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La paz en Ucrania (y III): el marco geopolítico

La paz en Ucrania (y III): el marco geopolítico
Las posturas maximalistas en defensa de la justicia, aunque fueran sinceras -que en su mayoría no lo son, si miramos a otros escenarios- sirven de poco. Es fácil decir que hay que pararle los pies a Putin, pero nadie dice cómoLa paz en Ucrania (II): Las garantías de seguridad La guerra en Ucrania no puede desvincularse de la situación internacional que la hizo posible e incluso la indujo, y por tanto tampoco se puede lograr una paz estable sin tener en cuenta ese contexto. Una paz que no tome en consideración las causas -que no razones- que condujeron a la guerra, las circunstancias en las que se ha desarrollado y -sobre todo- cómo influirá la nueva situación, si se consigue detenerla, en el escenario europeo y mundial, sería una paz frágil y probablemente efímera. Es imprescindible que el eventual acuerdo incluya no solo aquellos elementos que faciliten una reconciliación a medio plazo entre los contendientes, sino que contribuyan también a la estabilidad y la seguridad duradera del entorno geopolítico en el que debe desarrollarse. La guerra fría terminó con una derrota total de la Unión Soviética. Los rusos asistieron al fin de su dominio sobre parte de Europa, con la desaparición del Pacto de Varsovia, después sobre sus vecinos más próximos, con la disolución de la URSS, y vieron como la OTAN se expandía hasta incluir a los países bálticos que habían sido parte de ella. Los vencedores no tuvieron ninguna consideración con el vencido ni le dejaron ninguna puerta abierta hacia el futuro, suficientemente digna para los rusos. Apenas un Consejo OTAN-Rusia en el que Moscú ejercía un papel subordinado: tenía voz, pero no voto, ni posibilidad alguna de hacer valer sus intereses. Y del mismo modo que la Alemania humillada del Tratado de Versalles dio lugar al revanchismo de Hitler y su III Reich nazi y agresivo, era de prever que cuando Rusia se recobrara iba a intentar una revancha, en la medida de sus fuerzas, para tratar de recuperar, si no todos sus antiguos dominios, al menos su carácter de potencia influyente y digna de respeto.  La humillación y el rencor son palancas políticas muy poderosas, sobre todo cuando se combinan con intereses geopolíticos y económicos, y se visten con argumentos étnicos, históricos o patrióticos. Rusia intervino por primera vez fuera de sus fronteras en 2008, en Georgia, en defensa de las minorías rusas secesionistas de Osetia del Sur y Abjasia, aunque previamente había desplegado una fuerza “de paz” en Transnistria en 1995, para apoyar a los prorrusos que declararon esta zona independiente de Moldavia. Cuando el Euromaidan provocó un brusco viraje de Ucrania hacia occidente, con un régimen candidato a la OTAN y muy hostil hacia Rusia, Moscú no dudó en respaldar a los prorrusos rebeldes del este y el sur del país, anexionándose Crimea y ayudando militar y económicamente a las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Luhansk. Ucrania era la víctima perfecta para que Putin diera un manotazo al tablero geopolítico europeo tratando de revertir la posición pasiva de Rusia ante la expansión de la OTAN. No solo se podían argüir preocupaciones de seguridad, más o menos razonables, sino también lazos históricos, religiosos y étnicos, aunque solo con una parte de la población ucraniana porque Ucrania -tierra de frontera- ha sido formada en sus fronteras actuales, diseñadas por Lenin y ampliadas por Stalin, por dos mitades: la que perteneció al imperio ruso y la que formó parte de Polonia o del imperio austro-húngaro, con una convivencia muy complicada desde su independencia de la URSS.  Ni la expansión y presión de la OTAN, ni la animadversión del actual gobierno ucraniano, justifican de ningún modo la invasión, que es un acto de agresión contrario al derecho internacional y a los compromisos adquiridos por Moscú. Pero tampoco se puede obviar que Rusia tiene unos intereses de seguridad, y también una ambición -tan criticable como la de otras potencias- de recuperar influencia en su entorno geográfico. Asuntos que, con independencia de la valoración ética o política que les otorguemos, deben ser considerados, porque plantean una realidad existente de un país relevante que no puede ser ignorada, pues hacerlo no los hará desaparecer, sino que por el contrario puede traer consecuencias negativas y peligrosas. La paz no se consigue con ideales planteamientos teóricos, ni acudiendo a las tablas de la ley, sino con un análisis riguroso de la relación de fuerzas, los fines deseados y los riesgos asumibles. Y eso vale tanto para el fin de la guerra en Ucrania como para las futuras relaciones con Rusia.  