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Necesitamos una empresa energética pública

Necesitamos una empresa energética pública
Tener una empresa pública fuerte en el sector energético no implica expulsar a las privadas, sino equilibrar el terreno de juego. Es decir, el objetivo es mejorar la correlación de fuerzas para orientar el sector hacia objetivos de interés general Uno de los problemas estructurales que arrastra España —y que comparte con otros países europeos— es la falta de una estrategia industrial coherente y duradera. Desde los años ochenta la hegemonía del pensamiento neoliberal condujo a que buena parte de la clase política y de los altos funcionarios adoptara la idea de que el Estado debía abandonar cualquier tipo de planificación económica. En su lugar se impuso la lógica del mercado como principio rector, cuya máxima expresión fue la famosa frase de Carlos Solchaga, ministro de industria de aquellos años, según la cual «la mejor política industrial es la que no existe». Como consecuencia de aquella ceguera, España protagonizó uno de los procesos de privatización más intensos de Europa. Entre 1984 y la actualidad se han privatizado más de cien empresas públicas, muchas de ellas pertenecientes a sectores como la alimentación, el textil, la minería, la automoción o la electrónica. Pero lo más grave fue la venta de activos en sectores estratégicos como la defensa, las telecomunicaciones y, de manera especialmente crítica, la energía. Esto último hoy se presenta especialmente como un problema serio en un contexto de emergencia climática y donde se une la necesidad de proveer energía suficiente a la población y de acelerar la transición energética. Tras el reciente ‘Gran apagón’ hay voces, incluyendo la del propio Gobierno, que han sugerido la responsabilidad de las empresas privadas. Aún no lo sabemos a ciencia cierta. Pero sí sabemos que los problemas con las empresas energéticas privadas ya emergieron en el año 2022 tras la invasión de Ucrania. En aquel momento el precio de la luz se disparó, las empresas privadas chocaron con el Gobierno y la tensión social sólo disminuyó cuando implementamos la conocida como ‘excepción ibérica’. En ese momento quedó patente, y algunos así lo señalamos en los órganos de Gobierno pertinentes, que el Estado no contaba con un verdadero contrapeso público frente al poder oligopólico del sector privado. Sería hipócrita culpar a las empresas privadas de querer hacer dinero; incluso mucho dinero. Esa es precisamente su razón de ser. Bajo el sistema capitalista todas las empresas sobreviven a la fiera competencia en el mercado sólo si son capaces de ser rentables, de manera que la maximización de ganancia se convierte en su criterio principal de supervivencia. Las empresas funcionan así incluso aunque se encuentren operando en sectores de servicio público, como es la electricidad, el transporte o la sanidad. Naturalmente, estas empresas no pueden hacer todo lo que quieren porque dichos sectores se encuentran regulados por el Estado, de manera que su pulsión maximizadora se topa con los límites públicos. Sin embargo, a veces las regulaciones son claramente insuficientes. Especialmente porque en la prestación de servicios públicos hay un imperativo aún mayor: el Estado sabe que esos servicios tienen que ser prestados sea como sea, lo que otorga un poder importante a las empresas privadas en su continua negociación con el ente público. Las empresas saben que, si empujan suficiente, el Estado se verá obligado a ceder para no poner en riesgo la continuidad del servicio. En última instancia, el chantaje es posible: “o lo que yo digo, o los ciudadanos se quedan sin servicio”. La mejor manera de evitar esa situación es que el Estado actúe no sólo como regulador externo, sino también como actor interno del mercado. Pensemos en el sector sanitario: ¿cuánto más se incrementaría el poder efectivo y la capacidad de chantaje de la sanidad privada si no existiera la pública? Tener una empresa pública fuerte en el sector energético no implica expulsar a las privadas, sino equilibrar el terreno de juego. Es decir, el objetivo es mejorar la correlación de fuerzas para orientar el sector hacia objetivos de interés general. De hecho, sólo así puede pasarse de la influencia estática a la dirección estratégica. Un reciente estudio del Center for Energy and Environmental Policy Research ha mostrado que la participación de empresas públicas en el sector energético impulsa la transición energética hacia energías renovables mejor que las empresas privadas. Esto es básicamente debido a que el Estado puede ir más allá de las necesidades tecnológicas y las prioridades comerciales, estableciendo objetivos estratégicos de largo plazo y de interés público que están fuera del radar de las empresas privadas. Naturalmente esto depende de que los directivos públicos sean personas no sólo técnicamente capacitadas sino también ideológicamente orientadas hacia la deseabilidad de la transición energética. Los países europeos que mejor han comprendido la necesidad y urgencia de una transición energética, y en gran medida porque los discursos ecologistas llegaron allí antes y con más fuerza, son también los países que más han apostado por la participación pública en el sector de la energía. En realidad, España ha sido durante décadas más papista que el Papa en lo que se refiere a adecuación a la ideología neoliberal. España abrazó el neoliberalismo con fervor y desmanteló su tejido público en este ámbito, pero esto resultó ser prácticamente una excepción en Europa. Por ejemplo, Austria, Finlandia, Alemania, Italia y Suecia son países que tienen más de 10 empresas públicas energéticas que añadieron al menos 1 MW de potencia entre 2005 y 2016. Salta a la vista que privatizar empresas públicas no fue una obligación, sino una elección política.  Todo esto ha provocado que España tenga menos herramientas para determinar la orientación del sector energético en la dirección que requieren los tiempos, esto es, de seguridad y transición energéticas. Supone igualmente, como ya vimos en 2022, que incluso los gobiernos progresistas pueden encontrarse maniatados durante eventos atípicos ante los cuales las empresas privadas priorizan la protección de sus beneficios. Pero esta no es una situación necesariamente inamovible, como bien demuestran las recientes nacionalizaciones de empresas energéticas por parte del Gobierno de Alemania. En definitiva, si queremos avanzar hacia una transición energética justa, rápida y democrática, no basta con subvencionar tecnologías o regular mercados: necesitamos recuperar capacidad de acción directa. Una empresa pública de energía no es una reliquia del pasado, sino una herramienta imprescindible para el futuro en un contexto de crisis climática. Hay que abandonar los caducos e ineficaces dogmas neoliberales, que en materia de política industrial fueron ya derribados por la industrialización dirigida por el Estado en los países asiáticos. En este caso no podemos dejar algo tan fundamental como la electricidad en manos de quienes responden prioritariamente a los intereses de sus accionistas. De modo que también podemos concluir que recuperar el control público de la energía no es sólo una opción política sino una cuestión de supervivencia ecológica y justicia social.
eldiario
hace alrededor de 20 horas
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