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Estados Unidos no negocia: ordena

Estados Unidos no negocia: ordena
En este nuevo tablero geopolítico, Europa corre el riesgo de asumir un rol subordinado similar al que tuvieron las colonias británicas: no como competidor comercial, sino como mercado cautivo. El viejo continente, antes centro del sistema-mundo, aparece hoy como una periferia rica, pero políticamente impotente Hace unos días señalábamos que el nuevo acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Europea parecía un tratado desigual que expresaba la humillación europea frente a una economía imperial empeñada en frenar su declive. El punto más polémico del acuerdo es el desequilibrio arancelario: los productos europeos soportarán un arancel general del 15%, mientras que los bienes estadounidenses estarán exentos. A esto se suma una cláusula aun más llamativa: los países europeos se comprometen a invertir un mínimo de 600.000 millones de dólares en la economía estadounidense, algo que desde Bruselas se justifica alegando que son inversiones empresariales ya previstas. Sin embargo, el propio Donald Trump acaba de desmentir esa interpretación. En una entrevista con CNBC, el expresidente estadounidense ha afirmado que esos 600.000 millones no son inversiones previamente acordadas, sino un “regalo” de los europeos para evitar aranceles aún mayores. Como se sabe, las negociaciones comenzaron con la amenaza estadounidense de imponer aranceles del 30%, lo que según Trump seguía siendo muy inferior a lo necesario para corregir el déficit comercial con la UE. Según su relato, Estados Unidos ha concedido finalmente rebajar los aranceles a cambio de ese compromiso multimillonario de inversión, una cifra que, según Trump, podrá gastar en lo que él quiera. Además, ha lanzado una nueva advertencia: si la UE no cumple con lo pactado, los aranceles escalarán hasta el 35%. Más allá del contenido del acuerdo, lo revelador es el estilo con el que Trump trata a sus aliados: no intenta persuadir, seducir o construir consensos, sino que actúa mediante la amenaza constante. No hay una narrativa compartida de “libertad” y “progreso”, a la que nos habíamos acostumbrado con administraciones anteriores, sino una clara lógica de chantaje. Trump no ve aliados en Europa, sino súbditos. Su método recuerda más a una relación abusiva y tóxica que a la diplomacia internacional clásica: una mezcla de narcisismo político, autoritarismo económico y desprecio por cualquier aspecto que no sea la descarnada correlación de fuerzas. Pero más allá del estilo personal, el fondo es más estructural. Trump aspira a reducir el déficit comercial estadounidense a través de una reconfiguración del comercio mundial que favorezca a su país. Para lograrlo, no confía en las reglas del libre mercado, sino en la intervención estatal y la presión directa sobre sus socios y rivales. Es una estrategia claramente neomercantilista, en la que el comercio no se entiende como cooperación sino como competición geopolítica: exportar más, importar menos y controlar mercados estratégicos. En este tipo de lógica, no todos los países pueden salir ganando. A nivel global, las exportaciones de unos son las importaciones de otros, y por tanto la lucha por balanzas positivas se convierte en un juego de suma cero. Esta era básicamente la lógica que guiaba a los consejeros imperiales de los siglos XVII y XVIII, quienes buscaban proteger las manufacturas propias, impedir el desarrollo ajeno y recurrir, si era necesario, a la violencia. Las guerras comerciales —generalmente acompañadas de conflictos militares— fueron una constante en la era del mercantilismo. Un buen ejemplo histórico es el conflicto entre Inglaterra y las Provincias Unidas, la potencia comercial dominante a inicios del siglo XVII. A medida que los neerlandeses ganaban cuota en los mercados europeos, Inglaterra y Francia reaccionaron con duras medidas proteccionistas. Como respuesta, estallaron tres guerras anglo-neerlandesas y una guerra franco-neerlandesa entre 1652 y 1678. La economía neerlandesa, muy dependiente del comercio exterior, no resistió el embate y salió profundamente debilitada de los conflictos militares. Entonces la disputa por la hegemonía se trasladó a la lucha entre Inglaterra y Francia, ya a finales del siglo XVII. Luis XIV tenía como ministro de finanzas a Jean-Baptiste Colbert, quien desplegó las políticas mercantilistas centrándose en el establecimiento de importantes aranceles a los productos extranjeros. El objetivo era reducir la capacidad de exportación de sus rivales, dando así margen al desarrollo de la industria propia e impulsando sus exportaciones. Las manufacturas inglesas sufrieron mucho, pero a diferencia de lo que había pasado con los neerlandeses ellas tenían una salida adecuada fuera de Europa. En su magistral ‘1688. The First Modern Revolution’', el historiador Steve Pincus subrayó que el comercio atlántico “ofrece la única explicación plausible para la divergencia de Inglaterra respecto al patrón europeo” ya que las guerras comerciales llevaron a Europa a una crisis, de la que sin embargo los ingleses lograron escapar. La red colonial inglesa tenía unas características que le permitieron convertirse en mercados donde seguir exportando los productos que ya no podían entrar en la Europa continental a causa de los aranceles y las prohibiciones. Las colonias eran un mercado cautivo bajo control total por parte del imperio inglés, algo que no sucedía en el mismo grado con las colonias neerlandesas, francesas o españolas. Así, el resto de las economías europeas no pudieron esquivar el destino de la crisis económica autoinfligida por las guerras comerciales. Aquel momento histórico guarda similitudes con el actual. Ahora la disputa por la hegemonía es entre China y Estados Unidos, lo que se expresa también principalmente -pero no solo- en términos de guerra comercial. Los aranceles entre Estados Unidos y China han estado subiendo y bajando durante los últimos meses, llegando a alcanzar antes de mayo niveles del 145% sobre los productos chinos, mientras las negociaciones incluían otras dimensiones como la militar, la tecnológica o la de visados. Al mismo tiempo, Estados Unidos está logrando imponer aranceles asimétricos a casi todos los países del mundo. Con ello pretende lo mismo que los consejeros mercantilistas: reducir la capacidad exportadora del resto y mejorar la propia. Y en este nuevo mapa es revelador es el papel asignado a Europa. En este nuevo tablero geopolítico, Europa corre el riesgo de asumir un rol subordinado similar al que tuvieron las colonias británicas: no como competidor comercial, sino como mercado cautivo. La lógica que impulsa a Trump —y que otros sectores del establishment estadounidense también comparten— es clara: Europa debe alinearse, pagar, obedecer y no molestar. El viejo continente, antes centro del sistema-mundo, aparece hoy como una periferia rica, pero políticamente impotente. Y de momento su única respuesta oficial y consensuada ha sido la de agachar la cabeza. Sólo unas declaraciones críticas de Macron sobre el reciente acuerdo comercial, y la negativa del gobierno de Pedro Sánchez ante la imposición de subir a un 5% del PIB el gasto militar, se han elevado mínimamente al foro público para incordio de Estados Unidos. En el pasado, los imperios usaron aranceles, tratados desiguales y presión militar para someter a sus rivales y mantener su supremacía. Hoy, en medio de una nueva disputa global por la hegemonía, los métodos cambian pero la lógica permanece: dominio comercial, amenaza militar, chantaje político y sumisión de los más débiles. La pregunta que queda abierta es si Europa seguirá agachando la cabeza… o si en algún momento decidirá resistirse a esta reconfiguración del orden mundial tan peligrosa y nefasta. Quizás convendría recordar que los maltratadores nunca están completamente satisfechos, da igual cuánto les concedas para intentar calmarlos.
eldiario
hace alrededor de 19 horas
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