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Hijas del miedo, simiente de odio

Hijas del miedo, simiente de odio
¿Qué les dirán a sus descendientes quienes hoy secundan, callan o miran para otro lado en una revictimización del pueblo gazatí masacrado? En esta ocasión, será imposible alegar ignorancia porque se está martirizando a miles de personas ante nuestros ojos “Esta mañana me he levantado con ganas de destruir Gaza”, afirma con entusiasmo una adolescente israelí que vive en un asentamiento judío en Cisjordania, ha perdido a su padre en manos de terroristas palestinos y se ha comprometido con la causa. “Yo quiero ser mártir”, confiesa, como toda ilusión, una niña palestina del campo de refugiados de Yenín donde las incursiones del ejército israelí se han intensificado destruyendo la vida de las familias árabes. Ambas se sinceran ante la cámara de la película documental “Hijas de Tierra Santa”, donde reconocen su desprecio por el pueblo vecino, transpiran odio al adversario, repiten las consignas de sus mayores y terminan por admitir que pasan miedo, mucho miedo. Pero, como bien dice la pequeña palestina, no cabe equidistancia entre el miserable pueblo ocupado y el poderoso estado colonizador. Sin embargo, en sus corazones, ambas se alimenta idéntica simiente. “Quien odia, antes temió”, dice con acierto la filósofa brasileña Marcia Tibur. Consciente de vivir el tiempo de la catástrofe humanitaria más pavorosa de nuestra historia reciente, por lo que está padeciendo el pueblo palestino, he querido acercarme al corazón de los seres humanos judíos y árabes, a través de sus sentimientos, para intentar vislumbrar una salida a tan temible ratonera que parece empeorar cada día sin solución de continuidad. Con la ingenuidad de sus pocos años pero toda la carga del rencor acumulado por el dolor que han respirado desde su nacimiento, los niños y niñas crecen en medio de la confrontación, la animadversión y el rechazo al diferente en sus respectivos entornos. Será imposible que sean capaces de generar empatía para ver como sus semejantes a quienes profesan distinta religión y disputan la tierra que consideran propia. Mucho menos que algún día busquen su mano amiga para caminar por la senda del entendimiento y la convivencia. No parece haber esperanza para Palestina e Israel, para Israel y Palestina, mientras el totalitarismo y el fanatismo religioso sigan sembrando de violencia y dolor el terreno abonado de rencor en las criaturas nacidas de los dos pueblos.  He tomado las declaraciones de las dos protagonistas de la película documental “State of rage” (Hijas de Tierra Santa), de Marcel Metelsiefen y Mayte Carrasco -que acaba de ser premiada con un premio BAFTA-, porque me parece que nos ofrecen una mirada inédita a las nuevas generaciones que conviven en la Cisjordania ocupada y refleja el estado de opinión más actual (tras los atentados de Hamás el 7 de octubre) de la zona en conflicto y amenazada por la guerra que está devastando la franja de Gaza donde el gobierno de Netanyahu perpetra un genocidio del pueblo palestino ante la pasividad de la llamada Comunidad Internacional. Una Comunidad Internacional que ni está ni se le espera porque no se ha pasado apenas de la verborrea dialéctica. Las cifras de la debacle en Gaza son espeluznantes y los métodos del ejército israelí, de auténtico exterminio. Me identifico con tanta gente que se confiesa sin recursos dialécticos para expresar sus sentimientos porque no nos quedan palabras a las que recurrir para explicarnos o valorar los hechos de los que somos testigos a través de nuestro televisor. Pero sé que es una trampa, una coartada de nuestra mala conciencia, como cuando vemos tantas películas sobre el Holocausto nazi que ponemos distancia con aquellos cuerpos esqueléticos y destinados a los hornos crematorios para que no nos destruyan emocionalmente porque devastan nuestro ánimo y nos resultan insoportables como seres humanos. Sin embargo, mi yo interno me exige ser honesta y sumarme a los gritos de socorro y denuncia contra las atrocidades que conozco a diario de lo que ocurre en Gaza, de lo que padecen tantos seres inocentes, condenados a la hambruna, la violencia, el éxodo y la muerte. Como las imágenes del telediario ya no nos conmueven porque hemos llegado al punto de insensibilidad por saturación, he preferido recurrir a los trabajos periodísticos de películas documentales que nos acercan a las tripas de la tragedia de forma mucho más cruda pero también más comprensible. Mi voluntad es clamar desde estas líneas contra este horror por si pudiera conmover corazones. Los pocos movimientos de denuncia de gobiernos e instituciones internacionales son motivados por unas opiniones públicas que alzan la voz contra la clamorosa injusticia que hace ya mucho tiempo que vulnera todas las normas internacionales y de la decencia. La película premiada