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La paradoja de la tolerancia

La paradoja de la tolerancia
En las sociedades democráticas se ha olvidado la advertencia que el cineasta sueco Ingmar Bergman deslizó en 'El huevo de la serpiente': las peores pesadillas se gestan poco a poco, muchas veces favorecidas por una tolerancia mal entendidaLas extremas derechas más allá de Vox y la estrategia global del neofascismo Superar los sesenta años te permite mirar hacia atrás y comprobar que realmente los tiempos han cambiado. Por desgracia, no siempre para mejor. Antes casi todos los jóvenes eran inconformistas. Ahora muchos añoran la supuesta paz y orden de un régimen autoritario. Esos nostálgicos no soportarían pasar un solo día en una sociedad donde la violencia en hogares y escuelas se consideraba un excelente recurso pedagógico, se censuraban películas y libros y se prohibía cualquier forma de disidencia. Yo estudié en un colegio religioso del centro de Madrid y soporté bofetadas, capones y reglazos, a veces por el simple hecho de girar la cabeza o esbozar una sonrisa. Las dictaduras no son simples formas políticas, sino modelos de sociedad que penetran en todos los estratos de la vida cotidiana. Su capacidad de envenenar la convivencia y distorsionar los afectos es pavorosa, como se aprecia en 'La vida de los otros', la excelente película de Florian Henckel von Donnersmarck, donde los amantes se delatan y los amigos se traicionan para librarse de la cárcel o el ostracismo. Eduardo Haro Tecglen, al que la derecha llamaba despectivamente la “momia estalinista”, escribió una oda al fundador de Falange. Lo hizo con la esperanza de que ese gesto aliviara las penalidades de su padre, el comediógrafo y periodista republicano Eduardo Haro Delage, condenado a muerte por un consejo de guerra. Aunque Jaime Campmany y Esperanza Aguirre sacaron a relucir ese texto, considero insensato y poco ético censurar un comportamiento inspirado por el miedo y la impotencia. De hecho, mi padre, el periodista y escritor Rafael Narbona Fernández de Cueto, publicó un artículo similar sobre José Antonio Primo de Rivera por razones de la misma índole. Saco a la luz estos hechos porque evidencian el poder corruptor de las dictaduras. Bajo su manto opresivo, prosperan las claudicaciones más humillantes y las conductas poco ejemplares. La visión idealizada del franquismo de muchos jóvenes de hoy procede de lo que Karl Popper llamó la “paradoja de la tolerancia” en su clásico ensayo 'La sociedad abierta y sus enemigos'. La tolerancia deja de ser una virtud cuando se consienten actitudes e ideas que conspiran contra la convivencia democrática. Hace poco, leía un reportaje sobre Núcleo Nacional, una organización neonazi incomprensiblemente legalizada por el Ministerio del Interior. Los líderes de este grupo, que se declara abiertamente “racista” (o, más exactamente, “racialistas”), y que poseen un local en Las Tablas con un salón de actos presidido por una fotografía de Hitler, han manifestado abiertamente que su objetivo es llegar al Congreso para reventar la democracia desde dentro. ¿Cómo hemos desembocado en esta situación? ¿Cómo es posible que demagogos sin escrúpulos lleguen a la presidencia con el apoyo de los votos? Hace poco, Trump se dirigió a los generales y almirantes de Estados Unidos y les habló de la necesidad de combatir al “enemigo interior”, sugiriendo que las ciudades gobernadas por demócratas podrían ser un inmejorable campo de entrenamiento para sus tropas. En España, Abascal ha pedido el hundimiento del Open Arms y no ha cesado de criminalizar a los menores migrantes. Esta estrategia, lejos de descreditar a su partido, le ha reportado un notable crecimiento en las encuestas sobre la intención de voto. En las sociedades democráticas se ha olvidado la advertencia que el cineasta sueco Ingmar Bergman deslizó en 'El huevo de la serpiente': las peores pesadillas se gestan poco a poco, muchas veces favorecidas por una tolerancia mal entendida. No me gusta utilizar alegremente el término fascismo, pero creo que en este caso es legítimo recordar unas palabras de Primo Levi, superviviente de Auschwitz: “Cada época tiene su fascismo”. Y no siempre se impone por la fuerza. Muchas veces, solo necesita negar o distorsionar la información, contaminar la justicia, paralizar la educación y “defender de modos muy sutiles la nostalgia de un mundo en el que reinaba el soberano orden y, en el cual, la seguridad de los pocos privilegiados descansaba sobre el trabajo y el silencio forzado de muchos”. La internacional del odio que se extiende por las democracias occidentales emplea estos medios: crea y difunde bulos, interfiere en el funcionamiento de la justicia, manipula la educación y exalta un pasado de supuesto esplendor. Trump y Abascal comparten eslogan: restaurar la grandeza perdida, hacer grande otra vez a Estados Unidos o España. Ya no es necesario movilizar escuadras fascistas. Basta con controlar las redes sociales y los medios, crear fundaciones y hacer que se tambalee la independencia judicial. Si no es suficiente, siempre cabe recurrir a la Guardia Nacional y hacerla desfilar por ciudades gobernadas por la oposición. ¿Cuál es el antídoto? ¿Cultivar el lema de Saint-Just: “No puede haber libertad para los enemigos de la libertad”? Creo que no hace falta aplicar la fórmula de uno de los jacobinos más radicales. Nada de jarabe vietnamita. Pienso que sería suficiente hacer pedagogía. En las escuelas, las familias, las instituciones. Mantener viva la memoria de lo que significa vivir bajo una dictadura y mostrar contundencia en la defensa de ciertos valores, incluso mediante el uso de la ley. Legalizar a organizaciones como Núcleo Nacional, cuyas siglas imitan las runas de las SS, no es un gesto de tolerancia, sino un ejemplo de no haber entendido la paradoja de Popper. La pedagogía de la que hablo necesita voces como las de Bertrand Russell, Albert Camus, Ernst Bloch, José Luis Sampedro o Manuel Sacristán, pero muchos intelectuales han considerado que madurar consiste en combatir la “imperiofobia”, el “ingenuo utopismo” y la vigorosa fiscalidad que sostiene el Estado del bienestar. Espero que los jóvenes que perciben un régimen autoritario como un mal menor, recapaciten y comprendan que en una democracia, si llaman a las cuatro de la mañana a la puerta de tu casa, tal vez es un repartidor inexperto de Amazon que se ha liado con el GPS y no una pareja de esbirros con la orden de aplicarte el tercer grado en un sombrío calabozo.

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