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De periodistas, fuentes y malos jueces

De periodistas, fuentes y malos jueces
En el caso del fiscal general, el ataque al Estado de Derecho que protagonizan nuestros propios jueces, convertidos en auténticos actores políticos, solo puede llevar a desesperanza a cualquier ciudadano conscienteOpinión - 'In dubio pro juicio' contra García Ortiz, por José Luis Martí En unos meses vamos a ver al fiscal general del Estado sentado en el banquillo de los acusados. Se le juzgará por la filtración a la prensa de un correo electrónico que envió a la Fiscalía el abogado del novio de Isabel Díaz Ayuso en el que proponía reconocer que había cometido un delito fiscal a cambio de que le rebajaran la pena. Sin embargo, hay muchas dudas de que efectivamente haya indicios suficientes no ya para condenar al fiscal general, sino incluso para abrir un juicio contra él. La Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo acaba de confirmarlo en una polémica y discutida resolución aprobada por la mínima. La esencia del argumento de los dos jueces que votaron a favor es que la imputación contra la cabeza de nuestro Ministerio fiscal no es disparatada. Se trata de una justificación muy débil, que no debería tener cabida en nuestro sistema. Aquí lo importante para que el Estado pueda juzgarlo a uno no es que un juez se invente un relato de hechos que sea posible y no incluya contradicciones, sino que efectivamente la acusación se sustente en indicios suficientes. Peor aún, este par de magistrados da especial importancia al hecho de que el fiscal investigado hubiera borrado sus mensajes de WhatsApp. Invirtiendo el principio de presunción de inocencia, parecen decir que si no hay pruebas de nada, eso es señal de que es culpable. Los medios de comunicación y las redes sociales han puesto el acento en este borrado con el autoritario razonamiento de que si no tuviera algo que esconder, no habría borrado sus conversaciones. De ese modo se viene a negar de plano su derecho a la intimidad y la posibilidad misma de que quisiera evitar el acceso ajeno a cualquier otro detalle de su vida privada. En este contexto adquieren importancia las declaraciones de hasta siete periodistas de cuatro medios de comunicación distintos (incluido uno tan poco sospechosos de afinidad con el Gobierno como El Mundo) que vinieron a declarar que conocían el correo en cuestión antes de que llegara a manos del propio fiscal general del Estado. Uno de los periodistas, el primero en publicarlo, narró con detalle cómo horas antes de que el acusado pidiera y recibiera copia de ese mensaje, él contactó con una fuente que lo invitó a su despacho en el tercer piso de un edificio y le dejó ver y copiar el correo, aunque no le facilitó una copia ni le permitió fotografiarlo. Del testimonio de todos ellos se deduce, sin lugar a dudas, que la divulgación del email sucedió antes, desmontando la culpabilidad del investigado. Sin embargo, los jueces en cuestión no se fían de todos esos periodistas. Creen que todos mienten. Y lo creen por dos cosas. La primera, que dicen ellos que si el periodista realmente hubiera leído el email varias horas antes lo habría publicado inmediatamente, sin esperar a esa noche. Es, claramente, la manera de pensar de alguien ajeno al mundo del buen periodismo y carente de una mínima cualificación profesional: el informador que recibe una información de ese calibre y que implica presentar públicamente al empresario como un defraudador a Hacienda necesita contrastar y verificar esa noticia antes de difundirla. Si los jueces del Supremo conocieran siquiera por encima la jurisprudencia constitucional sobre el derecho a la información sabrían que a los periodistas se les exige contrastar especialmente ese tipo de noticias, potencialmente dañinas, antes de publicarlas. Ningún periodista decente al que no se le ha dejado copiar un email, solo leerlo, lanzaría la noticia de su contenido sin estar segurísimo de que el email existe y eso exige unas horas de trabajo. El segundo argumento para negar credibilidad a los periodistas es mucho más preocupante. Se quejan estos magistrados de que los periodistas han dado detalles de cómo conocieron el contenido del correo electrónico antes, pero no han querido identificar a la fuente que se los facilitó. Al hacerlo demuestran que no conocen o, más probablemente, no respetan suficientemente la Constitución, que en su artículo 20.1 garantiza el derecho de los periodistas a no revelar sus fuentes. El desprecio a este derecho constitucional de los periodistas no es exclusivo de los jueces, aunque estos sean su principal enemigo. El derecho al secreto profesional consiste, precisamente, en que en ningún caso se puede obligar a un periodista a identificar a quien le proporcione información. Aunque no lo parezca, se trata de una garantía esencial para la democracia. La manera de que puedan salir a la luz informaciones incómodas es que quien se las cuente a un periodista esté seguro de que nunca sufrirá represalias por ello, porque no hay forma alguna de forzar al informador a que diga quién ha sido. Está prohibido castigar al periodista que no identifica su fuente e incluso intervenir sus comunicaciones o sus notas para averiguarlo y gracias a eso vivimos en una sociedad en la que todo puede salir a la luz. Corresponde, por supuesto, al informador comprobar que lo que le han contado es verdad antes de publicarlo. Pero puede hacerlo sin señalar a quien le facilitó la pista inicial. Y ese derecho molesta especialmente a los jueces que constantemente lo amenazan. Ellos quieren investigar las filtraciones que les molestan y soportan mal que un periodista sepa quién es la persona que ha pasado la información pero no puedan obligarlo a decirlo. Por eso hay constantes ataques judiciales a un derecho constitucional que les impide ser omnipotentes. En esta ocasión los jueces del Supremo atacan el derecho a no revelar las fuentes quitándole credibilidad a declaraciones de los periodistas que incluían bastantes otros detalles verificables. Lo hacen en una resolución que, pese a su forma jurídica, tiene esencialmente motivaciones políticas: se trata de enjuiciar al fiscal general y hacer daño al Gobierno, aunque para ello haya que saltarse la presunción de inocencia, el secreto profesional de los periodistas y los principios básicos de nuestro sistema penal. Sin embargo, las amenazas para los periodistas vienen también de otros lugares. Sin ir más lejos –entre el silencio de las asociaciones profesionales–, el Gobierno progresista está decidido a aprobar una ley del secreto profesional que supone prácticamente su desaparición al permitir que en determinados casos los jueces puedan levantarlo. Esos casos se convertirán en la norma y, si eso sigue así, pronto tendremos a periodistas en la cárcel por no querer revelar sus fuentes. Mientras eso sucede, la Constitución sigue en vigor y el ataque al Estado de Derecho que protagonizan nuestros propios jueces, convertidos en auténticos actores políticos, sólo puede llevar a desesperanza a cualquier ciudadano consciente.
eldiario
hace alrededor de 14 horas
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