persona se daba cuenta y lo buscaba después. Fue extraordinario comprobar cómo los presentes actuaban como si yo estuviera haciendo una heroicidad. El umbral que hemos colocado para calificar nuestros actos, que tendrían que ser actos de decencia o humanidad ordinaria, queda tan elevado que cualquier comportamiento que no sea ruin, mezquino o destructor se convierte en una anomalía digna de elogio. Pero es infinitamente más deseable que sea la indiferencia lo que nos provoque repulsión, no el acto lo que convoque aplauso. Evitar que en la vida nadie haga nada, como nadie hizo nada y como nadie hace nada tantas veces, en una figura abstracta que ubicamos torpemente y que es a la vez el lugar en el que nos identificamos todos y en el que no se identifica nadie: poner todos nuestros esfuerzos en pasar por la vida sin indiferencia. Nos hemos acostumbrado extraordinariamente al postureo y al señalamiento de virtud moral en la política, en las redes sociales; quizá lo necesario sería aprender a ser menos declarativos y reafirmar que obras son amores, no buenas razones. Quiero pensarme a mí misma más cercana a mi amigo que a algo tan abstracto e impersonal como el “nadie” de “nadie hizo nada”. Ahora que acaba el verano y el ritmo de las cosas retoma su curso, busquemos todos la forma de borrar ese nadie.
eldiario
hace alrededor de 7 horas
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