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Entre la impotencia y la acción: Gaza y el deber de intervenir

Entre la impotencia y la acción: Gaza y el deber de intervenir
Como víctimas, lo que quieren es que se termine el genocidio y se les devuelvan las tierras y la justicia. Y no es fácil ver en qué medida la propuesta de retirar ministros de izquierdas puede contribuir a ese anhelo El genocidio que está teniendo lugar en Gaza no debería dejar a nadie indiferente. Es prácticamente imposible no estremecerse ante las imágenes que salpican cada día nuestra vida cotidiana, mostrándonos la destrucción intencionada que el gobierno de Israel infligiendo sobre la sociedad palestina. La magnitud del daño no puede medirse siquiera por las brutales cifras de personas asesinadas, incluso aunque sume ya decenas de miles de menores. Tampoco podemos hacernos una idea cabal del odio profundo que recorre la mente colectiva israelí, ya capaz de justificar cualquier atrocidad sin límite alguno como lúcidamente recordaba Santiago Alba Rico en estas mismas páginas. Lo normal es que ante una situación así nos sintamos completamente enfadados e incluso abatidos. Supongo que eso significa que seguimos siendo seres humanos, y que la injusticia sigue doliéndonos en lo más profundo de nuestra alma, aunque el daño esté recayendo sobre personas que ni siquiera conocemos. Y ojalá nunca nos veamos en una situación en la que las cifras de asesinados en Gaza, o en cualquier otra parte del mundo, nos dejen indiferentes. Será ese momento cuando estaremos completamente derrotados y sin capacidad alguna de recuperación. El mundo está bañado en sangre y dolor, como lo ha estado siempre. Hoy a la invasión rusa en Ucrania y la matanza israelí en Gaza debemos sumar las guerras en Sudán, el Congo y en el Sahel, además de otros conflictos bélicos. Y cuando las armas están en silencio, lo que habla para cientos de millones de personas en todo el planeta es la explotación laboral y sexual más descarnada, el abuso y acoso más exagerado y la desigualdad más desproporcionada. Muchos de esos conflictos son invisibles para la mayoría de nuestra sociedad. Incluso cuando es la sangre africana la que riega nuestros dispositivos electrónicos, como ocurre en las minas de cobalto, o el sudor asiático el que produce nuestra barata ropa, como ocurre en los segmentos inferiores de las cadenas globales de valor, la mayor parte de la población de las sociedades desarrolladas permanece impasible ante el dolor ajeno. Por fortuna, siempre hay personas que levantan la voz, apuntan con el dedo y arrojan luz mostrando a las víctimas, explicando la injusticia y señalando a los culpables. Y cuando, como sucede ahora mismo en Palestina, la magnitud del drama es inabarcable, el clamor y la indignación es también proporcional. Pero ¿qué más podemos hacer? Probablemente, nos sentimos impotentes porque nos percibimos pequeños. Es normal. La caprichosa geología repartió asimétricamente los recursos naturales que en diferentes épocas han sido cruciales para el desarrollo tecnológico de las sociedades humanas. El oro y la plata por aquí, el guano y el salitre por allí, el carbón, petróleo y gas natural por aquel lado, el cobalto, litio y níquel por aquel otro… Luego el despliegue del capitalismo, que siempre estuvo acompañado del imperio y la conquista, repartió los papeles otorgados a cada región en una gran división internacional del trabajo, estructurando el mundo entre zonas desarrolladas y subdesarrolladas. Finalmente, las circunstancias sociopolíticas de cada país han ido moldeando el lugar de cada uno en el mundo. En esa panorámica, es comprensible que sintamos que nuestras acciones son apenas una anécdota. Pero precisamente por eso existe la acción política: para romper esa sensación de insignificancia. Ya se sabe, «solo no puedes, pero con amigos sí». Nos organizamos políticamente para sumar fuerzas con otras personas y para hacer más probable que nuestra causa acabe triunfando. Las revoluciones son la expresión más depurada de esta estrategia acumulación de fuerzas, pero también se basa en la misma idea el acto de organizar a los vecinos del barrio. Por lo general, cuando nos organizamos sabemos lo que queremos y exigimos, pero no siempre sabemos a quién debemos hacer llegar nuestras demandas. Seguramente cuando el mundo