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El Papado ante el final de la era de la confianza

El Papado ante el final de la era de la confianza
El nuevo Papa tendrá dos opciones: o asumir resignadamente la violenta situación que acaba de emerger, o trabajar por la confianza desde el liderazgo que aporta el Papado a quien lo ostenta, con una potencia mediática, ideológica y moral gigantesca. “Confianza” está definida en el Diccionario de la RAE, en su primera acepción, como un nombre femenino que significa: “esperanza firme que se tiene de alguien o algo”. Es sin duda la mejor forma de describir el consenso que ha presidido el orden internacional en las últimas ocho décadas, desde el final de la II Guerra Mundial. A pesar de las enormes diferencias entre los dos más poderosos regímenes políticos vencedores de la contienda bélica (Estados Unidos y Rusia), había entre ellos la “confianza” en que la conducta de los líderes de esos países iba a seguir unas determinadas directrices de estabilidad y de no agresión política o económica. Esa confianza existía también, y especialmente, en el interior de cada polo. En el occidental, regido por la alianza atlántica y el libre comercio entre América y Europa. En el oriental, regido por el Pacto de Varsovia y por unas relaciones de respeto hacia el flanco asiático, en particular China. La guerra fría tuvo poco de guerra y mucho de lo que se llamó “deténte” entre ambas grandes alianzas, o el apaciguamiento de las tensiones con la URSS. Dos dirigentes destacaron en Estados Unidos en la dirección con mano hábil de esa especie de convención: Brzezinski (con el presidente Carter) y Kissinger (con Nixon).  La confianza existió incluso después de la desaparición del Pacto de Varsovia y la consiguiente aparición de estados soberanos en Europa del Este que antes eran parte de la URSS (por ejemplo, los bálticos) o estaban absolutamente controlados por Moscú (Polonia, Rumanía, Bulgaria, Croacia, o el caso especial de Alemania del Este). Los papas Juan XXIII (1958-1963) y Pablo VI (1963-1978) colaboraron, desde su perspectiva propia, a la consolidación de la confianza como elemento intangible, pero verdaderamente eficaz, para la construcción de un orden internacional superador de la catástrofe para Europa que supuso la confrontación interestatal en la primera mitad del siglo XX. Y, tras los papados de Juan Pablo I (1978), Juan Pablo II (1978-2005) y Benedicto XVI (2005-2013), el papa Francisco ha desarrollado un pontificado de impresionante fuerza social, con su mensaje contra las desigualdades, por los derechos humanos o el rechazo nítido del genocidio de Gaza en los últimos años. El papa Bergoglio ha contribuido así, con la proyección global que posee el Papado, a un orden internacional en el que es esencial que los sujetos políticos y sociales puedan prever la conducta de los demás. Es decir, que los poderes políticos esenciales, y las instituciones con capacidad de intervenir más allá de su entorno, puedan predecir lo que los demás harán, o no harán en ningún caso. Esto ha sido posible por la auctoritas que ha tenido indudablemente el Papa Francisco, que acaba de morir coincidiendo con la llegada del factor más disruptivo de los últimos 80 años: Donald Trump, y con él la incertidumbre y la inseguridad. En efecto, la era de la cultura de la confianza en el orden internacional ha finalizado, simbólicamente, con la coincidencia entre la llegada de Trump y el fallecimiento del Papa Bergoglio. El próximo Papa no sabemos quién será.  Al reciente presidente de los Estados Unidos sí lo conocemos. Desgraciadamente. Porque ha significado el final de un largo período en la Tierra en el que las relaciones internacionales poseían el elemento nuclear para la estabilidad mundial, la confianza entre poderes que, no obstante sus diferencias, aceptaban una imprescindible estabilidad. La pérdida de la confianza globalizada empezó en realidad con la decisión de Putin de anexionarse Crimea, en 2014. A ello le ha seguido la invasión de Ucrania desde hace tres años, que ha transformado por completo la naturaleza del poder que gobierna en Rusia. Ya no cabe confiar en que Rusia no invadirá ningún país europeo en el futuro. De ahí la automática reacción de Suecia y Finlandia de ingresar en la OTAN. Después de Putin, Trump ha irrumpido en la política internacional y su nacionalismo confuso y errático ha terminado por destruir definitivamente lo que hemos llamado “confianza”, como el corazón de un orden internacional basado en normas, en el Derecho Internacional, en la intangibilidad de las fronteras y en el multilateralismo, que es lo contrario al unilateralismo y a la arbitrariedad como forma de hacer política. Las primeras decisiones –por llamarlas de alguna forma– de Trump, por su cantidad apabullante y por su entidad, han destrozado en segundos lo que había sido construido en casi un siglo. Destacan su pretensión invasora de territorios como Groenlandia, Canadá, Panamá, o incluso Gaza (!), o las amenazas a México. Son pretensiones de una gravedad extraordinaria. Que no se sabe si se activarán y cuándo. Es sorprendente que Trump, y su equipo, concentre sus ataques (dialécticos) en quienes son sus supuestos aliados, por ejemplo la Unión Europea, y convierta en partner al enemigo tradicional, Rusia, apoyando su posición bélica en Ucrania y su ambición de anexionarse definitivamente Crimea y el este del país. Trump se ha atrevido a amenazar a Estados soberanos, algo impropio de democracias liberales, con tal desenvoltura que ha expandido el terror urbi et orbi. Con ello se ha producido un efecto bumerán sobre su impredecible política exterior. La otra gran vertiente exterior de su política –sin mencionar la interior, que arrasa con la intervención en las universidades, en la ciencia o en las deportaciones– es lo que ha explosionado la economía internacional: la subida estratosférica y despótica de los aranceles, aislando comercialmente a Estados Unidos y rompiendo las reglas elementales del libre comercio. Todo para conseguir unos hipotéticos ingresos fiscales que le permitan bajar drásticamente los impuestos a las multinacionales norteamericanas, en un país que es el mayor deudor del planeta. Putin y Trump son la punta de lanza, los protagonistas, de una nueva etapa en el (des)orden internacional, que hace desaparecer lo que mantenía con estabilidad ese orden. Es el fin de la era de la confianza. Y esto es lo que se va a encontrar el nuevo Papa. Ante ello, tendrá dos opciones: o asumir resignadamente la violenta situación que acaba de emerger, o trabajar por la confianza desde el liderazgo que aporta el Papado a quien lo ostenta, con una potencia mediática, ideológica y moral gigantesca. El Papado ha empezado en el siglo XXI a tener un papel especial. Lo ha hecho claramente con Bergoglio. Este Papa carismático ha conseguido que su discurso a favor de los desfavorecidos, los inmigrantes o los perseguidos por su raza o su orientación sexual haya llegado más allá del espacio católico para convertirse en un mensaje universal. Pero no ha logrado aún frenar el discurso caótico y arbitrario de los disruptores del siglo XXI, Trump y Putin esencialmente. El inmediato Cónclave deberá pensar que el nuevo Papa tendrá que tomar el relevo de Francisco donde éste lo dejó y ayudar a restituir en el centro de la humanidad al bien más preciado de un mundo aún globalizado: la confianza en que prevalecerá el respeto por los seres humanos.
eldiario
hace alrededor de 9 horas
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