Un alto el fuego indefinido, a la coreana, sería un drama geopolítico para Europa, que se vería sometida permanentemente a una tensión militar que frenaría el desarrollo económico y la convivencia pacífica en el continente. Es necesario un acuerdo de paz, permanente y estable, que sea además acompañado por un tratado de seguridad mutua entre la OTAN y Rusia para evitar nuevos episodios bélicos como el que sufre Ucrania. Que Rusia lo acepte o no, dependerá de los términos en los que se formule, que no serán lógicamente los mismos que Putin propuso en diciembre de 2021, pero podrían ser suficientemente atractivos como para que los considere aceptables, teniendo en cuenta que Rusia está sufriendo mucho por las sanciones, y también necesita la paz.  Esto es algo que no contemplan los belicistas europeos, que están por elevar la apuesta militar, seguir alimentando la guerra con la esperanza de que todavía Ucrania pueda ganarla, y en todo caso continuar con la tensión con Rusia después de que la guerra acabe, no se sabe muy bien con qué objetivo. Trump acaba de dar un impulso a sus planteamientos cuando ha declarado, en uno de sus muchos cambios erráticos y radicales de posición, que Ucrania todavía podría recuperar todo el territorio ocupado e incluso más allá. Eso sí, con el dinero que le den los países europeos y las armas que estos le proporcionen, después de comprárselas a EEUU. El negocio es el negocio.       La realidad es muy diferente. Ni Ucrania va a ganar la guerra, ni una carrera de armamentos va a lograr que Rusia se apacigüe. Si el régimen ruso actual no cambia radicalmente, solo la derrota y la destrucción de la Federación Rusa tal como es ahora, podría modificar el escenario geopolítico europeo hacia otro realmente diferente y estable, en el que Rusia olvidara definitivamente los imperios zarista y soviético, para convertirse en una democracia pacífica y cooperativa. Pero esto es inviable cuando hablamos de una potencia nuclear, que no dudaría en utilizar los miles de armas de este tipo que posee, si viese en peligro existencial al país o incluso al régimen que ahora la dirige, lo que arrastraría a todo el planeta a un escenario apocalíptico. Y este, nos guste o no, es el problema clave, el nudo de la cuestión. Si Rusia no tuviera armas nucleares, muchos de los que parecemos ahora demasiado prudentes animaríamos a los ejércitos europeos o aliados a impedir por la fuerza cualquier intento imperialista de Putin. Además, Putin no está solo. La conferencia de la Organización de Cooperación de Shanghái, celebrada en septiembre en Tianjin, reunió a los líderes de China, India, Irán, Rusia, y seis países más, que suman el 40% de la población mundial y el 25% del PIB, además de invitados como Corea del Norte o Indonesia. Se está prefigurando un bloque muy potente de oposición a la hegemonía de EEUU, y por extensión a una OTAN en la que Europa solo puede hacer seguidismo de las decisiones que se toman en Washington. Si se mantiene una relación de hostilidad con Rusia después de la paz en Ucrania, se estará empujando a Moscú a echarse en los brazos de Pekín, lo que de alguna forma reproduciría los dos bloques de la guerra fría, obligando a todos a alinearse con uno u otro e impidiendo cualquier posición de equilibrio o moderada. Y eso es lo último que interesa a los que pretendemos vivir en un mundo seguro, cooperativo y pacífico. Si no se puede derrotar a Rusia sin llevar a todo el planeta a un apocalipsis termonuclear, y si el mantenimiento del régimen actual durante los próximos años parece más que probable, habrá que intentar llegar un acuerdo, sin ceder por supuesto en los principios esenciales, pero explorando cómo el país más extenso del mundo puede encajar en un sistema de seguridad paneuropeo, sólido e indivisible, que ponga en común los intereses de todos hasta que dejen de ser incompatibles ¿Qué sentido tiene mantener la tensión militar de forma permanente si no se atisba ninguna solución? Ni va a alejar el peligro de la conflagración global a la que nos referimos, ni va a aumentar la seguridad de los países más o menos amenazados `por Moscú. No vale decir que es injusto o inviable, hay que intentarlo porque no existe ninguna alternativa mejor. Aquí topamos con la idea, ampliamente difundida por Europa gracias a la interesada insistencia del presidente ucraniano Volodímir Zelenski, secundada por muchos líderes europeos y amplificada por la mayoría de los medios de comunicación más relevantes, según la cual Ucrania solo sería la primera etapa de un maquiavélico plan de Putin para apoderarse de toda Europa, al menos de todo el territorio de la antigua Unión Soviética -lo que incluiría a los países bálticos-, y cualquier concesión