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Aprender a destrabajar

Aprender a destrabajar
Aprender a destrabajar consiste en reconocer que esta “economía del conocimiento” no requiere tantas horas de dedicación como requería la vieja industria. Y que por lo tanto podemos trabajar mucho menos y seguir produciendo la misma riqueza o más Si tuviera que contar, a toda prisa y sin muchos matices, la historia de lo que está pasando hoy en el mundo, contaría algo como esto: Vivimos en un mundo moldeado por una transformación sin precedentes en la historia humana. La Revolución Industrial no solo cambió la forma en que producimos bienes y servicios, sino que creó una estructura moral entera que ha llegado intacta hasta nuestros días. Esa estructura decía que la economía era el espacio donde las personas generaban valor para la sociedad y, a cambio, recibían recompensas. Por eso tenía sentido que los beneficios sociales —el paro, las pensiones, el reconocimiento social, el bienestar material— estuvieran ligados al trabajo. Si contribuías, recibías algo a cambio. Si no, estaba justificado que la sociedad no se hiciera responsable de ti. Así nació el arquetipo del trabajador industrial, una figura que con el tiempo se fusionó con la idea misma de la masculinidad hegemónica. Ese hombre serio, sacrificado, disciplinado, que nunca se queja, que antepone el bienestar de los demás a su propia experiencia vital. El chico de a pie, el hombre común. Un ideal de ser humano construido sobre la resistencia, el silencio y la entrega al trabajo.  De esta manera le otorgamos al trabajo no solo el valor de garantizar la supervivencia económica, sino también la medida última de la virtud individual. Trabajar no era -no es- solo un comportamiento económico: es la forma de ser bueno y virtuoso en el mundo contemporáneo. Pero para que esa lógica funcionara, el sistema debía cumplir su parte: tenía que haber trabajo para todos. Esos obreros fabriles tenían que poder encontrar el lugar en el que sacrificarse. De otra manera, el sistema entero se volvía una estafa. Por eso la obsesión de todos los gobiernos del planeta, de España a China, es que haya pleno empleo. La paradoja que encerraba todo esto es que, al mismo tiempo, el propósito último del sistema económico era y es abolir el trabajo. Y esto no es ningún secreto, ni ninguna idea extrema. El objetivo de la industrialización es mejorar la eficiencia en los procesos productivos, esto es, producir más con menos. También con menos trabajo. Desde el punto de vista de la economía, la mejor fábrica es la que no necesita empleados.  A lo largo de los 200 años que mediaron entre los inicios de la Revolución Industrial y el final del siglo XX, la destrucción de empleo que producía la industrialización se vio amortiguada por un pequeño gran milagro que un famoso economista bautizó como “destrucción creativa”. La industrialización, decían, era un proceso mutante por el cual la desaparición de unas industrias daba lugar a otras nuevas. El trabajo, el capital y el consumo que ya no era necesario en un lugar acababa fertilizando otros terrenos y dando lugar a más crecimiento en otro lugar. En los años 80 del siglo pasado parecía estar teniendo lugar una de esas mutaciones. Solo que esta vez, por primera vez en la historia, no se iban a sustituir unas fábricas por otras. En esta ocasión los que iban a mutar serían los trabajadores, que dejarían de ser los obreros manuales del siglo XX y serían sustituidos por unas criaturas nuevas: los trabajadores intelectuales de una recién estrenada economía del conocimiento. No solo esto, sino que ya no serían esos trabajadores sacrificados los que mutasen, sino que el plan era educar a una generación para que fueran ellos los que tomasen el testigo. No serían los trabajadores fabriles los que harían esa transición, sino algo mucho más importante para ellos: sus hijos. Sus hijos recolectarían los frutos del esfuerzo de una sociedad. Hoy podemos observar como la “destrucción creativa” que produjo el salto de la economía manufacturera a la economía del conocimiento no funcionó como esperábamos. A pesar de que estamos en máximos históricos de empleo en prácticamente todo el planeta, uno de cada cuatro graduados universitarios está sobrecualificado (en EEUU, en la