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Sánchez 'secuestra' las Cortes

La Constitución regula con términos taxativos el reparto de competencias entre poderes sobre los Presupuestos Generales del Estado. Al Gobierno le corresponde su elaboración y a las Cortes Generales, dice el artículo 134.1, «su examen, enmienda y aprobación». Para evitar que estas previsiones queden en papel mojado, ese mismo artículo dispone que el Ejecutivo «deberá presentar al Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior». Solo si esos presupuestos no fueran aprobados, se considerarían prorrogados los del ejercicio anterior hasta la aprobación de los nuevos. La negativa del Gobierno de Sánchez –y van tres– a presentar un proyecto de ley de presupuestos es un incumplimiento doloso de sus obligaciones constitucionales. La Constitución no ofrece alternativa al Ejecutivo: debe presentar el proyecto y exponerse a la decisión soberana del Parlamento. Vulnerar este mandato equivale a dictar una resolución injusta a sabiendas, es decir, una prevaricación, aunque se disfrace de decisión política. Por tercer año consecutivo, Sánchez impide al Parlamento ejercer su función legislativa más esencial: aprobar la ley que regula los ingresos y gastos del Estado. Un Gobierno así sería impensable en una democracia sana. Merecería una moción de censura, elecciones anticipadas o, incluso, el riesgo de responsabilidades penales. Pero en España no sucede nada, pese a que se trata de una de las más graves crisis constitucionales desde 1978: la expropiación al Parlamento de su soberanía presupuestaria. Ante su debilidad parlamentaria, el Gobierno ha decidido gestionar su política económica mediante normas que eviten pasar por las Cortes, como reales decretos o reglamentos que no requieren convalidación. Esta práctica, extendida en todos los ministerios económicos, le permitirá fragmentar medidas en disposiciones menores, sin rango de ley, para eludir el control legislativo. Sánchez ya había abusado del decreto-ley en legislaturas anteriores: la reforma de las pensiones, por ejemplo, se aprobó como decreto-ley, y aunque fue convalidada para tramitarse como proyecto de ley, la disolución anticipada de las Cámaras hizo que el texto decayera. Así, una reforma crucial nunca fue debatida ni mejorada por las Cortes. Los perfiles técnicos de la cuestión, unidos al espejismo de las prórrogas presupuestarias, diluyen el alcance de esta quiebra constitucional. La opinión pública, distraída por la corrupción socialista, apenas percibe este latrocinio institucional. Pero se trata de un vaciamiento progresivo de la democracia representativa, al reducir el Parlamento a un mero espectador de la acción ejecutiva. La decisión del PP de que el Senado plantee un conflicto de competencias ante el Tribunal Constitucional es una consecuencia lógica de la deriva que Sánchez está provocando. Pero también es síntoma de la impunidad con que se conduce el presidente, asistido por una corte de socios que, antaño regeneradores, hoy callan ante este secuestro institucional. Acudir al TC es necesario, pero genera frustración: el fallo llegará cuando convenga al Gobierno, porque Sánchez ha colonizado también al árbitro, siguiendo las tácticas de los regímenes iliberales que estudia y emula. El principio de responsabilidad política en España ha desaparecido. Antes se delegaba en los jueces lo que era tarea del Parlamento; hoy ni siquiera eso sirve, porque también los tribunales son objeto de la estrategia de desgaste institucional que Sánchez ha puesto en marcha para agotar su legislatura. El resultado es un sistema democrático desnaturalizado, sin presupuestos, sin control parlamentario y sin contrapesos eficaces.
abc.es
hace alrededor de 6 horas
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