que se le hiciera serviría para estimular sus ambiciosos planes, del mismo modo que el apaciguamiento de Hitler que se intentó en Múnich, en 1938, le permitió después invadir Polonia. Aunque esto es una fantasía, Hitler habría empezado la guerra aunque no hubiera habido acuerdo. En opinión de quien esto suscribe, este planteamiento es un despropósito que no se sostiene a la luz de la realidad y los datos comprobables. El ejército ruso no ha sido capaz en tres años y medio, no ya de doblegar a Ucrania, sino ni siquiera de ocupar las cuatro provincias que el legislativo ruso declaró rusas en 2022 a instancias de Putin. Tardó siete meses en expulsar de su propio territorio a un pequeño contingente ucraniano, y necesitó para ello del concurso de soldados norcoreanos. ¿Este es el ejército que va a enfrentarse a la OTAN e invadir Europa? Rusia es una enana militar, económica y demográfica, no ya ante la OTAN sino ante Alemania, Francia y Reino Unido si fueran capaces de actuar juntas fuera del marco aliado. Los belicistas europeos sostienen que Rusia estará lista para enfrentarse a la OTAN en pocos años, pero nunca dan ningún dato o indicio que avale su tesis, lo que hace sospechar que el temor que muestran puede estar relacionado con el desproporcionado aumento del gasto militar que preconizan para enfrentar esa supuesta amenaza. ¿De dónde iba a sacar Rusia, que está ahora al límite de sus posibilidades, los recursos para dar ese enorme salto en su potencia militar? Curiosamente, Trump, que es quien exigió el aumento del gasto militar, no cree en esa posibilidad y recientemente calificó a Rusia de “tigre de papel”. Lo que si podría hacer Putin es intervenir militarmente en Moldavia o en Georgia si sus gobiernos atacaran a las minorías rusas o amenazaran con acoger bases de la OTAN, ya que la Alianza ha demostrado en Ucrania que no iría a la guerra por ellas. También seguirá con su guerra híbrida contra Europa, que ya existía mucho antes de la invasión de Ucrania y no cesará hasta que haya un tratado o acuerdo de seguridad, y se traduce en acciones de hostigamiento, con violaciones breves del espacio aéreo o marítimo, sabotajes como ruptura de cables submarinos, campañas de desinformación, incidentes fronterizos, ciberataques, atentados, interferencias electrónicas, apoyo a partidos y movimientos disgregadores, manipulación de elecciones, entre otras. Y tampoco es descartable que intente probar la fortaleza de la cohesión de la OTAN, mediante una acción militar aislada de pequeña entidad, aunque no en estos momentos que bastante tiene con Ucrania. Pero si la Alianza responde con la decisión firme de ir a la guerra por cualquiera de los aliados, ahí acabará la aventura, porque la desproporción de fuerzas es enorme, salvo que empleara armas nucleares lo que implicaría su propia destrucción. La situación es grave, no podemos arriesgarnos a una tercera guerra mundial, que podría ser la última, o a un período de tensión que militarizaría nuestros países en perjuicio de los estados de bienestar, sin horizonte de cambio en muchos años. Hay que reflexionar sin pasión. Las posturas maximalistas en defensa de la justicia, aunque fueran sinceras -que en su mayoría no lo son, si miramos a otros escenarios- sirven de poco. Es fácil decir que hay que pararle los pies a Putin, pero nadie dice cómo. Los responsables políticos tienen que analizar fríamente las opciones posibles, con sus pros y sus contras, confrontar los deseos y aspiraciones -por legítimos que sean- con la ineludible realidad, que suele ser muy cabezota. Y elegir la solución mejor y más segura para sus ciudadanos que casi nunca suele ser la buena, sino la menos mala. El único futuro deseable es que se acabe cuanto antes la guerra en Ucrania y podamos iniciar -antes de que sea tarde- la labor de restañar heridas y construir un entorno pacífico y estable en el continente que proporcione seguridad a todos los europeos sin detrimento de su libertad, lo que implica recuperar a Rusia como un miembro responsable y colaborativo de la comunidad internacional y retomar sus relaciones comerciales y políticas con Europa, que es a la que pertenece y donde debe permanecer. La continuación de la guerra no favorece a nadie, no va a mejorar nada, lo más probable es que la situación se envenene y se vuelva mucho más peligrosa. Y sobre todo no va a mejorar el futuro de Ucrania, ni la vida o el bienestar de sus ciudadanos. El mejor favor que podemos hacerles a los ucranianos ahora es ayudarles a terminar la guerra en las mejores condiciones posibles, incluso si no son las deseables, y contribuir después generosamente a la reconstrucción de su país y a la consolidación de la paz.

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