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Byung-Chul Han y las cosas del corazón

«La filosofía tiene una cierta vida sentimental», asevera Martin Heidegger en uno de sus cursos. ¿Es eso verdad? Emociones, afectos, sentimientos, pasiones... ¿Qué han reflexionado los filósofos sobre estos arrebatos, de muy vario signo y pelaje, que colorean nuestra existencia? Veamos. Desde luego, la retórica clásica se ha ocupado de las emociones (¿acaso se podría persuadir a un robot sin corazón?), pero su lugar genuino se halla más bien en la filosofía llamada «práctica». Y, concretamente, en la ética. En este campo, durante unos cuantos siglos esta les ha otorgado a los sentimientos un papel significativo, aunque ancilar. Para los clásicos, las virtudes (fortaleza, autocontrol, prudencia, etc.) no pueden ser categorizadas como sentimientos, aunque también es cierto que son inconcebibles sin ellos . O sea, cada virtud presupone una suerte de equitación anímica, un peculiar dominio de la razón (activa, rectora) sobre los sentimientos (pasivos, inmediatos). Más allá de estos lindes morales, las emociones han sido poco consideradas en la filosofía llamada «teórica» o «contemplativa», dado que reportan una especie de conocimiento tan evidente como difuso, de baja estofa. «Yo siento» no suele ser el comienzo de un argumento formidable, no. Ahora bien, sí se ha reconocido algún que otro afecto excepcional de rango contemplativo. Por ejemplo, famosamente, los griegos aseveraron que el pensar arranca con un sentimiento de maravilla. Luego, los cristianos concedieron a la emoción del amor un notable marchamo teórico, cósmico, quintaesenciado en el ultimísimo verso teológico-astronómico de la 'Divina Comedia': «El amor que mueve el Sol y las otras estrellas». En aquel marco, todo lo existente se debe entender como criatura, o sea, como entidad sacada gratuitamente de la nada a causa del amor de un Dios libre y providente. Corriendo el tiempo, Descartes abre el pensar de nuestra era con otro sentimiento filosofal: la desconfianza. Barrocamente, se preguntaba aquel escéptico francés si la vida era, en realidad, un sueño. El siglo siguiente es el de Rousseau y el del Werther: es una apoteosis literaria del emotivismo europeo. Quizá el afecto lúcido por excelencia del romanticismo sea el vértigo ante lo inmenso: lo sublime. Ya a fines del XIX, los pensadores llamados «de la vida» concibieron que todos los sistemas especulativos del pretérito procedían de estados de ánimo o intuiciones del mundo. De acuerdo con sus dictámenes, los conceptos (deducidos por tal o cual filósofo; arquitectónicamente desplegados en apotegmas por tal o cual escuela) pasaron a ser decantaciones de una fontanal cosmovisión afectiva. Entrado el siglo XX, quizá sería su heredero Heidegger quien confirió a los sentimientos un lugar teórico más distinguido y central. Byung-Chul Han dedicó su primer trabajo a este asunto: 'El corazón de Heidegger'. Tres décadas después, hoy que Han recibe el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades , podemos apreciar el valor de aquella glosa doctoral: constatamos que el autor sigue interesado en las cosas del corazón. En la línea de 'Ser y tiempo', la obra del más ameno y sencillo Han constituye una contundente querella contra los últimos estadios de nuestra cultura de masas, ahora digital, hípster, global. Al mismo tiempo, impugna Han cierta interpretación popular de una de las categorías clave del existencialismo (movimiento del cual el propio Heidegger es epígono): la «autenticidad». Hoy es imperativo ser único. A esta tarea de autorrealización y autoinvención, se agregan para Han en el 'pack' mental del siglo XXI dos vulgaridades más: el consumismo hiperactivo y el hedonismo, siempre más obsesionado con evitar el miedo y el dolor que con echar el lazo al placer. En cada ensayo, constata Han la incompatibilidad de esta cultura de la autenticidad (ingrato 'perpetuum mobile' narcisista, dispersivo y blando) con un verdadero estado de ánimo contemplativo. En las obras de Heidegger de los años 20 y 30 se concedía un lugar central a una serie de sentimientos especiales. Algún traductor los ha designado como «temples fundamentales» (en alemán 'Grundstimmungen'). El más conocido de ellos es la angustia (una angustia abstracta, diferente del temor a esto o aquello). También defendía Heidegger la lucidez implícita en un «tedio profundo» (igualmente indefinido). De una manera más puntual, señaló aquél la revelación en la emoción del amor a alguien o en la de la maravilla al contemplar un majestuoso templo griego. Estas y otras específicas afecciones reveladoras sacuden al ser humano heideggeriano. Le sacan de una cotidianeidad menesterosa de lucidez. Suspenden los vínculos perentorios con la vida de los mil quehaceres. En 'El corazón de Heidegger', Han describe la posición de su maestro como un «pensar envuelto en aura». Heidegger no descendía a explicar qué genera o deja de generar el estado de, por ejemplo, angustia filosófica. No lo consideraba su cometido. Heidegger no bajaba a lo empírico. En cambio, su comentador Han sí lo hace. Y con gusto. Para nuestro coreano germanófilo, el postrer estadio de la modernidad en nuestro siglo XXI escenifica un yermo humano bastante lóbrego. La pasión filosofal de Heidegger, observa Han, «sensibiliza al pensamiento para la inquietante voz de lo distinto» y él asimilará tal divisa: así pues, ¿qué voz de lo distinto se escucha en nuestra civilización global de 2025? ¡Ninguna! Aquí «lo Otro» (es de cajón entre filósofos contemporáneos el transformar adjetivos en sustantivos mayusculados) no encuentra cabida. Según Han, lo Otro es lo sagrado (frente a lo vulgar); el futuro imprevisible (frente a un presente controlado); el siempre pudoroso amor-eros (frente a la pornoexposición); lo salvífico-pecaminoso (frente a lo neutro); la contemplación (frente al consumo autopromocional); o incluso los días de fiesta (frente a las jornadas laborables). Observa también Han, en torno al maestro Heidegger: «El asombro le devuelve al mundo su diversidad caleidoscópica». El tono continuo del Princesa de Asturias es el de los libros de espiritualidad. La tecno-sociedad de la transparencia, del cansancio, de la información continua, de los paliativos, de la adicción y de la neurastenia carece de espacio para el asombro y para lo diverso. En las páginas del laureado de hoy aparecen como retratados los hombres vacíos de Heidegger (y de T.S. Eliot, y de Pantomima Full…). Yo mismo me encuentro retratado en sus páginas, subido (con todos ustedes) a bordo de 'La nave de los locos'. ¿Y qué hay entonces de la angustia resolutiva, del tedio lúcido, de la maravilla, etc. hoy? ¿No nos rescatarán ya las cosas del corazón de las garras del ciber-nihilismo? Los 30 años de publicaciones de este autor transitan desde el existencialismo hasta la mística cristiana contemporánea. 'De Heidegger a Simone Weil'. El último título de Han está también dedicado a la glosa. En este caso, de la pensadora. El hecho es que la filosofía de Han no se ha alejado del corazón iluminador: sigue atesorando cierta vida sentimental. Pero dados sus problemas con los temples egomaníacos, ha terminado por abrazar los sentimientos del no-yo. En Han, los temples de calma, de pudor y hasta desdicha nos pueden ayudar a desaparecer en lo Otro. O en los otros. Y poder ver, al fin. «Quien sabe mirar, se vacía», sentencia en su libro más reciente, y agrega, «se convierte en nadie».
abc.es
hace alrededor de 5 horas
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