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De la temprana edad

Escribo estas palabras al hilo de la lectura del último libro de Ana Blandiana editado en España, 'El tercer sacramento'; una obra temprana, publicada a sus 27 años, profundización en lo onírico y en la naturaleza a través de símbolos rescatados con gran originalidad o por medio de una reflexión sobre la muerte («la muerte en la luz»). También enmarcando su mensaje sutilmente en la tradición literaria (los libros sapienciales bíblicos, Dante, los mitos). Abordar un único libro no supone ignorar los temas que discurren por el resto de sus obras y que no son sino sueños, como la autora nos ha recordado en una entrevista a raíz de serle concedido el premio Princesa de Asturias de las Letras. Ana Blandiana había comenzado su carrera literaria bajo la dictadura de su país, Rumanía, siendo una autora «de nombre prohibido» y su escritura un símbolo de resistencia gracias a la fuerza de los sueños, ese factor de compensación psíquica; también con su identificación con la naturaleza bien entendida, con esa presencia secularmente utilizada por la mejor poesía. Esperar pues, como Hesíodo, el don del canto, la llamada que ayuda a la voz interior, la que el poeta transmuta en versos. En Ana Blandiana también encontramos a una visionaria que se nutre de la contemplación. En los tiempos sacudidos por ideologías extremadas es valioso ver cómo la autora fija sus poemas en ese momento, engañosamente idealista, del contemplar la naturaleza. Platón, en uno de sus diálogos, el 'Ion', nos dijo osadamente que «el poeta no se puede hacer sin la ayuda de un dios», ese que le dictará al creador lo que «tiene que escribir», o al menos un primer verso. La naturaleza es «un milagro», según Blandiana ; porque en ella se da objetivado el misterio de ser; palabra esta, misterio, que no nos remite a lo evanescente o a lo fantasioso sino a cuanto de más profundamente real surge del ánimo. Estas características de Blandiana podemos resumirlas en una sola: en la marcha del poeta desde lo más real a lo que, según Antonio Machado, «está más lejos», del testimonio cívico –agudizado por la censura y la cárcel, por una atmósfera represora– hacia el poema de sentido trascendente, a través de ese afán de ir más allá. La poesía como vía de conocimiento. La profesora Viorica Patea, en el prólogo a 'El tercer sacramento', nos dice algo muy radical: que es un libro «basado en la idea de identificación del yo con el universo»; subrayando esta idea con otras: «profundización en lo metafísico», «sed de absoluto y de pureza», presencia de los «ritmos de la naturaleza» y de «los vínculos misteriosos con el universo». Nos encontramos, pues, ante una poética de lo absoluto. El animal, la piedra, las plantas condicionan a la persona que quiere llegar a saber algo más. Así, cuando leemos «perdónanos, perdónanos, perdóname…», aparece el humanismo revelado a través de nombres tan concretos como sensibles: padre, madre, hijos, hermanos. Las estrellas son frías y el universo es algo que golpea, pero en estos símbolos está lo que puede iluminar. O salvar. Y es así porque el ser humano, cuando padece o está sometido a crisis peligrosas y a los asaltos de las bárbaras ideologías, posee el don de aferrarse al poder salvador de los símbolos. De tal manera lo apreciamos que incluso podemos decir que estamos haciendo una lectura de símbolos. En su afán de fusión con el todo, la autora desciende, y descendiendo, tan solo quiere ser hoja o ave. De ahí que contemple el mismísimo universo como un «animal dócil». Esta identificación con una naturaleza de símbolos es una idea muy de Extremo Oriente, pero Blandiana no se detiene en lo estético, porque sabe que al final puede darse el encuentro con «el principio del mal». ¿Qué hacer en ese instante, en esa frontera que delimita el bien del mal, y en el que incluso el mal pesa más que el bien? Es el momento