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Pinocho santificado

Pinocho santificado
Lo que yo sí exigiría a los aspirantes a un cargo de alcalde, diputado, ministro y demás es un mínimo de vida laboral ajena a la vida de los partidos. Unos cuantos años de cotización a la Seguridad Social como asalariado, funcionario, autónomo o lo que sea. Cualquier cosa menos una carrera que comienza en las juventudes de una organización política y prospera a base de genuflexiones ante los líderes A veces me siento como Stefan Zweig se sentía en los años 1930: teniendo que reconocer que no soy de este mundo. Y no me refiero a las novedades tecnológicas de los últimos setenta años, no voy por ahí. Yo crecí en una Granada en la que se veían mulos y caballos por las calles, se compraba carbón, hielo y leche recién ordeñada en los pequeños comercios del barrio, apenas había televisores y estos eran en blanco y negro. Nada de esto me ha hecho un inútil a la hora de usar mi móvil, tableta y portátil, de sacarle jugo a la conexión a Internet que tengo hasta en la aldea alpujarreña desde la que estoy escribiendo. Me gusta tener la Biblioteca de Alejandría al alcance de mis cacharros electrónicos. Como el de Zweig ante la Europa de los años 1930, mi malestar con el mundo en que vivo ahora es básicamente cultural. Cultural en el sentido de disgusto por muchos de los valores dominantes. Por ejemplo, el vencedor se lo lleva todo, solo se valora el primer puesto, se desprecia el subcampeonato o la medalla de plata, ya no digamos la mera participación. Peor aun, el triunfo es considerado como la muestra suprema de la justicia o la veracidad de un individuo o una causa. Esta manifiesta aberración intelectual es fruto, como tantas otras cosas, de la globalización del modo americano de vivir. ¿Y qué decir de la normalización de la mentira? Descubrimos estos días que numerosos políticos han estado mintiendo sobre sus títulos universitarios, se atribuían licenciaturas, grados y másteres que nunca han tenido, y no acabo de entender el por qué. El otro día, me vi obligado a informarle a una joven alpujarreña de que no es obligatorio tener un título universitario para ser concejal, alcalde, diputado, ministro o presidente del Gobierno. A tenor de la catarata de imposturas descubiertas este verano, ella creía que sí, que hace falta disponer de un diploma o toda una colección de ellos para ejercer la política. Fui educado en la idea de que mentir es asqueroso, de que la verdad te hace sentirte más limpio y más libre, contigo mismo y con los demás. Fui educado asimismo para sentir un profundo bochorno si era descubierto en una mentira, tanto como para correr a esconderme bajo las piedras. Pero la mentira cotiza ahora tanto o más que la verdad, es tan solo otro punto de vista que tiene todo el derecho a expresarse. Pinocho ha sido santificado. No había armas de destrucción masiva en Irak y ETA no cometió los atentados del 11M en Madrid, pero el autor de trolas tan gordas es ovacionado en los congresos de su partido. Mienten ahora todo el rato el emperador Trump y la reina del vermú Ayuso, y esto no les pasa la menor factura entre sus fans. Lo hace ese nuevo Hitler llamado Netanyahu al presentar el genocidio de Gaza como una operación antiterrorista, y la mayoría de los israelíes y no pocos occidentales dicen amén. Seamos realistas, buena parte de la peña considera perfectamente legítimo el embuste si es para ganar más dinero, tener más poder o, meramente, conseguir mayor notoriedad e influencia. El embuste forma parte del espectáculo narcisista que debe ofrecerse a diario a una masa amorfa de consumidores pasivos. Y si te descubren ejerciéndolo, no pasa nada. Siempre habrá una cadena de televisión que te contrate de inmediato, como a Noelia Núñez o Cristina Cifuentes. O una presidenta que nombrará jefe de gabinete con licencia para mentir a un tipo como Miguel Ángel Rodríguez. La caradura es muy apreciada en estos tiempos. Permítanme aprovecharme de que el Pisuerga de las falsificaciones de currículos pasa este agosto por el Valladolid de nuestra política y les diga que lo que yo sí exigiría a los aspirantes a un cargo de alcalde, diputado, ministro y demás es un mínimo de vida laboral ajena a los partidos. Unos cuantos años de cotización a la Seguridad Social como asalariado, funcionario, autónomo o lo que sea. Cualquier cosa menos una carrera que comienza en las juventudes de una organización política y va prosperando a base de genuflexiones ante los líderes. Al libertario que soy nunca le han gustado demasiado los profesionales de la política, esa gente que, enfrentada a una decisión que su conciencia no debería admitir, es incapaz de dimitir de su puesto por no tener otro ganapán. Me gustaría que el ejercicio de la política fuera como tomar un autobús: uno se sube en tal parada y se baja al cabo de unas cuantas. No se pasa el resto de sus días dando vueltas por la ciudad y el mundo en la guagua de circunvalación. Pero, ay, la escena política nacional está protagonizada por profesionales de la política. El de jeta más notoria es Santiago Abascal, que no ha dado un palo al agua en su vida en otra cosa que no sean mamandurrias políticas y, sin embargo, despotrica de ellas. Sus muchos votantes se lo consienten, claro que sí. Olé sus cojones y, camarero, pónganos otra de gambas y una botella bien fría de vino blanco. Hay muchas cosas de este mundo que no me gustan. Pero no se inquieten, no pienso suicidarme como hicieron Zweig y su esposa en Brasil, en 1942, desesperanzados ante lo que creían victoria irresistible de los nazis. Aún sigo creyendo en el título de uno de sus libros: 'La verdad nunca es vana'. Incluso en estos tiempos que tanto aprecian el insulto, la zafiedad y la mentira, cabe la esperanza mientras queden seres humanos que digan la verdad.
eldiario
hace alrededor de 19 horas
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