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Universidades públicas o privadas: un falso dilema

Las recientes declaraciones de la ministra de Ciencia, Innovación y Universidades, en las que se refería a algunas universidades privadas como «chiringuitos» que «expiden títulos sin calidad», han reavivado un debate que nunca termina de cerrarse: la supuesta oposición entre lo público y lo privado en la educación superior. Más allá de la literalidad de sus palabras, que ha generado indignación en el ámbito académico, lo preocupante es el marco ideológico en el que se insertan: uno que asocia lo público con la calidad y lo privado. con el lucro y la mediocridad. Esta simplificación es no solo injusta, sino ineficaz para mejorar el sistema universitario español. En España existen actualmente 92 universidades, de las cuales 50 son públicas y 42 privadas. Algunas de estas destacan por su innovación pedagógica, sus relaciones con el mundo empresarial o su agilidad para adaptarse a los cambios sociales. Por supuesto, también existen casos –como los hay entre las públicas– donde los estándares de calidad pueden estar por debajo de lo deseable. Pero generalizar, como han hecho la ministra y otros cargos públicos, es tan imprudente como contraproducente . Es legítimo y necesario que el ministerio quiera asegurar la calidad del sistema universitario, y para ello existen mecanismos como la Aneca y las agencias autonómicas de evaluación. Lo que no es aceptable es que se pretenda restringir la creación o existencia de universidades privadas simplemente por serlo, o sin contar con los órganos colegiados como la CRUE o la comunidad académica. La reciente propuesta del Gobierno de endurecer las condiciones para la creación de nuevos centros –exigiendo un mínimo de 4.500 estudiantes, tres escuelas de doctorado y evaluaciones positivas previas– puede parecer razonable en busca de calidad, pero si se aplica de manera retroactiva o sin matices puede convertirse en una forma de intervención ideológica más que de mejora estructural. Una universidad, sea pública o privada, debe cumplir con tres funciones esenciales: docencia, investigación y servicio a la sociedad. Lo importante no es quién la gestiona, sino si lo hace bien. Hay universidades públicas con excelentes programas y profesorado altamente cualificado, pero también las hay atrapadas en estructuras administrativas obsoletas y falta de innovación. De igual forma, hay universidades privadas punteras en tecnología, internacionalización o metodologías docentes, y otras que no alcanzan los niveles mínimos deseables. La titularidad no garantiza ni la excelencia ni el fracaso. En una sociedad plural y democrática es fundamental respetar la libertad de elección de las familias y los estudiantes. Si una persona decide estudiar en una universidad privada que cumple con los estándares legales y académicos, ¿por qué habría que ponerle trabas desde el poder político? Limitar esa libertad en nombre de una supuesta defensa de lo público es, en realidad, una forma de control ideológico. Las universidades privadas no suponen un gasto para el erario público y, sin embargo, contribuyen a formar a miles de jóvenes cada año, a generar empleo, a investigar y a dinamizar sectores emergentes. No se trata de poner a competir lo público y lo privado, sino de establecer sinergias, aprender unos de otros y construir un sistema donde todas las instituciones rindan cuentas y estén sometidas a evaluación rigurosa, pero sin prejuicios ni dogmatismos. La mejora del sistema universitario no vendrá de excluir, sino de incluir. No se logrará enfrentando universidades según su modelo de gestión, sino exigiendo a todas –públicas y privadas– criterios de calidad, transparencia, sostenibilidad y orientación al bien común. Cualquier universidad debe fomentar el pensamiento crítico, la libertad académica, la investigación seria y el compromiso ético con la sociedad. Esto no depende del titular, sino de la misión institucional, los recursos, el liderazgo y el trabajo de sus profesionales. En este sentido, lo que cabe esperar de un Ministerio de Universidades no es que haga declaraciones despectivas ni que estigmatice a parte del sistema, sino que impulse una política ambiciosa de evaluación, mejora continua y apoyo al talento. Que promueva alianzas entre universidades, que favorezca la internacionalización, que facilite la transferencia de conocimiento, y que defienda la autonomía universitaria frente a cualquier tentación de control político. Si hay que cerrar universidades –públicas o privadas– que no cumplen con los requisitos de calidad, que se haga con criterios técnicos, objetivos y transparentes. Pero despreciar genéricamente a las privadas con etiquetas como 'chiringuitos' no solo es un error político: es una injusticia con miles de profesores, investigadores, estudiantes y familias que han confiado en ellas y trabajan cada día por una educación mejor. En lugar de dividir, un gobierno que cree en la universidad como motor del progreso debería unir. Y para eso, lo primero es abandonar el falso dilema entre lo público y lo privado , y centrarse en lo que de verdad importa: el compromiso con la excelencia, el conocimiento y el servicio a la sociedad.
abc.es
hace alrededor de 8 horas
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