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Después de Sánchez sólo cabe la reforma

Ni ruptura, ni continuismo. Después de Sánchez sólo cabe la reforma. O mucho me equivoco, pero considero que hay una percepción en la opinión pública de que asistimos a una crisis del régimen de la Transición. Después de 2004, el PSOE de Rodríguez Zapatero convirtió el adversario político (el PP) en enemigo y, lo que fue peor, Zapatero y Sánchez han destrozado , con la memoria histórica, la mejor operación política de encuentro y reconciliación del siglo XX que fue la Transición y la Constitución de 1978. La ley de memoria histórica era y es la negación del gran acuerdo de la Transición: la Guerra Civil quedaba atrás, no se pasaba factura a ninguna de las dos partes de España divididas y enfrentadas en 1936 y nos disponíamos todos a mirar un futuro de España en paz, libertad y en democracia, sin exclusiones. La ley de la memoria histórica vigente es justo lo contrario: mirar al pasado, pasar facturas y demonizar a una parte de la sociedad española a los que se pretende excluir del escenario político por no compartir una de las visiones de la historia reciente de nuestra patria. Sin duda, las causas de la presente crisis política son numerosas y algunas proceden del ámbito internacional. Las dos principales crisis pasadas del régimen del 78 acontecieron contra el sistema, contra el Parlamento y el Gobierno: en 1981, con el golpe de Estado del general Armada y en 2017 con la crisis independentista catalana. Fueron dos ataques a la Constitución, desde fuera, que los reyes Don Juan Carlos y Don Felipe, respectivamente, pudieron neutralizar. La presente crisis, desde julio de 2023, es más compleja porque opera desde dentro del sistema, desde el mismo Gobierno y la mayoría parlamentaria. La crisis es tan evidente y profunda que han saltado a la opinión pública dos hechos incuestionables. El primero es el cesarismo presidencial de Pedro Sánchez, dispuesto a gobernar a golpe de decretos, sin el Parlamento y sin Presupuestos; el segundo elemento es la dependencia del presidente del Gobierno sometido a cinco diputados nacionalistas vascos y otro siete catalanes, que no aceptan intromisión alguna del Gobierno de la nación en sus regiones y sin embargo ellos determinan la vida de 48 millones de españoles. El cesarismo presidencial que Sánchez está ejerciendo con fruición tiene su inicio en 1977, con el traslado de la sede de la presidencia del Gobierno desde el número 3 del paseo de la Castellana al palacio de La Moncloa. Adolfo Suárez, quizá sin proponérselo, dio el primer paso hacia el presidencialismo. Lo que tenía que haber sido sólo un primer ministro de la monarquía parlamentaria derivó a una preponderancia del ejecutivo sobre el legislativo, el judicial y el dominio de todas las instituciones. Una preponderancia presidencial que todos los presidentes de Gobierno han incrementado o, cuando menos, han disfrutado. Es una cierta ironía de la historia el que la mayor herencia del franquismo (el enorme poder del presidente de Gobierno) procede de la Ley Orgánica del Estado: «Unidad de poder y coordinación de funciones». Los presidentes del Gobierno han sido y son tributarios de ese concepto y creen más en la unidad de poder que en la división de poderes que establece la Constitución de 1978. Los presidentes, por medio de leyes orgánicas, ordinarias y decretos leyes han modificado en la práctica el orden constitucional. La expresión más acabada y desinhibida de la unidad de poder que padecemos es la decisión de Pedro Sánchez de nombrar un ministro, Félix Bolaños, que reúne los tres poderes: Justicia, Relaciones con las Cortes y Presidencia del Gobierno. Los medios de comunicación y la opinión pública (según todos los sondeos) comparten que nuestra democracia es deficiente y requiere una reflexión para el cambio. Para ello, sólo hay tres posibles salidas: el continuismo, la ruptura o la reforma. El continuismo se produjo en 2011 cuando once millones de votantes dieron al PP una mayoría absoluta para que procediera a terminar con la dependencia de los nacionalistas periféricos en el Congreso, cesara la corrupción y la colonización de las instituciones. Nada de eso se hizo entre 2011 y 2017; después de 2013 se advirtió en diversos medios que estábamos próximos a padecer la «tormenta perfecta». Así fue: el PP se dividió en tres partidos, Sánchez ganó una moción de censura y los defectos de nuestro sistema político se agravaron con el nuevo Gobierno Frankenstein. La experiencia demuestra que, si la próxima mayoría parlamentaria ejerce el continuismo, el disfrute del poder sin cambios significativos, el problema de desafección al régimen del 78 irá en aumento y la crisis será aún más profunda. La ruptura del orden constitucional, cualquiera que sea el procedimiento, es el peor de los escenarios posibles: el golpe militar de 1923 abrió las puertas a la II República; el fracaso de la República condujo al golpe militar de 1936 y a la Guerra Civil. La excepción de un cambio político civilizado, sin exclusiones, por medio de la reforma de la ley a la ley se produjo entre 1975 y 1978. Todo ello demuestra que, si queremos evitar tensiones mayores en el futuro, urge una reflexión sobre lo que ha funcionado bien desde 1978 y lo que precisa un cambio, una rectificación, una reforma. Para ello se precisa una nueva mayoría política con un proyecto de vocación reformista que convoque a todas las fuerzas con representación parlamentaria, sin exclusiones. Lo peor que le puede pasar a un sistema político es la percepción de que el cambio, la alternancia en el poder y una eventual reforma es imposible. Afortunadamente en España no hemos alcanzado ese punto sin retorno propio de los caudillismos hispanoamericanos. Disponemos de oposición parlamentaria, una alternativa política reconocida, una prensa libre, un cuerpo de funcionarios independiente y profesional, los jueces se resisten en convertirse en correas de transmisión del Gobierno, tenemos cuerpos de policías vigilantes del cumplimiento de las leyes y, sobre todo, una institución (la Corona) prestigiada y respetada en la persona de Don Felipe VI y la Princesa de Asturias. Está en la mano de los ciudadanos cambiar en las urnas la actual mayoría parlamentaria heterogénea, contradictoria y destructiva del prestigio de las instituciones. Se precisa una nueva mayoría que recupere la esencia de la división de poderes de la monarquía parlamentaria, termine con el cesarismo presidencial y la dependencia en el Congreso de los nacionalistas periféricos. Después de Sánchez, solo cabe la  reforma.
abc.es
hace alrededor de 8 horas
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