en el que el poeta precisa del auxilio (y del don) de la sabiduría, porque además de testimoniar y de rebelarse, de buscar la justicia y la libertad, de hacerse las graves preguntas, se ha topado con ese momento en el que debe salvarse a través de un conocimiento sabio por iniciado e iniciado por sabio. La solución para ese presente crítico puede ser el mismo de los sabios de Extremo Oriente: cerrar los ojos. En el poema 'El ojo cerrado', la autora nos dice que, obsesionada por cuanto está fuera y hiere, se ve forzada a mirar hacia dentro. ¿Estamos ante lo que los iniciados reconocen como la mirada interior? Pero el que contempla se encuentra con que no puede cerrar los ojos «ni siquiera un instante». ¿Por qué? Por «miedo», nos dice. Y aquí radica la clave de por qué la Poética de Ana Blandiana no responde a un mero nihilismo. Ella le da la vuelta a esta situación, negadoramente existencial, auxiliándose con otros dos medios: los sueños y la piedad. Sólo los sueños nos hacen ir más allá del agitado mar de la existencia. Así la autora va a encontrarse con otro símbolo poderoso: el del amor. Gracias a este recurso el contemplativo puede dar la vuelta a cualquier existencialismo agónico, negador, aunque sea enfrentándose a una nueva dualidad. Así cuando escribe: «Reímos y lloramos, y lloramos, y lloramos». Pero esta situación de extremos parece que tampoco sirve, no sólo porque la autora no insiste en el reír y olvidar, sino en el llorar: «y lloramos, y lloramos». Vemos que en la vida de los humanos todo es dualidad y en ocasiones no una dualidad que, al deshacerla, nos proporciona no solo plenitud en la sonrisa, en lo bello, en la salud, sino en el dolor. Esta dualidad también fue revelada por los maestros de Oriente. El paso final será el de alcanzar la preciada Unidad plotiniana. De la contemplación también pueden brotar «gusanos», «hojas muertas», pero el contemplativo puede auxiliarse con la «solidaridad de los árboles» o con la sonrisa «mordiendo el labio». Ante esa sensación de vacío extremo la autora recurre, sí, al remedio de la piedad. En su marcha hacia adelante no le importa lo más evidente. Ella incluso no es ella, sino «la criatura que lleva mi nombre»; por eso, vuelve a aferrarse a la reiteración de la plegaria y, literalmente, al machadiano «sed buenos». En 'El tercer sacramento' no nos encontramos como solución con una ética meramente idealista o moralista. La solución definitiva para el ser humano no está en ese límite con «las pupilas vueltas hacia dentro de las estatuas». Por eso, en sus poemas asoma lo más normal, el nombre del padre –el amor– y con ello saber que «lo que prevalece es la sabiduría». Fuera de esta actitud del sabio hierve la naturaleza, irrumpen los volcanes y se acallan los muertos, que aparecen como seres que apaciguan, pues no son más que seres «obedientes» y «cansados». La autora continúa su viaje contemplativo en busca de los símbolos que salvan: las palabras aún vivas como heridas, las que regresan a la realidad-realidad en el poema 'Primavera de Praga'. En él la autora no busca para esa convulsa situación social soluciones ideológicas, sino que una vez más tiembla el tono salvador de la plegaria: «venda mis llagas», «ata mis oídos», «cubre mis ojos suavemente», que «caiga la nieve». Ha llegado el momento en el que lo más sencillo y mínimo logra salvar del terror de la Historia. La piedad. Ahora me viene el recuerdo de María Zambrano . No para referirme a influencias sino a sintonías que se dan entre escritores 'iniciados', los que han podido ir con las palabras más allá del conocimiento usual. La piedad es además en Blandiana sinónimo de madre, y la madre sinónimo del órfico momento de estos versos que solo son leves, humildes sílabas eternas: «Me tienes en tus brazos./ Y, sigilosa, / Me vas meciendo suavemente./ Acúname madre».
abc.es
hace alrededor de 7 horas
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