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¿Cárcel para los 'Vito Quiles'?

¿Cárcel para los 'Vito Quiles'?
¿Qué respuesta le damos a cada uno de los agentes implicados, a los nazis con bates que agredieron brutalmente a un chaval y a los difusores de las convocatorias? ¿Cuál es el mejor discurso y cuál es el más efectivo cuando lo de enfrente es, insisto, la barbarie fascista? La semana pasada asistimos a la retransmisión en bucle de la barbarie fascista: nazis congregándose todos en fila en Torre Pacheco con la intención de perseguir y dar cacería a la población migrante de ese municipio, tras haber convertido un caso individual de agresión a un vecino en bandera y justificación para su odio; agitadores de extrema derecha yendo allí como quien se va de turismo o de safari, reunidos como los villanos de una peli de superhéroes, primero de cañas y luego al streaming en vivo para atizar, en la medida de sus posibilidades, las llamas de la furia y el pogromo. Este fin de semana han estado a punto de volver a intentarlo, en Alcalá de Henares, pero su intento se ha quedado en un pinchazo. Quizá lo más interesante hoy sea ya plantearnos otra cosa: ¿qué respuesta le damos a cada uno de los agentes implicados, a los nazis con bates que agredieron brutalmente a un chaval y a los difusores de las convocatorias? ¿Cuál es el mejor discurso y cuál es el más efectivo cuando lo de enfrente es, insisto, la barbarie fascista? Hace unos días, Alberto Ibáñez, diputado de Compromís en el Grupo Parlamentario Plurinacional Sumar, defendía en este mismo periódico la necesidad de aplicar la ley de partidos para ilegalizar a Vox, propuesta que quizá suponía “matar moscas a cañonazos” o que podía ser “autoritaria”, pero que juzgaba necesaria, porque “se acabó el buenismo”. Tengo la intuición de que una medida así sería profundamente contraproducente y encima no acabaría con los motivos por los cuales, a día de hoy, millones de españoles –que ya existían antes y seguirán existiendo– optan por votar a una opción política racista y autoritaria; creo que el remedio sería peor que la enfermedad y también temo que, si la derecha tuviera una mayoría cualificada para ello, su respuesta a algo así, una vez sentado el precedente, fuera acabar ilegalizando, por ejemplo, al Partido Comunista: no sería inaudito en Europa. Pero me interesa más otra cosa: lo que late cuando uno dice que “se acabó el buenismo”. Ione Belarra, secretaria general de Podemos, ha afirmado recurrentemente estos días que, en una democracia plena, Vito Quiles ya estaría en la cárcel por su “incitación a la violencia terrorista, racista y al odio”. Yo le respondí en redes sociales que una democracia no es más plena por meter a más gente en la cárcel y que me preocupaba que desde la izquierda asumiéramos sin reparos un discurso carcelario y punitivo sobre la justicia y las instituciones. No faltó entonces esa misma acusación: por dudar sobre la conveniencia de la condena penal se me llamó “buenista”, cuando no directamente filofacha. ¿Qué serán, pues, teóricas como Ruth Gilmore, capaces de criticar “la presunción de que el castigo es la forma de superar el daño” o ver en la petición de castigo penal para quienes emiten discursos racistas u homófobos un síntoma de falta de imaginación política? Hay pensadores que parecen convenirnos más cuando se trata de estamparlos en camisetas o usar alguna frase célebre suya en lugar de asomarnos de verdad a la radicalidad de su discurso. Angela Davis se pregunta: “¿Cómo es posible resolver el gran problema de la violencia racista del Estado haciendo que los individuos tengan que llevar la carga de esa historia y además asumiendo que, al procesarlos penalmente, efectuando sobre ellos nuestra venganza, habremos progresado de alguna manera en la erradicación del racismo?”. La crítica que esboza Davis al complejo carcelario no es la denuncia demográfica a la que querrían reducirla algunos, mera exposición de la cantidad de personas racializadas en estructuras penitenciarias como las de Estados Unidos. Su radicalidad, de hecho, reside en cómo se fija en las formas, procedimientos y fines del sistema en sí: no desde la ingenuidad hippie, sino buscando alternativas reales y democráticas más allá del castigo. No creo que comportamientos como el de Vito Quiles deban permanecer impunes, aunque me preocupa que el marco desde el cual lo enfoquemos todo sea el de la impunidad: disponemos de un amplio abanico de sanciones administrativas y medidas alternativas, si bien tampoco estas han hecho mucho en los últimos años por acabar con los discursos de odio. Pero meterlo directamente en la cárcel para tener una democracia más plena tendría varias consecuencias: una, la creación de un mártir o de muchos mártires, y también la asunción de que la izquierda tiene que enfrentarse a la libre expresión del odio por vía penal en lugar de desmantelar las estructuras que lo permiten; dos, la misma lógica que ha generado un discurso feminista punitivo en los últimos años, más centrado en los esquemas penales que en medidas restaurativas o cuidado de las víctimas; tres, la posibilidad de que ese ánimo de castigo un día se vuelva contra la propia izquierda, cual bumerán, y acabe todo en una escalada hasta ver qué campo político es capaz de amenazar con más penas de prisión a su contrario. Es difícil concebir cómo meter en la cárcel a Vito Quiles –o a Bertrand Ndongo– por sus vídeos y declaraciones contribuye a la erradicación del racismo, o del fascismo, porque la raíz del racismo no reside en unos pocos corruptores del pensamiento que habrían hipnotizado a las masas. La persistencia del racismo es estructural y obedece a causas estructurales que su conversión en un problema individual no soluciona, igual que no se acaba con el machismo o el patriarcado con una mayor pena de cárcel. El dolor es siempre comprensible, hace brotar la empatía, y la violencia genera su propio efecto espejo, pero ¿qué nos sucede cada vez que decimos “que se pudran en la cárcel” o tratamos a un ser humano como resto descartable? ¿Qué pasa cada vez que asumimos que alguien por su esencia ha de ser aislado para siempre, que la solución a problemas políticos es la lógica del castigo? ¿No sería extraordinariamente fácil que este uso de la prisión como muleta se usara en nuestra contra, la misma prisión que injustamente encarcela a los seis de Zaragoza, a los sindicalistas de La Suiza? No se trata de absolver a quienes difunden el odio, sino de ir más allá de la cárcel como única solución política. Está claro que todos estos pensamientos me generan a mí misma contradicciones e incomodidades, pero quizá convendría que fuéramos capaces de abordar precisamente esas tensiones, desde la izquierda, en lugar de vernos tan fácilmente arrastradas a espirales punitivas.
eldiario
hace alrededor de 16 horas
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