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Contra los jueces

México no es el único país que ha padecido una guerra abierta entre el gobierno y los jueces –Trump mantiene contra ellos un pulso cotidiano y en España las tensiones son constantes–, pero ha sido el que más lejos ha llevado la batalla. El pasado día 1, una reforma promovida por Andrés Manuel López Obrador, y continuada por su sucesora en la Presidencia, Claudia Sheinbaum, ha supuesto la aniquilación de la carrera judicial y su sustitución por cientos de jueces, desde locales hasta los miembros de la Suprema Corte de Justicia, votados en unas elefantiásicas –y disparatadas– elecciones en que se decidieron miles de cargos: la mitad de la judicatura. El experimento ha sido tan radical que sienta un ominoso precedente para el resto del mundo . El origen de la catástrofe –el jurista argentino Roberto Gargarella la ha definido como «una de las mayores tragedias institucionales de nuestro tiempo»– se halla, como en tantas partes, en los inagotables choques entre el ejecutivo y el judicial. En una era dominada por la polarización, la clásica división de poderes, base de la democracia liberal, queda sometida a una presión intolerable: de un lado, gobernantes necesitados de dar golpes de efecto que se topan contra un muro y, del otro, jueces que dejan atrás su imparcialidad y se lanzan de cabeza en querellas ideológicas. El resultado: un alud de acusaciones mutuas y la politización extrema de la justicia. El caso mexicano es paradigmático: tras recibir numerosos frenos de la Suprema Corte –y de resentir la traición de dos ministros propuestos por él mismo–, López Obrador tomó la decisión de acabar de un plumazo no solo con ella, sino con la independencia del Poder Judicial en su conjunto. Abandonando los últimos resquicios democratizadores de su proyecto –al que ha dado el rimbombante nombre de Cuarta Transformación, sucediendo a la Independencia, la Reforma liberal del siglo XIX y la Revolución–, optó por un modelo autoritario que, como es costumbre en esta época de 'newspeak', presentó como una exacerbación de la democracia. Su idea concentra todo aquello que se define al populismo del siglo XXI: a fin de controlar a los jueces, López Obrador puso en manos de los ciudadanos –en realidad solo de sus afines– cada uno de sus nombramientos. Solo que un juzgador no es un representante popular: su labor no consiste en dar voz a la mayoría, sino en valorar un conjunto de pruebas para determinar la verdad judicial: esa construcción imaginaria que permite la convivencia social. Afirmar que un país que elige a todos sus jueces en votaciones abiertas es más democrático que otros –como ha insistido Sheinbaum una y otra vez– es confundir la democracia con la demagogia, en el sentido aristotélico: no un régimen que defiende los derechos de todos, sino los de su propio grupo, encarnada en este caso en el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) creado por López Obrador. Nadie duda de que México requería, desde hace años, una reforma judicial que disminuyera los altísimos grados de impunidad y corrupción de que adolece: solo en materia penal, apenas un 0,4 por ciento de los delitos que se denuncian llegan a resolverse. Pero el tenebroso proceso que llevó a la aprobación de la reforma judicial basta para dar cuenta de que su intención jamás fue mejorar su funcionamiento: desde el inicio dejó de lado a policías y fiscales –mucho más ineficientes y corruptos que los jueces–, así como la caótica legislación mexicana, para centrarse en quienes percibía como los últimos obstáculos a su nuevo modelo hegemónico. Pocos pensaban, a inicios de 2024, que López Obrador contaría con los votos para llevar a cabo esta demolición, pero el aplastante triunfo de Morena en las elecciones de ese año abrió la puerta a su venganza. Tras un tímido intento por posponerla, Sheinbaum decidió ponerla en marcha a cualquier costo. Para lograr la mayoría legislativa para un cambio constitucional, Morena primero se valió de un cálculo chapucero y luego, en una esperpéntica sesión del Senado, consiguió la ausencia de un opositor y la adhesión de otro: el padre del primero fue enviado esa noche a prisión, mientras que el segundo, un antiguo archienemigo con varias causas criminales pendientes, obtuvo que estas fueran desestimadas de inmediato. La reforma para mejorar la justicia en México nacía, así, de la intimidación y el soborno. A partir de allí, no hubo marcha atrás y el Instituto Electoral se vio obligado a organizar unos gigantescos comicios en tiempo récord. El solo modelo de votación demuestra su verdadera naturaleza autoritaria: cada ciudadano recibió un número insólito de boletas con interminables listas con los nombres de los candidatos, seleccionados a partir de requisitos mínimos y a quienes solo se les permitió hacer campaña en redes sociales. La tarea de seleccionar a los mejores perfiles era imposible: solo alguien con formación jurídica podía identificar los cargos que votaba –en medio de un laberíntico sistema de competencias– y menos aún identificar las ventajas de un contendiente frente a otro. Como era predecible, el ejercicio derivó en un monumental fracaso: la participación fue de apenas 13 millones –con ese mismo porcentaje del padrón–, con un millón de votos anulados, muy lejos de los 35 obtenidos por Sheinbaum en las elecciones anteriores. Ni siquiera con la coacción o el acarreo llevado a cabo por Morena –que repartió miles de acordeones o chuletas entre sus simpatizantes para que no fueran a perderse– la cifra logró ser más abultada. Valiéndose otra vez del 'newspeak' lopezobradorista, ello no le ha impedido a la presidenta sostener que la elección ha sido un gran éxito y que ahora México es el país más democrático del orbe. En términos políticos, en cambio, la maniobra ha supuesto un nítido triunfo para López Obrador y su movimiento: los nueve ministros de la Corte, así como la mayor parte de los altos cargos en el Poder Judicial –incluyendo el todopoderoso Tribunal de Disciplina Judicial, vigilante de las decisiones de cada juez–, fueron propuestos y secundados por Morena. Por primera vez desde las épocas del PRI hegemónico, un solo grupo controla todos los poderes en México. Poco importa que, en un país de 130 millones de habitantes, el presidente de la Corte haya obtenido poco más de cinco, algunos jueces unos pocos miles o que el porcentaje de anulación sean inédito. Gracias a este costosísimo esfuerzo, el sistema de justicia mexicano no será a partir de hoy menos ineficaz ni menos corrupto. En los altos niveles, todos los jueces se deben al partido en el poder , mientras que a nivel local no sabemos ni a qué intereses responden. Las posibilidades de que las presiones políticas, económicas o del crimen organizado determinen los asuntos han aumentado de forma exponencial y nada se ha ganado en transparencia: paradójicamente para un partido cuyo lema es «primero los pobres», estos continuarán siendo los más vulnerables. Y, si en términos penales ya la era –el saldo de más de ochenta años de gobiernos del PRI y del PAN–, ahora, en todos los órdenes de su vida judicial, México ha pasado a convertirse en un Estado fallido.

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