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La derogación de schengen

La respuesta a la inmigración ilegal en Europa se está plasmando en políticas estatales heterogéneas, y aun contradictorias, más pendientes de las sensibilidades de las respectivas opiniones públicas de los estados miembros y de las pugnas partidistas, que de encajar las decisiones de los gobiernos en un plan europeo convergente. Francia pacta con Reino Unido un programa de intercambio de inmigrantes ilegales. En Italia, el gobierno de Meloni persevera en endosar sus inmigrantes ilegales a terceros países a cambio de una compensación económica, modelo de disuasión que ha sido considerado por Bruselas como una opción para toda la Unión Europea. El ejecutivo socialista de Dinamarca está a la vanguardia de las políticas de mano dura contra la inmigración ilegal. El gobierno español, directamente, carece de una política migratoria digna de tal nombre. Y, en general, la gran mayoría de los países europeos ha reimplantado controles en sus fronteras, bien por la vía de hecho, bien previa aprobación de normas específicas. En ambos casos se trata de una derogación más o menos intensa del espacio Schengen, uno de los motores del proyecto supraestatal europeo. Primero el terrorismo y, ahora, la inmigración, han hecho mella en la confianza recíproca sobre la que se asentaba la libre circulación de personas en el ámbito de la UE. La seguridad interna de cada Estado va emergiendo de forma inexorable como una prioridad superior a la consolidación de un espacio común en Europa para el libre desplazamiento de personas. Un ejemplo significativo de esta corrección a la superación de las fronteras internas de la UE es el estricto control que las autoridades francesas aplican en los puestos fronterizos con España. El reportaje que hoy publica este periódico describe crudamente la política de repatriaciones que desarrolla la gendarmería francesa con inmigrantes sin documentación que intentan acceder a suelo galo desde España para reencontrarse con familiares residentes en Francia o en otros países europeos. En cuanto la policía gala los localiza y detiene, son devueltos sin trámite alguno a nuestro territorio, esperando nuevas oportunidades para entrar en el país vecino o deambulando sin destino fijo y sin opciones de un trabajo legal, con los riesgos de acabar en la marginación, la explotación o la delincuencia. Los valores fundacionales de la UE respondían a una realidad muy distinta de la actual. Se fraguaron en el sufrimiento de la Segunda Guerra Mundial y con el objetivo de evitar nuevas conflagraciones en suelo europeo. Los padres fundadores aspiraban a crear una sociedad homogénea, con principios comunes y sistemas democráticos de similar calidad. Los único movimientos migratorios que se conocían eran los internos de minorías nacionales desplazadas y los de salida de europeos a otros continentes. Europa no contaba con la acogida de millones de inmigrantes culturalmente muy diferentes a aquellos que inspiraron lo que hoy es. Y el problema de la inmigración ilegal crece alimentado por discursos populistas, pero también por una realidad que no se puede negar, y que es bien visible en las dificultades de asimilación de ciertas comunidades de inmigrantes. Europa se enfrenta a un problema político, social y legal, que exige revisar con pragmatismo aquellos postulados del proyecto europeo concebidos para un escenario que no es el vigente. Es urgente esta revisión no para debilitar el proyecto europeo, sino para reforzarlo en sus valores esenciales, que son la democracia liberal y el Estado de derecho, que requieren sociedades plenamente identificadas con los ideales de la libertad y la igualdad de todas las personas.

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