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La destrucción espontánea

Durante mucho tiempo se creyó, siguiendo a Aristóteles, la teoría de la generación espontánea, que mantenía que los seres vivos pueden surgir a partir de materia inanimada , es decir, sin intervención de organismo progenitor. Se pensaba, por ejemplo, que en la carne podían aparecer gusanos u otros organismos, debido exclusivamente a procesos naturales. Una especie de generación espontánea que llevaba al alumbramiento de nuevos seres. Cuando en el siglo XVII llegó la mejora del microscopio de la mano de un comerciante de telas, el holandés Anton van Leeuwenhoek, la teoría aristotélica de la generación espontánea comenzó a tambalearse. El experimento del italiano Francesco Redi en 1668 marcó un punto de inflexión. Colocó carne en buen estado en frascos, algunos abiertos, otros cerrados, y otros semicubiertos. Observó que las moscas solo aparecían en los frascos abiertos, donde podían entrar y poner sus huevos. Consecuentemente, los gusanos no surgían espontáneamente de la carne, sino que aparecían de los huevos de las moscas. Experimentos posteriores, como los de Lazzaro Spallanzani, confirmarían que la vida no surgía espontáneamente, sino que la causa era la contaminación externa. Y llegamos así a Pasteur, quien refutó definitivamente a Aristóteles al demostrar que los microorganismos provienen de otros microorganismos transportados por el aire, dando lugar así a nuevas formas de vida y, por supuesto, nuevas situaciones. Ignoro, sinceramente, qué dice la ciencia actualmente y si hubo alguna modificación o novedad importante en esta secuencia, pero sí parece fuera de toda duda que gracias a estos planteamientos llegaron, de la mano de Robert Koch, los fundamentos de la microbiología médica y los estudios de inmunología. Este debate teórico y la experimentación empírica correspondiente pueden trasladarse a otros ámbitos, o pueden establecerse paralelismos. Puede sostenerse, además, que en el mundo animal existe un instinto constante de supervivencia, pues las especies priorizan de manera sistemática su reproducción y saben identificar, casi de manera innata, las amenazas externas que atentan contra esa supervivencia. Así, existen aves que se suicidan ante halcones con tal de defender sus huevos, o un cabrito recién nacido que no ha visto nunca un oso o un lobo, en cuanto lo ve llegar, sabe que no tiene buenas intenciones y, por tanto, huye. El diferente comportamiento de las especies y los seres humanos en cuanto a la autotutela o la autoconservación merece un momento de reflexión. ¿Por qué los individuos y las sociedades a las cuales pertenecen priorizan o no su conservación, o reaccionan de un modo u otro antes situaciones parecidas o ante lo desconocido? Se puede llegar seguramente a una explicación por la ideología, presente entre los humanos y, sin embargo, ausente entre el resto de los animales. Así, cuando Destut de Tracy inventó la ideología como servicio al poder –aunque no está del todo clara su autoría original– estaba alumbrando una creación que podía incluso alejar a los seres humanos de los instintos naturales de protección ¿Es la ideología el factor que nos puede llevar, como así sucede, a desprotegernos, es decir, a sostener y defender ideas o programas perjudiciales para uno mismo, a ignorar, en definitiva, las amenazas de la existencia propia, a cambiar una cultura que patrocina la autoconservación y mejora de sus propias condiciones, y optar por opciones de resultado incierto u otras que pongan directamente en entredicho su permanencia, llegando en ese proceso hasta sancionar, penal o administrativamente, la disidencia? Nuestros pensadores y tratadistas han prestado históricamente atención a estos fenómenos y procesos. No es, por tanto, ni mucho menos, una novedad. Basta recordar, entre otros muchos, la historiografía clásica, o a Nietzsche y Spengler, más recientemente. Los cambios de época o las etapas históricas, así como la pregunta de por qué mueren las democracias son ya temas de actualidad y recurrentes, aunque cuando uno acude al mercado de la opinión no parece claro quién o quiénes son el verdadero peligro del sistema democrático. Diagnósticos y argumentos hay de todos los colores, pero concurre aquí o se evoca la teoría aristotélica y la refutación de Pasteur, que, a su manera, ya plantearon Alexis de Tocqueville en 'La democracia en América' y otros escritos, John Locke en sus tratados sobre el Gobierno civil, o el propio John Stuart Mill en sus 'Consideraciones sobre el gobierno representativo'. Todos apuntan de un modo u otro al colapso del sistema y su transformación, antes o después, en un tipo de tiranía, como consecuencia de la aparición, en su propio interior, de toda una serie ideas y programas autodestructivos, esto es, algo así como una destrucción espontánea. ¿Podemos ya decir, sin considerarnos gimnastas del pesimismo, que a la luz de los acontecimientos actuales nos encontramos ante una autodestrucción más o menos espontánea? Parece que sí. Cada cual que ponga el dedo acusador donde crea oportuno o intente resistir, cosa también legítima, como también crea conveniente.
abc.es
hace alrededor de 4 horas
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