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Tormenta sobre la universidad

Uno de los discursos más falsarios que ha pronunciado el Ejecutivo de Sánchez en los últimos tiempos es el que dedicó a las universidades privadas, objeto de una campaña de desacreditación armonizada por ministros, socios del gobierno y medios afines. En el imaginario de la izquierda, la prestación de un servicio público de enseñanza por el sector privado es una especie de anatema, aunque esté desmentido no solo por los resultados globales de la enseñanza superior privada, sino también por las experiencias personales de muchos de los dirigentes socialistas y de miembros del Gobierno. La trampa dialéctica de que la reforma del decreto de universidades por Sánchez afecta por igual a públicas y privadas queda al descubierto cuando el propio jefe del Ejecutivo acusa directamente a las segundas de ser «chiringuitos y expendedoras de títulos» o cuando la inefable ministra de Hacienda cuestiona la calidad de los graduados en Medicina por centros privados. La combinación de osadía e ignorancia produce estos lamentables alardes de vergüenza ajena. No hay que confundirse con estas cortinas de humo: el objetivo es presionar a las universidades privadas para forzar el cierre de algunas y desalentar la creación de otras. En el ámbito de la enseñanza superior no se discute la necesidad de verificar que los proyectos privados son transparentes, viables y netamente académicos, no meras inversiones oportunistas nacidas al calor de la obsesión por las nuevas tecnologías, las profesiones del futuro y eslóganes parecidos. Pero esa verificación ya cuenta en la actualidad con organismos, procedimientos y normas administrativas suficientes. Por eso, lo que pretende el nuevo decreto universitario del Gobierno no es, como dice su propaganda, aumentar la excelencia académica, sino sembrar de obstáculos arbitrarios el sistema universitario privado, mientras el público sigue apresado por problemas endémicos, más los que está creando la nueva Ley Orgánica del Sistema Universitario. Además, si se habla de chiringuitos, difícil resulta no desviar la mirada a la opacidad de muchos concursos de adjudicación de plazas, a la contratación de profesorado sin calidad o al fraude en la publicación científica detectado en algunos campus públicos. La diana que se ha colocado en las privadas tiene forma de condiciones que habrán de cumplir en un plazo que oscila entre tres y cinco años. ABC analiza tres de esos requisitos, con la conclusión de que más de la mitad de las privadas no cumplirían en la actualidad alguno de ellos. Tiempo tienen de adaptarse, pero el dato es relevante. Un somero análisis de alguno de esos requisitos demuestra que su efecto es contrario al de la excelencia académica. Por ejemplo, la exigencia de un número mínimo de 4.500 alumnos en grado, postgrado y doctorado no tiene conexión, por sí sola, con la excelencia académica y coarta el proyecto de universidad que se pretenda implantar, quizá orientado a una especialización novedosa -y para pocos alumnos- en la enseñanza superior. A mayor número de alumnos, mayor número de profesores, de cuya calidad no parece preocuparse el decreto anunciado por Sánchez, incurriendo así en un temerario desprecio por el deterioro de los claustros docentes públicos y privados. Otro requisito es la imposición a las privadas de una oferta de doctorado con tres de las cinco áreas clásicas de la enseñanza. Esto sí es fomentar el chiringuito y la expendeduría de títulos, porque ser doctor es -o debería ser- muy serio y ha de responder a la vocación de cada proyecto universitario. El sistema de enseñanza superior se ve empujado a un tiempo de conflicto azuzado por el sectarismo ideológico de la izquierda.

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