con un Óscar de Hollywood, “No Other Land”, tiene la virtualidad de acercarnos a la terrorífica vida diaria de las familias de una aldea palestina que sufre la destrucción sistemática de sus viviendas y recursos por parte del ejército y los colonos judíos, en cumplimiento de unas leyes unilaterales que las condenan a la miseria y donde pueden encontrar la muerte a la menor protesta. La ira, ante los sangrantes abusos y el maltrato que reciben, contagia al espectador más neutral pero es una ínfima prueba de lo que puede pasar por la cabeza de estos padres y madres que, a pesar de todo, tienen que seguir alimentando y acariciando a sus criaturas en medio de la violencia y la opresión. Ya sabemos que Israel, ante cualquier crítica de este tipo que se pueda hacer de su comportamiento y el trato que dispensa a los palestinos, es tachada de parcial y atribuida al antisemitismo de quien la formula. Pero es un recurso ya tan gastado y tiene tan poca credibilidad que no merece ni comentarios. Tengo más amigos y amigas judíos que árabes y -a excepción hecha de cómo tratan los ortodoxos a las mujeres-, coincido mucho más con sus costumbres que con los de los árabes. Lo cual no me impide ver el desequilibrio de derechos y la crueldad desmedida con claridad meridiana, además de coincidir con Saramago en que creen disponer de patente de corso por haber padecido el Holocausto nazi del que abomino, como ha hecho el mundo entero. Sé muy bien que el silencio es complicidad. Como periodista, me siento impelida a conocer también la versión del otro lado y tratar de comprender por qué los israelíes apenas protestan contra su gobierno genocida o incluso apoyan mayoritariamente su actuación. Así, he visto en todo detalle la espeluznante reproducción de los atentados de Hamás en el sur de Israel, el 7 de octubre de 2023, en el documental “We will dance again”, que recrea el terror sembrado por la guerrilla palestina en el festival de Música Nova. He terminado llorando por aquellos jóvenes que podrían ser nuestros hijos e hijas; la tortura y muerte de los cuerpos sembrados por la carretera; los caídos en las cunetas, las mujeres violentadas y tratadas como animales y -lo más vomitivo- la aberración de las risas y comentarios de los verdugos palestinos en una orgía de furia, profanación y salvajismo. Tanto dolor y el sufrimiento padecido es desgarrador e inasumible pero no puede explicar, a mi juicio, por qué los israelíes honestos justifican la respuesta exterminadora de su gobierno o asisten en silencio y no se distancian de los métodos que utiliza en Gaza contra civiles inocentes. Aunque sé bien que algunos movimientos contestatarios existen en sus calles pero son minoritarios y apenas hacen mella en el gabinete de Netanyahu. Las movilizaciones de los familiares de los rehenes de Hamás son apagadas e ignoradas, mientras los partidos fundamentalistas y nacionalistas sionistas incitan a la violencia sin complejos. Que sepamos, apenas algunos jóvenes desertan y se niegan a incorporarse a filas, como hizo Einat Gerlitz que, en septiembre de 2022 se negó a alistarse en Israel porque “no podía sumarme a un ejército que oprime a mis amigos palestinos” y fue condenada a 87 días de cárcel en una prisión militar. Para poder dar difusión a su protesta, tuvo que hacer su denuncia en Canadá. Obviamente, en su país había sido silenciada. Por desgracia, gestos de este tipo son excepción. ¿Qué les dirán a sus descendientes quienes hoy secundan, callan o miran para otro lado en una revictimización del pueblo gazatí masacrado? En esta ocasión, será imposible alegar ignorancia porque se está martirizando a miles de personas ante nuestros ojos. El filósofo existencialista y psiquiatra alemán Karl Jaspers, represaliado por los nazis y activista de la reconstrucción de Alemania tras la caída del III Reich, entregó su pasaporte germano y se nacionalizó suizo en protesta ante la nula voluntad del gobierno de Konrad Adenauer de limpiar las administraciones de todo resto del régimen anterior. Fue Jaspers quien, en 1967, invalidó el argumento de “la obediencia debida”, esgrimida por los militares alemanes como disculpa por su colaboración en los crímenes nazis. En su opinión, no hay obediencia debida si no están en riesgo sus vidas. La persecución, el encarcelamiento u otros castigos a los disidentes no justifican el seguidismo de los israelíes que contribuyen al genocidio gazatí. Sólo he visto un rayo de esperanza en la oscuridad de esta calamidad humana y geopolítica que nos contempla, en la amistad y ayuda mutua de los protagonistas de No Other Land, el palestino Basel y el judío Juval, que luchan juntos contra la opresión. Y en las madres de las “Niñas de Tierra Santa”, que sufren preocupadas por lo que han hecho de sus hijas. Quizás ellas puedan devolvernos la fe en el ser humano.

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