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Las diferentes caras de la corrupción

Montoro no sería una excepción aislada sino la expresión más descarnada de una forma de gobernar donde la frontera entre ideología, privilegio y corrupción se vuelve prácticamente indistinguible «Lo que usted no quiere hacer, señor Garzón, es reconocer la realidad más evidente: que con este Gobierno, con el Gobierno del Partido Popular, se está luchando contra el fraude fiscal en unos niveles y con un grado de eficacia como nunca antes lo había hecho un Gobierno en España». Esta fue la respuesta que me dio el ministro Montoro hace ahora diez años a una pregunta parlamentaria sobre la amnistía fiscal. Podría haber elegido muchas otras frases parecidas, y de distintos debates, pero esta resume bien la arrogancia con la que el gobierno defendía una de las medidas más vergonzosas de aquella larga décima legislatura. Ironías de la vida, quien alardeaba de ser adalid de la lucha contra el fraude fiscal está ahora señalado por urdir una trama corrupta desde el propio ministerio. La amnistía fiscal fue, para la derecha, la amnistía buena: el perdón a los grandes defraudadores que durante años habían drenado las arcas públicas y que, a cambio de una pequeña suma, podían dejar de ser formalmente delincuentes. El Gobierno de Rajoy la aprobó en 2012 y, aunque fue anulada -sin efectos prácticos- por el Tribunal Constitucional en 2017, benefició a más de 700 evasores fiscales. Montoro había prometido que el “precio” por el blanqueo sería del 10% del dinero aflorado, pero finalmente se quedó en menos del 3%. Un negocio redondo para las grandes fortunas que, tras engañar durante años al Estado, regresaban a la legalidad sin sanciones ni multas. Cabe recordar que la de Montoro no fue la única. Dos años antes, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero había permitido una “regularización encubierta” tras recibir la llamada ‘lista Falciani’. Entre 2006 y 2008, Hervé Falciani, extrabajador de un banco suizo, extrajo y filtró los nombres de miles de evasores fiscales. Muchos podrían haber enfrentado penas de cárcel, pero el Ejecutivo socialista permitió que más de 500 grandes fortunas regularizaran sus cuentas sin consecuencias penales. La lista completa se filtró en 2015, aunque ya en 2013 el corrupto comisario Villarejo advertía al Gobierno del PP de las reuniones que algunos manteníamos con Falciani para intentar obtener los nombres. Estos casos muestran lo difusa que es la frontera entre legalidad y corrupción: algo es ilegal hasta que un Gobierno decide lo contrario, incluso aunque sea de forma escandalosa y lesiva para lo público como es el caso de la amnistía fiscal. De hecho, si definimos ‘corrupción’ como transferencia de recursos públicos hacia manos privadas, encontramos ejemplos a ambos lados de la línea: privatizaciones de empresas públicas, rebajas fiscales a grandes patrimonios, mordidas y sobornos a cambio de contratos o sobrecostes. La amnistía fiscal se sitúa en la frontera: los delincuentes dejan de serlo por la magnitud de su patrimonio, un privilegio inexistente para las clases populares. El caso Montoro ilustra con claridad esta lógica. Durante su etapa como ministro de Hacienda, formó parte de un gobierno cuya hoja de ruta económica se basó en la reducción sistemática de lo público: recortes en sanidad, educación, servicios sociales, dependencia y empleo público bajo el argumento de la austeridad neoliberal, mientras se blindaban los intereses del capital privado. Al mismo tiempo, impulsó una amnistía fiscal diseñada a medida de las élites defraudadoras que terminó legitimando el fraude masivo y enviando un mensaje claro: defraudar sale barato si se dispone del suficiente patrimonio y de los contactos adecuados. A ello se suma ahora la sombra de las investigaciones sobre una presunta trama de corrupción, donde se investiga el uso de su influencia y sus relaciones para beneficiar a intereses privados a cambio de favores o contraprestaciones. De confirmarse, estaríamos hablando no solo de un ministro que favoreció a las grandes fortunas mediante políticas públicas, sino también de alguien que habría usado la maquinaria del Estado para lucrarse personalmente. En este sentido Montoro no sería una excepción aislada sino la expresión más descarnada de una forma de gobernar donde la frontera entre ideología, privilegio y corrupción se vuelve prácticamente indistinguible. Al final, los tres mecanismos –privatizaciones, amnistías fiscales y tramas ilegales– tienen algo en común: saquean lo público. Algunos lo hacen con cobertura legal, otros en la penumbra, pero todos responden a la misma lógica: desvalorizar el interés común en beneficio de unos pocos. En general la sociedad se indigna solo cuando la avaricia rompe la fina línea de la legalidad, cuando el beneficio personal queda al descubierto. Pero el daño al Estado y a su capacidad de atender a la población es el mismo, sea “legal” o ilegal. Tal vez sea hora de enfocar nuestra indignación no solo en los delitos, sino en todas las políticas que vacían lo público para llenar bolsillos privados.
eldiario
hace alrededor de 15 horas
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