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Las sombras de la opa

El desenlace ha sorprendido a muchos: la OPA del BBVA sobre el Sabadell ha fracasado de forma clara. Solo un 25,7 por ciento del capital ha aceptado la oferta, muy lejos del límite necesario para que prosperara. Contra todo pronóstico, el Sabadell ha logrado lo que parecía imposible: resistir el envite de un gigante bancario. Este resultado obliga a una lectura política, económica y estratégica profunda. El fracaso de la operación no se explica únicamente por la resistencia del consejo del Sabadell o la habilidad de sus directivos que han jugado casi al borde del reglamento para hundirla. Detrás del derrumbe está el papel activo -y a menudo hostil- del Gobierno y sus aliados, que convirtieron una operación corporativa legítima en un campo de batalla ideológico. Desde el primer día, la oposición del Ejecutivo fue tan ruidosa como inusual. En lugar de mantenerse como garante neutral de las reglas del mercado y de la decisión de los reguladores, impuso condiciones adicionales que estrangularon la viabilidad del proyecto. Las cláusulas exigidas -como el blindaje de tres años en que ambos bancos debían operar de forma separada en gestión, estructura y patrimonio- hicieron inviable cualquier sinergia a corto plazo. El propio BBVA reconoció que las ganancias conjuntas no superarían los 235 millones de euros en ese plazo. Aquí no se trataba de proteger al consumidor o a la competencia. Lo que surge es un intervencionismo deliberado, que busca moldear el mapa financiero según intereses políticos o territoriales. Esa deriva atenta contra la seguridad jurídica y envía un mensaje tóxico al inversor: en España, la lógica económica está supeditada a la conveniencia del poder. Tampoco Carlos Torres, presidente del BBVA, puede eludir su responsabilidad. No es la primera vez que su estrategia de crecimiento choca con la realidad . La insistencia en esta OPA, mal gestionada en tiempos, comunicación y alianzas, culmina en un fracaso que mancha su legado y pone en cuestión su continuidad al frente del banco. Los accionistas, especialmente los institucionales, no pueden conformarse con promesas de recompra de acciones. Por otro lado, el Sabadell emerge de esta batalla más pequeño, tras desprenderse de su filial británica TSB -una operación estratégica para sanear cuentas y centrarse en el mercado doméstico-, pero también más aguerrido. Su cúpula ha demostrado una capacidad de respuesta y firmeza inesperadas, defendiendo su autonomía con convicción y ganándose el respeto de parte del mercado. Esa actitud, sin embargo, no basta. La entidad sigue siendo una de las más frágiles en términos de tamaño, eficiencia y capacidad de inversión. Su independencia, ahora celebrada como un acto de resistencia, puede convertirse en una carga si no logra adaptarse con agilidad a un entorno cada vez más exigente. Pero más allá de ganadores y vencidos, lo más inquietante de esta OPA fallida es el legado que deja. El BBVA ha tenido que superar 27 autorizaciones distintas en un mar de obstáculos administrativos que ha prolongado el proceso durante más de 17 meses. La autoridad reguladora quedó desplazada por el dictado político, tanto desde el Gobierno central como desde instancias autonómicas con agendas propias. Esa suplantación de los organismos técnicos por voluntades ideológicas marca un precedente grave: convierte al mercado financiero en un tablero politizado, donde cada movimiento depende del visto bueno de intereses ajenos al buen gobierno corporativo. Ese legado —el del intervencionismo, la desconfianza, la arbitrariedad— es el mayor fracaso de esta historia. Y es también el que más costará revertir especialmente cuando desde Europa se insiste en tener una banca más fuerte que pueda competir con los gigantes estadounidenses y asiáticos, especialmente en la actual coyuntura de guerra comercial.

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