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¿Un Papa conservador o progresista?

Ana Iris Simón se preguntaba el otro día en 'El País': «¿El Papa Francisco era de izquierdas o de derechas?». Suscribía allí la opinión de nuestro amigo común, Julio Llorente , quien afirma que Francisco ha sido «el Papa de la ortodoxia». Estoy de acuerdo. Sin embargo, la pregunta se repite estos días: el nuevo Papa, ¿será conservador o progresista? Cualquiera que conozca la Iglesia sabe que este eje apenas explica las diferencias reales entre pastores. Más aún: esa dicotomía genera división y politización. ¿De dónde viene esta distinción? ¿Cómo entró en la Iglesia? ¿Puede superarse? Conviene empezar por la política. La distinción entre izquierda y derecha no es eterna, aunque nos resulte casi natural. Su origen es la Revolución, que introduce la idea de que un nuevo comienzo es posible y deseable y, con ello, la expectativa de un progreso histórico que culminará en su consumación. Los progresistas creen que la revolución «ya ha sucedido, pero aún no se ha consumado»; los conservadores aceptan ciertos ideales de emancipación, pero limitados y dentro de un orden tradicional. Robert Spaemann explicaba que izquierda y derecha son frutos de la escisión moderna de la visión clásica del bien, que era a la vez horizonte y límite. En términos freudianos: la derecha encarna el principio de realidad (el bien como límite) y la izquierda, el principio de placer (el bien como horizonte creativo y utópico). Por eso Ortega hablaba de «formas de hemiplejía moral». ¿Qué tiene que ver esto con la Iglesia? La idea de progreso es una secularización de la visión cristiana de la historia. Ofrece una esperanza alternativa, con su promesa de un «cielo en la tierra» y la creación del «hombre nuevo». No sorprende que la revolución se ensañara con la religión y el clero, ni que la Iglesia resistiera inicialmente al liberalismo. Más aún: la Iglesia –según algunos– ha vivido su propia 'revolución': el Concilio Vaticano II . Aunque Benedicto XVI defendió que debía leerse como «reforma en la continuidad», no como ruptura. Porque algunos principios modernos asumidos ahora por la Iglesia podían verse como profundización del Evangelio, pese a su origen anticlerical. Sin embargo, muchos vieron una ruptura, especialmente en lo litúrgico. Desde entonces, el lenguaje de progresistas y conservadores se ha incrustado en el debate eclesial, gracias también al 'Concilio de los medios'. Partamos de una aclaración: ni la piedad tradicional ni el rigor teológico son conservadores, ni la sensibilidad social es progresista en el sentido ideológico (es puro Evangelio). Ser católico progresista es creer que ha empezado una nueva Iglesia, por rechazo de la antigua, patriarcal y reaccionaria. Este progresismo eclesial se hermana fácilmente con el político: la evangelización se traduce en transformación social y en darle la razón al espíritu de los tiempos. Ciertamente, la connivencia de la Iglesia con formas de dominación, desigualdades y estructuras sociales antiguas –a veces, escandalosas– alimenta el progresismo. El conservador ideológico aparece por reacción al vértigo progresista, aferrándose a referencias históricas que le dan seguridad, y dejándose llevar por condicionamientos ideológicos. Los Papas recientes han padecido esta hemiplejía. Juan XXIII impulsó el Concilio, pero pronto se vio como mediador entre quienes «querían acelerar» y quienes «querían frenar». Pablo VI tuvo que frenar en seco con 'Humanae Vitae'. Mientras el clero progresista envalentonado preconizaba cambios radicales, los Papas post-conciliares eran percibidos como conservadores. Todo esto ha traído un protagonismo inédito del papado: ya sea como vanguardia o como muro de contención. En el pasado, el Papa era una última instancia en los procesos de decantación de ideas y formas de hacer, garantizando la fidelidad y la unidad, no una 'rockstar' que viniera a ocupar el centro del escenario católico. Francisco ciertamente no ha sido un progresista teológico. Se ha situado siempre en un punto intermedio, pero ha caricaturizado a los conservadores como «indietristas» o «rígidos patológicos». Además, en política, confesó no haber sido nunca «de derechas», lamentando a la vez su autoritarismo como provincial jesuita. Más aún, su estrategia comunicativa, sobre todo tras la muerte de Benedicto XVI , le llevó a tejer complicidades con sectores progresistas, dentro y fuera de la Iglesia. En términos de Hirschman, dio 'voz' a los progresistas para evitar su 'salida' en forma de cisma, contando mientras tanto con la 'lealtad' de los conservadores. La figura de Francisco encarnó, para unos y otros, la esperanza (o el miedo) de una revolución. Así surgió el eslogan –que el Papa argentino no usaba– de «la Iglesia de Francisco», reminiscencia de «la Iglesia del Concilio». La actual llamada a la «continuidad con Francisco» –por parte de quienes antes celebraban la ruptura– refleja la misma dinámica ideológica. Aunque la oposición entre conservadores y progresista distorsione lo que pasa en un cónclave o lo que hace un Papa, ha calado en la opinión pública y en la misma Iglesia. Sí, es bastante probable que haya algún cardenal progresista en sentido estricto y quizá también conservadores. Es difícil eludir este marco, que se reactiva cada vez que se antagoniza con el pasado, se enfatiza el personalismo o se proclama un nuevo comienzo (o la necesidad de una contrarrevolución). ¿Cómo superar esta hemiplejía, que divide, polariza y confunde? Asimilando plenamente el Concilio Vaticano II, como un episodio de reforma. ¿Y qué nos falta por aplicar? A veces parece que su mensaje central llegó con cien años de adelanto. No me refiero a la necesidad de cambiar de Iglesia para darle la razón a las ideologías del progreso, sino a la afirmación de la secularidad cristiana. Esto supone varias cosas. Primero, la asunción radical del Evangelio como llamada a la santidad y a la transformación del mundo. Segundo, que los responsables de la evangelización de las estructuras terrenas son los laicos, a quienes se les reconoce la necesaria libertad, con el correspondiente pluralismo. Pero esto exige el fin del clericalismo, reaccionario o progresista, de modo que la jerarquía ejerza una autocontención para predicar la radicalidad cristiana sin dictaminar a los fieles cómo vivirla y aplicarla en el mundo y, por supuesto, sin asumir el protagonismo. Esto resulta complicado, dado el papel prominente del Papa en el ámbito internacional y de algunos jerarcas en sus sociedades. Esto no sería una revolución, sino una auténtica reforma de la Iglesia. Una que nos libraría finalmente de la expectativa de que el Papa tenga que ser un gran líder conservador o progresista, al gusto de los medios y de los ideólogos.
abc.es
hace alrededor de 6 horas
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