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Asesinato en la pantalla: cuando las palabras sangran

Asesinato en la pantalla: cuando las palabras sangran
Cuando en el programa Teleberri por la noche de la EITB (radio televisón pública del País Vasco) alguien se atrevió a pronunciar la palabra “asesinados” para referirse a las víctimas de las corridas de toros de Sanfermín, automáticamente se activaron todos los mecanismos de defensa del 'statu quo' A los taurinos les hizo pupa una palabra: “asesinados”. Les hizo daño porque es una palabra punzante como una puya, afilada como una espada. No es retórica, es la precisión que tantas veces falta en la estocada. Decir “asesinado” para describir la muerte planificada, ritualizada y pública de un toro en una plaza no es una licencia literaria ni un eufemismo: es llamar a las cosas por su nombre. La disputa conceptual de los últimos días, que ha enardecido platós y tertulias en las televisiones vasca y nacional, ha desatado no solo la rabia de los defensores de la tauromaquia, sino también el miedo institucional a un lenguaje que revela algo que les resulta insoportable: la lucidez de la ética animal. Cuando en el programa Teleberri por la noche de la EITB (radiotelevisión pública del País Vasco) alguien se atrevió a pronunciar la palabra “asesinados” para referirse a las víctimas de las corridas de toros de los Sanfermines, automáticamente se activaron todos los mecanismos de defensa del statu quo: el lobby taurino saltó como si esa palabra fuera un abismo y no pudieran permanecer ni un segundo en su borde; los editoriales de prensa se atragantaron en el vértigo de esa caída; quienes presentan y conducen tal espacio abismal prefirieron los eufemismos: “sacrificio”, “lidia”, “fiesta”, “toreo”. Hasta con “arte” se atreven. Pero, por un instante multitudinario, la televisión vasca permitió que la semántica reclamara justicia y dignidad para los no humanos, gracias a un periodista que se atrevió a llamar a las cosas por su nombre. Se supone que eso era el periodismo: llamar mafia a la mafia o genocidio al genocidio. La integridad moral del compañero de la EITB fue inmediatamente contestada por la Asociación Nacional de Organizadores de Espectáculos Taurinos (ANOET), que se quejó a la televisión vasca, manifestando su “más enérgica repulsa” y acusando al medio de “tratamiento informativo sectario”. Por su parte, es comprensible: tienen que defender la cosa suya. Lo que, sin embargo, no se comprende a estas alturas es que la Defensoría de las Personas Usuarias de Televisión, Radio e Internet de EITB reconozca que la expresión “asesinados” para referirse a la muerte de los toros durante la “lidia” en la plaza es “totalmente inadecuada”. En realidad, quienes se oponen al uso de la palabra “asesinado” no cuestionan la acción que se ha realizado —el acto de matar con premeditación—, sino la condición de sujeto moral de la víctima de esa acción. La cuestión es la sintiencia, la capacidad de sentir dolor, miedo, terror. Un toro siente y, por tanto, es sujeto. Si es víctima de una tortura que conlleva su muerte, decir que ha sido “asesinado” es totalmente adecuado. Un mínimo de rigor, Defensoría: la ciencia y la ética contemporáneas ya no permiten coartadas, el periodismo no debería permitirlas. En esta cuestión entre sintiencia y poder el compañero de la EITB ha dejado un importante legado periodístico: el del lenguaje como resistencia. ¿Por qué se rechaza la palabra “asesinado” en los medios? Porque nombrar es destapar la vergüenza social, arruinar el ritual, mostrar el crimen que es. El lenguaje delata la violencia, por lo que se impone la censura semántica como defensa última de un repugnante y agónico privilegio: el de matar y llamarlo arte. Cuando alguien osa en televisión romper el cerco de poder y declarar “asesinado” al asesinado, el relato oficial se tambalea, pierde pie, cae al abismo de la conciencia. Y en ese temblor, en ese breve instante, aflora el