era mucho menos complejo, ese punto era menos confuso -si bien no menos arriesgado-. Uno se imagina fácilmente al siervo de la gleba quejándose o incluso tomando las armas contra el señor feudal que le arrebata parte de su cosecha, pero más difícil es señalar al culpable cuando un fondo de inversión compra y reestructura completamente la empresa de la que eres finalmente despedido. Nos organizamos políticamente, y conseguimos que nuestros conciudadanos vean lo que hasta entonces era invisible. Desvelamos las redes que se esconden detrás de cada injusticia, y señalamos a los culpables en cuanto los encontramos. Pero ¿qué ocurre cuando nuestra capacidad de maniobra es tan pequeña que incluso aunque todo el país se posicionara en un determinado sentido, tal cosa sería aún insuficiente debido a la correlación de fuerzas internacional? En ese complejo entramado que es la política mundial, y sobre todo cuando es analizado desde el mundo desarrollado, se producen algunas paradojas.  Recuerdo bien un debate interno en Izquierda Unida, cuando se discutía si entrar o no en un gobierno con Podemos y Comunes. Algunas voces importantes se oponían, alegando que nos convertiríamos en cómplices de muchas injusticias. Tuve entonces la ocasión de comentar aquel debate con representantes de las causas palestina y saharaui, así como con embajadores de países latinoamericanos gobernados por la izquierda. Se echaban las manos a la cabeza. Lo que todos ellos preferían era que tuviéramos capacidad de intervención efectiva, aunque fuera mínima, y no podían concebir cómo ante tal circunstancia hubiera quien se negara a asumir las oportunidades que se presentaban. Naturalmente, ellos tenían razones de peso: nuestras encendidas proclamas eran importantes en la batalla cultural en curso, pero lo que podía construir materialidad era la acción de gobierno. Las ayudas económicas, las normas y la presión internacional que anhelaban no podíamos ofrecerla desde una posición de simple apoyo moral. En una inversión de papeles digna de una película de terror, en las últimas semanas desde Podemos han reclamado a los partidos de SUMAR que, si quieren dialogar para sumar fuerzas, primero deben salir del Gobierno para no ser cómplices de lo que está pasando en Palestina. Un gesto simbólico que, en lugar de fortalecer la causa palestina, solo comunica resignación. La pregunta clave es: ¿a quién beneficia la ausencia de ministros progresistas en el gobierno? Difícilmente al pueblo palestino. Como víctimas, lo que quieren es que se termine el genocidio y se les devuelvan las tierras y la justicia. Y no es fácil ver en qué medida la propuesta de retirar ministros de izquierdas puede contribuir a ese anhelo. Por otro lado, también resulta evidente que la correlación de fuerzas, que define siempre el resultado de una batalla política, no es sólo una cuestión numérica. La batalla ideológica que tiene lugar en todas partes va construyendo un imaginario público al que la política siempre está atenta, lo que significa que cuanta mayor presión se ejerce sobre la sociedad civil mayor es también la posibilidad de que desde la arena política puedan avanzar las causas que queremos. De ahí que toda denuncia sobre lo que perjudica al pueblo palestino, incluyendo lo que hace el Gobierno de España con sus relaciones con Israel, tenga que ser bienvenida. Ese tipo de activismo extra-gubernamental espolea continuamente al Gobierno para hacerlo mejor.  Gracias a esa combinación entre presencia institucional y presión social, hoy España lidera las denuncias internacionales contra los crímenes del Estado israelí. Es cierto que no basta. Pero también es cierto que, sin esa presencia, ni siquiera tendríamos un mínimo avance. En un mundo tan oscuro, hay que cuidar hasta la más tenue llama. Y no hay respuestas fáciles, pero sí podemos elegir entre diferentes caminos. En lugar de renunciar a los espacios institucionales, debemos utilizarlos para abrir paso a la justicia. Y hacerlo mientras no dejamos de empujar desde abajo, con movilización y conciencia crítica. No para salvarnos de la culpa, sino para ser útiles. Además, lo que está en juego en Gaza no es solo la vida y el futuro del pueblo palestino: es también la posibilidad misma de seguir creyendo que otro mundo es posible.

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