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«Aquí se muere de verdad»

Hay en el rico y chispeante acervo del anecdotario taurino casos que, a más del chascarrillo y el dato curioso, alcanzan calidad ejemplar. Uno de ellos es el que se cuenta de Francisco Arjona Herrera (o Guillén, segundo apellido con el que se anunciaba), Curro Cúchares, maestro pródigo en lances de ingenio verbal, como también lo fueron Rafael Guerra, 'Guerrita', o Rafael Gómez Ortega, 'el Gallo'. Lidiando Cúchares en la plaza de Madrid (el coso de la Puerta de Alcalá) un toro complicado, dizque le espetó unas palabras el actor y literato Julián Romea, a lo que el matador dio en replicar: «Le brindo a usted este toro para que vea que aquí, en el ruedo, uno puede morirse de verdad. Y no de mentirijillas, como hace usted cada tarde en el escenario». Sea como fuere del suceso y del dicho (transcribo la versión que da Santiago Sánchez Traver en su biografía de Cúchares), lo que me importa es su valor de categoría. Pues la anécdota, cargada por cierto de un notable efecto teatral, invita a pisar terrenos más comprometidos. Me refiero al mentado vínculo, del que la tauromaquia no sería sino mostración privilegiada, entre muerte y verdad. Acaso no sea una vana coincidencia, por otra parte, que la frase «morirse de verdad» venga puesta en boca de quien dio nombre al toreo, conocido como «el arte de Cúchares». De la muerte han hablado los toreros. En las conversaciones con maestros del toreo debidas a François Zumbiehl tenemos magníficos testimonios de esto. Para Pepe Luis Vázquez, la muerte «no solamente es compañera nuestra, sino que la vemos por allí», «la muerte está allí, y casi se ve». Según Luis Miguel Dominguín, «la muerte es un metro cuadrado que anda dando vueltas por la plaza. Lo que pasa es que no hay que pisarlo en el momento en que el toro viene hacia uno». La muerte acompaña acechante al torero como peligro de muerte que lo obliga a estar constantemente alerta, a no descuidarse y emplearse con despierta atención en bien hacer la suerte. La suerte o la muerte tituló Gerardo Diego su 'Poema del toreo', libro engarce de lances, estampas, evocaciones, homenajes. En 'Adiós a Manolete' oímos: «La balanza equilibra/ la suerte y muerte igual./ Islero a Manuel reta./ Manuel a su isla va». En 'Pase de la muerte': «Todo –la muerte o la suerte–/ pende de un hilo sutil». El torero asume el reto, no de ir a la muerte (tal cosa es un contrasentido taurino), sino de ir hacia ella, a su encuentro… para sortearla, siempre pendiente de un hilo, de un fragilísimo equilibrio. Salta al ruedo a citarse con la muerte. Literalmente, a citar a la muerte. En 'El pase de la muerte', conferencia impartida en el Instituto de las Españas de la Universidad de Columbia en 1930, sostenía Ignacio Sánchez Mejías: «El toro es el peligro, la muerte». Y recalcaba lo evidente: «Porque los toros dan cornadas, hieren, matan. El toro es la muerte». Si en la vida no se puede esquivar la muerte, dice, enfrentarse con ella en la plaza es inevitable. De ahí, añado, el carácter paradigmático de la lidia, que muestra a las claras, en su trato sin tapujos con la muerte, lo que fuera del ruedo por regla general queda oculto, como si la vida fuera vivible y pensable sin tener que habérselas con la muerte. Justo esto es lo que hace el lidiador… jugando con la muerte, burlando al toro. Desde los tanteos iniciales con el capote, el torero invita al toro a este juego mortal. Federico García Lorca, en su 'Juego y teoría del duende' (que bebe en las ideas taurómacas de Sánchez Mejías, como ha mostrado José Javier León), lo describió con una imagen precisa: «El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego». Pero entendámonos bien. Torear, aclara el poeta, no consiste en jugarse la vida sin más, «plano ridículo, al alcance de cualquier hombre», en el que actúa el temerario (no el valeroso) «que asusta al público». Torear de verdad es estar «mordido por el duende». Solo entonces el matador vence a la muerte, mata a la muerte matando al toro. Es, en palabras de Sánchez Mejías, «el triunfo de la vida sobre la muerte. El suceso sobrenatural necesario». Aquí, en el ruedo, se muere de verdad. Muere el toro por sobrenatural necesidad. Muere el torero por natural percance. Lorca cantó la muerte de Sánchez Mejías en su inolvidable elegía: «¡Eran las cinco en sombra de la tarde!». Como señala Andrés Amorós en su comentario del Llanto, es esta «la hora de la verdad. Pocas expresiones definen mejor la esencia profunda de la tauromaquia». Porque «morir de verdad» no es la sola muerte natural. «¡También se muere el mar!», exclama el poeta. El 'Llanto', sin embargo, concluye con estos versos: «Yo canto su elegancia con palabras que gimen/ y recuerdo una brisa triste por los olivos». Verdad es que el amigo ha desaparecido para siempre. Pero la verdad del canto perdura. Como perdura el «clavel rojo en la arena» con el que Florence Delay recuerda y recrea, en su verdad torera, las cogidas mortales de algunos grandes maestros. Asociada a los nombres de estos resuena la muerte que a cada uno acompañó y tocó en suerte, la muerte que, gracias a esos nombres, tiene también un lugar en la memoria: Barbudo, Perdigón, Desertor, Matajacas, Bailaor, Pocapena, Fandanguero, Granadino, Islero, Avispado, Burlero, Pañolero… Traza José Bergamín en 'El toreo, cuestión palpitante' una comparación entre la tragedia griega y la corrida de toros. En ambos espectáculos vemos al hombre enfrentado a su atroz destino mortal. Pero mientras que uno cumple su designio artístico precisamente por ser una representación fabulosa, en el otro asistimos a la realidad de un hombre que «en aquel trance peligroso de torear» se está jugando, y este es el punto decisivo, «no solamente su propia vida, sino el sentido y razón mortal de esa vida», lo que Bergamín llama «su significación torera»: «el ser o no ser de verdad un torero, un buen torero». Solo mordido por el duende de ese ser de verdad, volviendo a Lorca, el torero «hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos». Pepe Luis Vázquez lo expresó así: «Debe sobrepasar mucho más la cosa artística que la emoción de la cogida. Es mucho más alta; pero lo otro, aunque en término pequeño, siempre está allí». La verdad del arte hace olvidar la muerte. Pero el arte es verdad porque la muerte «siempre está allí». El arte del toreo no es de mentirijillas. Ningún arte en puridad lo es. Pero el toreo despliega en acto y de forma eminente la largura propia de todo arte en la lucha con el toro, en el juego con la muerte. 'Vita brevis, ars longa'. Solo afrontando la hora de la verdad significa el arte una lección de vida. «Aquí se muere de verdad». Vale tanto como decir: «Aquí se vive en verdad».
abc.es
hace alrededor de 10 horas
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