verdadero pulso de este asunto político y moral: cuál es el límite, lo tolerable, no ya de lo practicable sino de lo decible. En tiempos y asuntos de barnices, lo verdaderamente radical es apostar por la mera claridad. Contra la corrección hipócrita del idioma, contra la cobardía de la equidistancia, toca asumir el coste de nombrar la muerte: lo que ocurre en una corrida de toros es un asesinato, y la palabra, lejos de ensuciar, limpia la escena de justificaciones. Porque en una sociedad donde el asesinato se televisa, lo verdaderamente indecente no es quien lo nombra, sino quien lo aplaude. Un país puede medirse, entre otras cosas, por la altura (o la miseria) de su lenguaje público. España, tenaz en torcer las palabras hasta tergiversarlas o vaciarlas, ha vuelto a exhibir su pudor sangriento. No es una anécdota léxica, es la confesión de un fracaso moral; es, sobre todo, una declaración política de la guerra que se libra contra la evidencia y la compasión. La censura de esta palabra forma parte de la conspiración sistémica contra lo decente. Así funciona la ingeniería del eufemismo: primero se oculta la violencia detrás del arte, después se pule la palabra hasta volverla inofensiva. Y desde los platós, las pantallas y los titulares, el poder decide: “asesinado” es inadmisible porque pone frente a frente a dos sujetos —el que mata y el que muere— y eso es lo que duele. Prefieren hacer solemne la ejecución, despojarla de fealdad, de sufrimiento, de su naturaleza de crimen. Pero la verdad es insumisa, casi redundante en la radicalidad de la alevosía que tiene lugar en una plaza de toros. La autoridad lingüística, parapetada tras el pánico al escándalo, quiere impedir que la palabra nombre la realidad porque la realidad es insoportable. Y la televisión vasca, temblorosa, ha preferido proteger la tortura antes que aceptar el espejo de la ética. La palabra es el mal menor, lo mayor es la complicidad. Para la maquinaria simbólica del Estado —cultural, mediático, autonómico, nacional—, abrir el cerrojo verbal es renunciar al último baluarte de la impunidad: la invisibilidad. Rectificar no es otra cosa que disciplinar a la discrepancia, marcarle los límites: se puede hablar de sufrimiento animal, siempre y cuando no se nombre la muerte concreta, en un lugar concreto, siempre que no se designe al asesino, que no se apunte al espectáculo como crimen. La sociedad rechaza mayoritariamente la tauromaquia (las encuestas, cansadas, lo repiten una y otra vez), pero la política, la maquinaria del poder, sigue blindando la insensibilidad, anestesiando el vocabulario. Llamarlo asesinato no es ofensa, sino deber. Porque las palabras son actos, trincheras y desafíos. Porque llamar asesinato a una ejecución brutal no equivale a insultar, sino a devolverle dignidad a la víctima, y señalar la responsabilidad del verdugo. Lo verdaderamente escandaloso no es la palabra, sino los cuerpos desplomándose ensangrentados mientras el periodismo y las instituciones deciden qué adjetivo es “apropiado”. Resulta obsceno que la televisión vasca, en pleno siglo XXI, repruebe la claridad y prefiera el aderezo del eufemismo. Su rectificación es la rendición ante los lobbies de la explotación, la tortura y el crimen taurino, otro muletazo sobre la arena ensangrentada de la ética pública. Rectificar la semántica es blindar la sangre, es elegir violencia en vez de paz. Ojalá el periodista de la EITB fuera un ejemplo con su valentía elemental al nombrar esa muerte. Porque mientras el país teje su coartada, los toros —asesinados, sí, asesinados— siguen esperando justicia. Ya no nos falta el conocimiento de la verdad, sino el coraje suficiente para sustentarla con palabras. Si a los taurinos les hizo pupa una palabra, ¿cuál usarían si los mataran a ellos acuchillándolos y clavándoles una espada que atraviesa la médula espinal? Eso no duele, dicen, eso es arte.
eldiario
hace alrededor de 16 horas
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