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Rafael de Paula, dicen de ti

Luis Sánchez-Moliní, entonces editor de la Fundación José Manuel Lara, y yo nos citamos con Rafael de Paula en el hotel Doñana de Sanlúcar de Barrameda: encargo de biografía o tentativa biográfica del maestro . Era el verano de 2004 y mientras tomábamos una cerveza, dimos por sentado que el maestro no aparecería. Acumulaba problemas económicos, le gustaba estar apartado con sus crecientes demonios, los autoinflingidos y los reales y ensimismado en sus recogidas glorias, recriminando al mundo la incomprensión y el desprecio con el que los mortales pagaban su genio: Felipe Benítez Reyes, el poeta con el que más vínculo mantuvo, dijo que, ya impedido para la lidia y con la decadencia acechante, Paula no vivía en un realidad paralela, si no que vivía en los extrarradios de la realidad. Hacía cuatro años que tras dejar vivos los dos toros de su última actuación en la plaza de Jerez de la Frontera, se había arrancado violentamente la castañeta. Abrazado a Curro Romero, fue la última vez que pisó el albero como matador y hubo un balance de derrota. Ha pasado un cuarto de siglo del postrero arrebato. Ya no se podrá soñar con seguir el 'dictum' de José Luis de Vilallonga: «Cuando me muera quiero que esparzan mis cenizas en La Maestranza para que pueda pisarlas Rafael de Paula». Aquel verano aún vivía en su casa de La Jara, abierta al Atlántico, esplendor patrimonial último de una carrera construida con las chispas de un rayo, recuerdos desvencijados que todavía levantan fuego de las cenizas en la memoria de sus partidarios. Caballero Bonald explicó en 'Examen de Ingenios' que aquella casa era como un diagrama de la personalidad paulista: a medio acabar, con azulejos laudatorios, citas poéticas, el recuerdo de José Bergamín y otros líricos que contrastaban, por lo mundano y verdadero, con historias menores que enchufaban a Paula con una realidad de supercherías, manías, y obstinaciones menores, la calderilla del día a día que ha resultado fundamental en la singularísima construcción de su personaje, con historias como la de un contratista que sufrió un infarto ante la imposibilidad de seguir las erráticas explicaciones constructivas del torero. Había que levantar un tabique y Paula ordenaba: «Hazlo así, como yo te digo, ¿o es que no te enteras?» y movía la mano sinuosa como si fuera un camino a seguir. El encargado de la obra levantó y tiró el tabique en varias ocasiones, como si se tratara de una obra magna, hasta que sufrió un colapso. Todo ese «misterio adentro» había nacido en una humilde casa de vecinos de la calle Cantarería, cuando en una habitación vivía una familia con los miembros de las familias de entonces y, llegado el momento de la cosecha, iban a las gañanías a trabajar para los terratenientes, cruzando de la penuria hasta el cercano, pero inalcanzable, planeta de los privilegiados. Pero a él, llegado a muchacho, muchacho y gitano en la ciudad de los gitanos, los pudientes le mandaban un chófer para que fuera a tentar a las fincas de Martelilla o La Peñuela, venerados monumentos rurales de la deslumbrante belleza jerezana . Ya recibía los parabienes del marqués de Domecq. Estaba primado con el don y entroncó temprano con las mitologías; siendo apenas un niño con Juan Belmonte, en su finca de Gómez Cardeña y frisando 20 años, en la Ronda de Antonio Ordóñez para su alternativa. Yo quería saber de todo aquello y vivir todas aquellas verdades físicas, casi frutales, que se extinguían, y al pedirle Sánchez-Moliní su venia para la publicación del retrato biográfico, Paula, que se presentó, demorado y con una mirada mixta de despreocupación y sentencia, dijo, «¿Y por qué yo? ¿Es que no había otros más interesantes?». En ningún momento habló de dinero y cuando Luis, que iba preparado con un anticipo, le dijo que era para el grupo Planeta, Paula, reflexionó agradado: «Eso…. –hizo una de sus características pausas en las que daba tiempo a que pasara un rebaño de ovejas a compás– ... eso me gusta porque creo que es la editorial de un andaluz que se fue a Barcelona y no perdió el acento». Era su forma de verlo. Y así, con tal aprobación, comenzó la preparación del trabajo sobre su figura que incluyó citas y entrevistas, almuerzos y olvidos y que ayudó a descubrir un universo de personalidades ya desaparecido: el que dio amparo a su genialidad, a su envanecimiento y a su destemple. Ese viaje a los aledaños de Paula incluyó la vida complementaria y descriptiva de un entorno de realismo mágico. Como Manolo Sánchez Giráldez, por apodo Manolito Enciclopedia, quien se sabía de memoria los colores de los vestidos de torear de cada una de las tardes de Paula; o como el banderillero Copano, en cuya tarjeta de negocio incluía un versículo comercial que explica en parte la filosofía del sur. Debajo de su nombre, Copano, un veterano hombre de confianza de Paula, tenía escrito en letra de imprenta, «Banderillero y Alambrista de espino». Un pie en el tajo y otro en el arte, según se diera la semana. «Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron –soy de la raza mora, vieja amiga del Sol–, que todo lo ganaron y todo lo perdieron», que escribió Manuel Machado. Luego estaba la maldición y el descuido de sus problemas físicos, «no se puede andar con más arte que Paula», según sus apóstoles de barra y tabanco y, en diagnóstico del doctor Rull, aquel médico octogenario en su consulta del Prado de San Sebastián de Sevilla, con una botella de fino para decirme, «introtorsión tibial moderada, herencia física irreparable». Paula pertenece al tipo de divinidad menor al que se le consentía todo mientras él era atendido por familiares; comiendo discreto en la casa de su hermana mayor, en el poblado del Puerto de Santa María, acedías en la mesa de la cocina o siendo cobijado por un generoso florentino llamado Paolo Nesti, el ponedor rendido cuando tuvo sus problemas carcelarios. Aquel chalet todavía está en la calle Sicomoro –léase «cobijo»– de Vistahermosa. La explicación sobre el porqué de la permanencia de Paula reside en lo inexplicable. Cuando al viejo capataz de la bodega Tradición le preguntan por el tiempo de vejez que se debe conceder al vino, él responde: «Ya te lo diré. Tengo que esperar a que el vino me hable. Porque el vino a mí me habla». Debe ser eso. O así. Aquel fue un libro atropellado. Pero ahora, pasado el tiempo y muerto Paula -o «Pabla» como muchos dicen en el barrio de Santiago-, sin haber maridado con lo que él merecía, un escritor a la altura, queda como un repositorio del tiempo perdido. Y el título está tomado del verso que Diego Carrasco escribió para Camarón, «Si me ves un día/ La mirada perdida/ Y la locura en el semblante/ Apiadate de mi no me maldigas/ Porque las penas van prendidas/ Al fleco del aire/ Dicen de mí que me amenaza el tiempo,/ que si estoy vivo o muerto,/ y yo les digo, les digo y digo,/ mientras mi corazoncillo hierva, yo voy a vencera mi enemigo».
abc.es
hace alrededor de 10 horas
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