cupure logo
dellosqueunalaspormáscontraviñetaqué

Llegar a tiempo a la eternidad

Un día me abrazó con una ternura tan exacta que supe que era el final y no dije nada porque no había nada que decir; y la vi marcharse con el mismo pedaleo con el que llegó la primera vez, la misma cadencia, la misma bici, el mismo mundo intacto que esta vez no incluía mi nombre Noventa de agosto del dos mil veinticinco. Nos vimos y ya; eso fue todo. A veces no hace falta más que eso. Nos vimos y, de pronto, lo más urgente del mundo era poder tocarla. El amor nos hace querer atravesar al otro como si fuese gaseoso; habitarlo, respirarlo, disolvernos en su aliento, llevarlo en el bolsillo a todas horas. Supongo que eso fue lo que me pasó, porque explicaría todo lo demás. Ella no lo sabe, pero desde entonces cada noche que la veía me sentaba a escribirle. Tuve que aprender de cero porque nunca encontraba la palabra exacta y era imprescindible porque escribirle era, lo sigue siendo, la forma más honesta que tengo de tocarla y la forma más sincera que conozco de quererla. No tenía que ser necesariamente un texto largo. A veces ni siquiera era una oración. La noche que la conocí, por ejemplo, escribí: “madre mía”. Y me fui a dormir. Durante meses me sentí más preparado para calcinarme en el deseo que para arriesgarme a consumarlo. De tanto imaginar sus labios llegué a pensar que sus besos queman porque así era más sencillo. Cada noche encendía un pitillo y la lámpara baja de mi escritorio construía una isla. El lenguaje parecía servirme para todo excepto para definirla. Cuando la conocí, ni siquiera me fijé en lo guapa que era; solo me percaté de que al mirarla se me olvidaba el nombre de las cosas, pero era preciosa en la misma ridícula forma en que lo es un lugar al que sabes que no volverás; su cara parecía hecha de algo muy anterior a la tristeza, y sin embargo no era ajena a ella. Jugábamos a no saber lo que sabíamos. Deambulábamos en los márgenes del otro, orbitándonos en el romanticismo cordial, en la extraña cortesía de dos que son conscientes del daño que van a hacerse daño hasta sin pretenderlo. No decíamos nada, pero lo sabíamos; no sabíamos nada de nada, pero tratábamos de intuirnos. Cada despedida era un suspiro sostenido al borde del abismo. Cada día era más divertido y más desesperantemente insostenible que el anterior, construíamos un universo que no terminábamos de habitar del todo. Hasta que una noche, ciento treinta y cinco días después, que se dice pronto, nos temblaron los márgenes. Nuestro universo quedó reducido a un silencio compartido que éramos incapaces de traducir. La conversación se iba agotando porque ya habíamos utilizado todas las palabras que existen para conocernos. Estábamos quietos uno frente al otro y ella me preguntó que qué. La abstracción de la pregunta estaba a la altura de la situación. Todo se deslizaba alrededor con la lentitud ceremoniosa con la que llevamos a cabo lo inevitable. No me dejó terminar de explicarme; su boca ya estaba entreabierta, como si empezara a formar parte de la mía. Yo casi no me atrevo a moverme por miedo a romper la geometría exacta de ese instante. El primer beso fue un derrumbe lento que bajaba de nuestros labios hacia donde ya no sabíamos nombrarnos. Dimos saltos de alegría. Nos mirábamos, por fin, con la insolencia de quienes saben que han cruzado el rubicón y no hay puentes a sus espaldas. Mis dedos encontraron la piel de su cuello y el sentido de la vida. Su lengua rozó la mía y me sentí asomado a algo mucho más profundo que el deseo. Después llegó la maravilla diaria. La certeza de que solo entre un millón de miradas perdería de vista la suya; la memorización de sus gestos, mínimos, trascendentales, como su manera de cruzar las piernas, echarse hacia adelante y dejar el brazo izquierdo bajo su regazo, levantando las falanges de los dedos como si estuviera tocando un piano de dos teclas; o su forma de mirar a la nada al hablar cuando tiene la cabeza ocupada, o cómo giraba la cabeza cada tres besos. Cada gesto parecía nuevo aunque lo repitiera cien veces y cada vez que me miraba el mundo se ordenaba. Un día me abrazó con una ternura tan exacta que supe que era el final y no dije nada porque no había nada que decir; y la vi marcharse con el mismo pedaleo con el que llegó la primera vez, la misma cadencia, la misma bici, el mismo mundo intacto que esta vez no incluía mi nombre y la seguí con la mirada sin atreverme a parpadear porque sabía que si lo hacía desaparecería y aguanté quieto, respirando lo que quedaba de ella en el aire y en el instante que duró aquel último vistazo se podían archivar todas las tristezas del mundo, todas ellas, resumidas, extractadas, listadas en orden alfabético. Me quedé tieso en la nada con la cara llena de viento y el cuerpo pidiéndola a gritos y en algún punto entre el eco de sus ruedas y la curva que la borró del mapa supe con una claridad brutal que no fuimos capaces de llegar a tiempo a la eternidad. Estaba en el portal de mi casa y subí por el ascensor. Entré en casa, encendí la lámpara baja y la isla volvió a formarse. Y escribí esta columna.
eldiario
hace alrededor de 18 horas
Compartir enlace
Leer mas >>

Comentarios

Opiniones