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Teoría y práctica del odio

Teoría y práctica del odio
Quienes desde posiciones democráticas transitan este camino, aunque lo hagan a regañadientes y pensando que en algún momento podrán retroceder, se dirigen indefectiblemente al abismo “Yo a usted no lo odio, usted a mí sí. Yo puedo odiar lo que usted hace; usted odia lo que yo soy”. Lo dijo hace unos días una diputada del PP dirigiéndose al ministro de Justicia. En el mejor de los casos, se trataba de una verdad a medias. Aunque la diputada estuviera en lo cierto al expresar sus sentimientos, no tenía manera de conocer, en modo alguno, los que albergaba el ministro. Cada alma en su almario, dice la sabiduría popular (y más aún en el caso del ministro de Justicia, tan imperturbable). La distinción que hizo la diputada tiene su origen en San Agustín, que la formuló de manera memorable: hay que odiar el pecado y amar al pecador. Es una norma que no siempre es fácil de aplicar. En nuestros tiempos turbulentos, la aplicación de la ética agustiniana presenta, como mínimo, tres problemas. El primero es que muchos la rechazan. En esto, la pauta la marca Trump, que no sólo no ama a quienes le son contrarios, sino que los odia explícitamente. Lo dejó bien claro en la ceremonia de masas que en Phoenix despidió a Charlie Kirk, vilmente asesinado. Dirigiéndose a la viuda del activista MAGA, el presidente de los Estados Unidos le dijo: “Lo siento, Erika. En esto estoy en desacuerdo con Charlie. Odio a mis adversarios”. Hay muestras sobradas de que Trump aplica este criterio en la teoría y en la práctica. También lo han hecho en España los mozos y zagales que en las fiestas de este verano han mentado a gritos al presidente del Gobierno y a su madre, ante las sonrisas conejiles de algunos ediles y consejeros complacidos y risueños. El segundo problema es que algunos interpretan los discursos del odio al pie de la letra y pasan de las palabras a los hechos. La sublimación verbal de la violencia (el “gritad porque así no mataréis” de Ernest Lluch) funciona relativamente bien en los estadios, pero mucho menos en las contiendas políticas. No es menester el recuerdo de los años de plomo del terrorismo de ETA, o de tragedias colectivas anteriores, para coincidir en que entre la violencia verbal y la de los escraches, pintadas, garrotazos o cosas mucho peores, hay una frontera muy tenue, fácil de atravesar. Un tercer problema que plantea en política el discurso del odio es que es sumamente contagioso. A corto plazo, resulta eficaz: hay muchísima gente que quiere caña, y la agresividad, el infundio o el insulto dan buenos réditos en las campañas y buenas audiencias en los medios de comunicación y en las redes sociales. Sin embargo, el recurso al odio acaba siendo autodestructivo para los sectores democráticos que caen en la tentación de utilizarlo. Es algo tan evidente, que a menudo lo olvidamos: el discurso del odio, escribía hace unos días Lluís Foix, “es el camino más directo hacia un autoritarismo que se sustenta en el populismo demagógico”. Quienes desde posiciones democráticas transitan este camino, aunque lo hagan a regañadientes y pensando que en algún momento podrán retroceder, se dirigen indefectiblemente al abismo.   Las derechas más radicales reclaman hoy abiertamente el derecho al odio, y usan de él libérrimamente. En un libro que fue presentado el pasado mes de junio por Luis Argüello, presidente de la Conferencia episcopal, y por Santiago Abascal, su autor, Miguel Ángel Quintana Paz (al que algunos llaman el filósofo de Vox, aunque él lo niega) dedica un capítulo a reivindicar el derecho al odio, a reclamar la obligación moral de odiar (no a las personas, aclara, sino a las ideas y los hechos detestables).   Lo hace Quintana con argumentos de San Agustín, Arcadi Espada y Mario Bunge, mi filósofo predilecto. Puede tener razón en apoyarse en los dos primeros, pero no en el tercero. Cita Quintana a Bunge, que decía, acertadamente, que “hay que odiar una idea, no sólo comprenderla, para combatirla con rigor y eficacia”. Bunge, en efecto, odiaba (por este orden y entre otras cosas), el alcohol “por sus efectos”, los “discursos fulminatorios” de los Savonarola de hoy en día, las fabulaciones anticientíficas, la corrupción, así como la guerra (“más aún que la corrupción”). Pero, por encima de todo, Mario Bunge odiaba el odio. En esto coincidía con Albert Camus. Consciente de que hay amores que matan, Camus pedía una versión atenuada de la ética agustiniana: no es necesario que nos amemos, decía; basta simplemente con que nos respetemos.

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