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El fin del verano de Netanyahu

El fin del verano de Netanyahu
Es fascinante y esperanzador ver a la humanidad, hemos visto esta semana, (poco y mal, lo sé) representada en la Asamblea de las Naciones Unidas, levantarse prácticamente en bloque para dejar solo a Netanyahu dar su discurso frente a los pocos líderes dispuestos a escucharle. A pesar de llegar ochenta años y millones de muertos tarde, a pesar de hacerlo por miedo al inexorable juicio de la memoria humanaBoicot a Netanyahu en la ONU: un centenar de delegados abandonan la sala y le reciben entre abucheos Por más que el cielo se haga el tonto, el otoño ya ha llegado. Por más que insista el sol en tardar en atardecer o todavía resistan las hojas de los árboles, por más que el sol del mediodía siga escociendo, por más pantalones cortos y vestidos que todavía no cuelgan del armario, el otoño ha llegado. Y qué maravilla. Justo al escribir esto, he pensado en las posibilidades de la literatura para expresar lo que pasa; en qué habría escrito otro para decir lo mismo. Yo he tirado de tópicos manidos porque para eso están: para manirlos. Virginia Woolf habría encontrado la forma de decir que el otoño es un hilo que se cose entre dos estaciones, un murmullo que si te detienes a escucharlo oyes dentro de ti; Cortázar diría que esta época es cuando los árboles se distraen y se les caen las hojas, y entonces uno tiene que andar pisando recuerdos que crujen como si fueran otra cosa. Y yo, claro, aquí citando a ambos como si me levantara cada mañana desayunando con ellos. En realidad, lo único que tengo de literato es que me da frío antes que a los demás y ya estoy pensando en sacar la manta. Esta estación siempre trae consigo la sensación de borrar lo que trae detrás; por eso muchos vemos en el uno de septiembre un uno de enero mucho más que en el día de añonuevo. La memoria hace lo mismo: se retrae y se expande a la vez, se acumula y se diluye y deja rastros que uno puede reconocer sin necesidad de retenerlos por completo. Borges decía que somos un quimérico museo de formas inconstantes, un montón de espejos rotos; la memoria es un vago intento por alcanzar la eternidad de alguna manera. Nuestra necesidad de dejar huella es tan imperante que nos vale con dejárnosla a nosotros mismos. Ese narcisismo del recuerdo nos hace olvidar, oxímoron mediante, que la memoria colectiva es abrasiva y brutal frente a la individual; por eso quienes sueñan con prolongar su presencia más allá de lo posible topan con el límite invisible de que la historia no se somete ni siquiera ante quienes creen estar escribiéndola. Es fascinante y esperanzador a partes iguales cómo la memoria de todos sigue su curso indiferente a la ambición de la de unos pocos. Es fascinante y esperanzador ver a la humanidad, hemos visto esta semana, (poco y mal, lo sé) representada en la Asamblea de las Naciones Unidas, levantarse prácticamente en bloque para dejar solo a Benjamin Netanyahu dar su discurso frente a los pocos líderes dispuestos a escucharle. A pesar de llegar ochenta años y millones de muertos tarde, a pesar de hacerlo por miedo al inexorable juicio de la memoria humana. Ha sido esa corriente subterránea que, como el otoño, llega sin avisar y barre con su brisa lo que parecía eterno. Esas sillas vacías no eran solo un gesto de repudio; eran un murmullo, como diría Woolf, que se teje entre los intersticios de la historia, un susurro que dice: “Basta ya”. Porque la historia no es el lienzo donde los poderosos pintan sus victorias, sino el tapiz raído que los pueblos remiendan con sus pasos, sus lutos, sus gritos que resuenan desde las plazas en ruinas de Gaza hasta las calles de cualquier ciudad que haya conocido el peso de la opresión. Los líderes que se levantaron no lo hicieron solo por Palestina, ni solo por el cansancio de escuchar la misma retórica que justifica el polvo y la sangre; lo hicieron porque la memoria, esa bestia que Borges imaginaba como un montón de espejos rotos, no permite que el reflejo de la injusticia se eternice sin romperse. Por más que el cielo se empeñe en fingir verano, por más que los soles de la retórica brillen con la promesa de la eternidad, el otoño ha llegado. Y con él, la certeza de que las hojas caen para recordarnos dónde está el suelo.

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