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Bulos de Estado

Esta semana se ha cumplido un año desde que el presidente del Gobierno enviara su 'segunda carta a la ciudadanía' para protestar por la citación judicial de su esposa. En la misiva, prolongación de la que había inaugurado sus cinco días de reflexión, se quejaba amargamente de los «bulos» con que las supuestas derecha y extrema derecha propagaban informaciones falsas sobre él. La tesis presidencial reposaba en la idea de que los problemas con la Justicia del entorno personal de Sánchez –su mujer, su hermano, sus ministros de mayor confianza– respondían al funcionamiento de una compleja maquinaria en la que asociaciones ultraderechistas montaban causas a través de los llamados bulos, ninguno desmentido. Muy al contrario, los procesos contra la órbita de Sánchez siguen adelante un año después sin que se hayan obtenido respuestas concluyentes y cada día se enturbia más la reputación del partido de Gobierno, de La Moncloa y la familia del presidente. Además de no esclarecerse los casos de los que se quejaba Sánchez en sus excéntricas cartas, en este tiempo se ha hecho familiar un concepto molesto, confuso y desconcertante: el bulo. La mentira en la prensa existe y está regulada en nuestro ordenamiento desde hace décadas: ya se podía discernir sin dificultad alguna en un tribunal lo que era o no una información veraz, y el aludido podía defenderse. Sin embargo, Sánchez inauguró la categoría de bulo en una acusación que no servía para desmentir la noticia, sino más bien para desacreditar a los medios en general. Si esto y lo otro eran bulos, todo podía serlo. Una herramienta de todos los populismos, y quizás una de las más dañinas para las sociedades que los sufren, consiste en sustituir la verdad por mentira y así servir a un objetivo superior: que la noción de verdad sea imposible de concebir aunque la sostengan las más palmarias evidencias. Esto y lo otro eran bulos, y de alguna manera, todo lo que iba en su contra era un bulo, se quejaba un Gobierno que paradójicamente se ha convertido en una constante fuente de mentiras. La acusación de falsedad a cualquier afirmación que contravenga sus intereses constituye, en sí, una falsedad, pues las informaciones en su contra se han mostrado ciertas, veraces y fundadas. El último de todos los bulos, doloroso por su evidencia y las connotaciones que acarrea, lo hemos conocido esta misma semana. Solo han pasado unos días desde que el Gobierno no rectificara una información que era errónea y enviara a sus ministros-candidatos y portavoces a propagar falsamente que un mando de la Guardia Civil planeaba un magnicidio colocando una bomba lapa en los bajos del coche del presidente. Poco después de la noticia, rectificada por muchos medios, se supo que la conversación estaba manipulada y que era el agente el que temía, hiperbólicamente y en conversación informal con un confidente, que el Gobierno le colocara una bomba a él. El Ejecutivo siguió sosteniendo que había una trama para matar al presidente y fabuló un magnicidio y un intento de golpe de Estado tan burdo, peligroso y evidente que recordaba la arquitectura argumental de los autogolpes antidemocráticos. Los bulos de Estado son los más graves de todos , en cuanto proceden de instituciones que deberían gozar de la confianza de los ciudadanos para el normal desarrollo de una sociedad libre. Las consecuencias de este fenómeno van más allá de la distribución falsa de información, lo que desde periódicos como este debemos denunciar. También descomponen la conversación entre personas en el espacio público a través de una degradación cada vez más difícil de revertir.
abc.es
hace alrededor de 13 horas
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