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¿Qué control de fusiones queremos para Europa?

¿Qué control de fusiones queremos para Europa?
La carga de la prueba debería invertirse: que no sea la Comisión Europea —como hasta ahora— la que tenga que demostrar que una fusión entre rivales es anticompetitiva para vetarla, sino que sean las propias empresas las que acrediten que su operación no perjudicará a los consumidores La Comisión Europea ha iniciado la revisión de sus “Directrices sobre Fusiones”, el marco que establece cómo evaluar las concentraciones empresariales desde el punto de vista de la competencia. Durante las dos décadas transcurridas desde su última redacción, la economía ha vivido transformaciones profundas y la investigación académica ha aportado nueva luz sobre los efectos de las fusiones. Esta actualización llega, por tanto, en un momento especialmente relevante.  La pregunta clave es: ¿hay que relajar o endurecer el control de fusiones? En los últimos meses, la Comisión Europea ha recibido presiones para suavizar la vigilancia, con el argumento de que así se impulsaría la inversión, la innovación y la creación de “campeones europeos” capaces de competir globalmente. También se ha reclamado que, además de la competencia, se incorporen nuevos objetivos —medioambientales, geopolíticos o industriales— a la hora de decidir si se aprueba una fusión. Nosotros defendemos que existen fundamentos empíricos y teóricos para reforzar, y no debilitar, el control de fusiones. Y, aunque no creemos justificado modificar el marco general de evaluación de fusiones en Europa, que se ha mostrado robusto, sí consideramos necesario modernizar las Directrices en algunos aspectos clave. En este artículo aportamos algunas ideas para orientar e informar este proceso de modernización. Una vista rápida de los datos hace difícil sostener que el control de fusiones haya ralentizado el crecimiento o mermado la productividad en Europa. Entre 2015 y 2024, la Comisión revisó 2.833 operaciones: aprobó todas menos nueve y sólo impuso remedios a un 5 % de las fusiones aprobadas, por debajo de la media histórica del 7 %. Las autoridades nacionales han sido, si cabe, más laxas que la propia Comisión. No parece, por tanto, que el control de fusiones haya sido excesivo; la evidencia empírica, de hecho, apunta en sentido contrario. La teoría económica es clara: cuando dos competidores se fusionan, los consumidores suelen salir perjudicados, en forma de mayores precios y menor calidad. Sólo si la operación genera fuertes ganancias de eficiencia es posible revertir esos daños. Por ello, bajo determinados supuestos, la carga de la prueba debería invertirse: que no sea la Comisión Europea —como hasta ahora— la que tenga que demostrar que una fusión entre rivales es anticompetitiva para vetarla, sino que sean las propias empresas las que acrediten que su operación no perjudicará a los consumidores. En distintos sectores —no sólo en el digital— se observa un fenómeno recurrente: la compra por parte de empresas dominantes de otras que podrían convertirse en futuros competidores. Estas operaciones, a menudo invisibles para el regulador por involucrar a empresas con un todavía bajo volumen de negocio, pueden generar importantes daños para los consumidores al eliminar la rivalidad futura. La competencia que nace de la innovación y de la entrada de nuevos actores no puede prosperar si estas adquisiciones se aprueban sin un examen exhaustivo. Aunque las Directrices no son el instrumento para modificar la carga de la prueba ni las reglas de notificación de fusiones, señalamos estas carencias para subrayar el problema de fondo: un control de fusiones insuficiente. Existen otras deficiencias que sí pueden abordarse a través de la revisión de las Directrices sobre fusiones. Por ejemplo, durante años, los reguladores han mostrado escasa preocupación por las fusiones entre empresas que no compiten directamente en el mismo mercado. Sin embargo, la teoría económica ha demostrado que, cuando las empresas implicadas poseen un poder de mercado significativo, sus efectos pueden también ser perjudiciales. En sus nuevas Directrices, la Comisión Europea debería de abandonar el enfoque laissez-faire que hasta ahora había aplicado a este tipo de fusiones. En la última década, la Comisión Europea ha prestado mayor atención a los impactos de las fusiones sobre la innovación, la inversión y la diversidad de la oferta. Una fusión puede parecer inocua o incluso positiva a corto plazo, pero acabar debilitando a los rivales al privarles de datos, recursos o escala imprescindibles para competir en el futuro. Considerar estos aspectos no exige un cambio de paradigma —preservar el bienestar del consumidor requiere analizar los efectos no sólo sobre los precios, sino también sobre la calidad de los bienes y servicios, incluyendo factores medioambientales y de seguridad de suministro—, pero sí interpretarlos de forma dinámica para evitar pérdidas de bienestar a largo plazo. Por ello, las nuevas Directrices deberían dar mayor peso al análisis de la evolución futura del mercado, incluyendo el análisis de las barreras a la entrada y a la expansión de las empresas existentes. En el debate público, a menudo se presentan la competencia y la sostenibilidad como objetivos antagónicos. Pero la evidencia económica sugiere lo contrario. Por ello, el control de fusiones no sólo preserva la competencia, sino que también puede impulsar la innovación en este ámbito. Esto es particularmente importante para la transición ecológica, porque una fusión que retrase estratégicamente el despliegue de tecnologías en desarrollo puede frenar las economías de aprendizaje y generar inercias negativas que perduren en el tiempo. Las alianzas empresariales o joint ventures podrían ser una vía más eficiente para facilitar la innovación conjunta entre empresas con un menor impacto sobre la competencia. El marco actual también puede incorporar los riesgos geopolíticos y comerciales al análisis de las fusiones. Considérese, por ejemplo, un mercado en el que las importaciones introduzcan presión competitiva, pudiendo mitigar los incentivos de la empresa fusionada a la elevación de precios. Si los conflictos geopolíticos o las restricciones comerciales amenazan con encarecer o frenar esas importaciones, la presión competitiva sobre la fusión disminuiría, lo cual debería reflejarse en el análisis de la operación. Las nuevas Directrices podrían ofrecer pautas para evaluar fusiones en sectores expuestos a este tipo de riesgos y con ello contribuir a la resiliencia de la economía europea. La Comisión ha sido criticada por no valorar suficientemente las alegaciones de ganancias de eficiencia presentadas por las empresas fusionadas. Las nuevas Directrices deberían aclarar cómo se evalúan dichas ganancias y, sobre todo, permitir que se tengan en cuenta los beneficios en otros mercados distintos al afectado por la fusión. No debería vetarse una fusión por el perjuicio que ocasione a los consumidores de un mercado si los beneficios que genera en otros son sustancialmente superiores. La Comisión Europea se enfrenta a una decisión crucial: ceder a las presiones para debilitar el control de fusiones, o apostar por un marco de análisis sólido que, con ajustes bien calibrados, evite operaciones nocivas para los consumidores y potencie aquellas que contribuyan al interés general, impulsando la innovación, la sostenibilidad y la resiliencia económica. Modernizar las “Directrices de Fusiones” no implica reescribirlas desde cero, sino actualizarlas para potenciar la evaluación de los efectos a largo plazo, incluyendo las ganancias de eficiencia que puedan materializarse en mercados distintos al directamente afectado por la fusión. Natalia Fabra es Catedrática de Economía (CEMFI) y Miembro del Economic Advisory Group on Competition Policy (Comisión Europea) Massimo Motta es Catedrático ICREA (Universitat Pompeu Fabra y Barcelona School of Economics) y fue Economista Jefe de la Dir. Gnal. de Competencia de la Comisión Europea Martin Peitz es Catedrático de Economía (Universidad de Mannheim) y Director del Centre for Competition and Innovation (MaCCI)

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