UE y hasta en China). O sea, que uno de cada cuatro de esos “hijos” tiene más formación de la que requiere su puesto de trabajo. ¿Y qué ocurrió con quienes no se graduaron? Más o menos el 50% de la población en los países desarrollados sigue sin ir a la Universidad. Para ellos desapareció por completo la posibilidad de encontrar uno de esos fantásticos trabajos manuales bien pagados y estables. Lo que subyace a estas dos tendencias es el fracaso de la transición hacia una economía del conocimiento. No era posible sustituir, de forma directa y en la misma escala, a un trabajador de una fábrica —o de una obra, o de una mina— por un creador de contenido, un analista o un diseñador. La economía de hoy simplemente no necesita tantas horas de trabajo como hace cien años, y eso es lógico: en ese tiempo, la productividad se ha multiplicado por quince, pero nuestras necesidades no lo han hecho en la misma proporción. Hoy los gobiernos a izquierda y derecha, de Biden a Trump, de Sánchez a Feijóo, de Scholz a Mertz, están intentando desesperadamente volver a ese pasado industrial de los trabajadores manuales. Aunque los métodos sean distintos -aranceles, subvenciones, o planificación estatal de inversiones- la lógica subyacente es la misma: como nos damos cuenta de que la economía del conocimiento no va a traer un lugar para cada persona en la sociedad, debemos hacer lo posible por resucitar la que funcionó hace 40 años. Pero es que esto es un disparate. Y no solo porque el pasado no puede volver. Ni siquiera porque la razón que llevó a la sociedad occidental a abandonar la economía industrial es que la vida de la cadena de montaje era una existencia miserable. Sobre todo porque la industria ya tampoco va a ser sinónimo de empleo.  Para muestra, el botón del caso de Altri, la papelera que quiere instalarse en Galicia y que requiere una inversión de 900 millones de euros -250 de ellos de dinero público- para generar 500 puestos de trabajo. Salen a 1,8 millones de euros por trabajador. Claro que hay muchas razones para tener una industria fuerte: estratégicas, geopolíticas y de desarrollo tecnológico, entre otras. Pero no podemos seguir fiándole el modelo de sociedad a que la industria vuelva a darle a cada persona un lugar en el mundo. Eso no va a ocurrir. Hay otro camino para salir de este atolladero, que es aprender a destrabajar. Aprender a destrabajar consiste en reconocer que esta “economía del conocimiento” no requiere tantas horas de dedicación como requería la vieja industria. Y que por lo tanto podemos trabajar mucho menos y seguir produciendo la misma riqueza o más.  Que puede existir una economía mucho más vibrante que la actual donde la gente trabaje la mitad en aquellas cosas que verdaderamente aportan valor. Que el valor que aportamos las personas a la economía ya no se puede medir en horas. Y que las empresas no se tienen que ver perjudicadas por ese cambio, al revés, se pueden ver beneficiadas. Aprender a destrabajar consiste en sacar el trabajo del centro de esa ecuación que calcula cuán valioso es alguien en el mundo. Significa ir desmontando la lógica que convierte la vida en una carrera de méritos laborales, donde el reconocimiento social, el acceso a derechos y la autoestima personal dependen exclusivamente de cuánto y cómo se trabaja.  Aprender a destrabajar es reconocer que el valor de una persona no se mide en las horas que pasa calentando la silla en la oficina, sino en su contribución real a la vida en común. Poner en valor la productividad, claro, pero también la creación artística, el emprendimiento, el aprendizaje, la exploración y la contribución a la cohesión de la sociedad.  Aprender a destrabajar significa repensar las políticas públicas para que no hagan reposar todas las recompensas solamente en el trabajo. Encontrar nuevos acuerdos sobre qué otras contribuciones a la sociedad merecen una recompensa.  Aprender a destrabajar es encontrar un nuevo horizonte para el siglo XXI. Uno que vuelva a inspirar al mundo con una promesa de territorios por explorar. Si el reto del siglo XX fue llegar al pleno empleo, para que todos pudieran trabajar, “la meta del siglo XXI será el pleno desempleo, para que podamos jugar”.
eldiario
hace alrededor de 8 horas
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