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Esto sigue siendo agua

Durante una seca mañana de mayo, al dirigirse a la promoción de 2005 del Kenyon College, el escritor David Foster Wallace empezó su discurso de graduación con una pequeña historia que, seguramente, les resulte familiar. En ella, dos peces jóvenes se encuentran con un pez mayor; este les saluda y comenta: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los peces jóvenes siguen nadando hasta que uno se gira hacia el otro y pregunta: «¿Qué demonios es el agua?». Esta fábula, con la que Foster Wallace quería ejemplificar cómo las realidades más obvias y más importantes suelen ser las que pasan más desapercibidas, fue pronunciada en una época muy diferente a la contemporánea. Por entonces, el 'smartphone' aún no había encontrado su hábitat natural en nuestro bolsillo, la mayoría de redes sociales aún consistían en un lejano rumor y la inteligencia artificial seguía siendo algo reservado para el mundo de la ciencia ficción. Nuestra mirada aún no había sido reclutada por el parque temático de luces fluorescentes que se encuentra al otro lado de la pantalla y, sin embargo, su fondo sigue siendo tan relevante como cuando fue articulada por primera vez aquella seca mañana de hace veinte años. A lo largo de este discurso, que posteriormente fue publicado bajo el título de 'Esto es agua', Foster Wallace hizo el ejercicio de poner en valor qué significa la libertad y cuánto de ella tiene que ver con nuestra atención. «El tipo realmente importante de libertad implica atención, y conciencia, y disciplina, y esfuerzo, y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeñas y nada apetecibles formas, día tras día», dijo a los recién graduados. «Esa es la auténtica libertad. Y esa libertad consiste en que te enseñen a pensar». Pero, como clarifica, no a pensar en sí, sino a elegir en qué pensar y a qué prestar atención. En nuestra era de Internet y móviles y algoritmos y 'feeds' esto no resulta algo tan sencillo de determinar. Tu móvil suena a la vez que tu 'smartwatch' vibra, mientras un compañero de trabajo te manda un mensaje por Slack, cuando tu jefe te envía un correo, mientras te salta la notificación de que tu amigo le ha dado 'me gusta' a tu publicación… Y todo ello sucede mientras te encuentras en medio de la visualización de un vídeo de capibaras que se dan un baño. Es inevitable llegar a la conclusión de que hay un problema de atención generalizado. Pero nuestra crisis contemporánea no radica tanto en una creciente falta de la misma, como en una atención desplazada. En la cuestión de dónde –y con qué objetivo– ponemos nuestra mirada. Muchas veces se habla de la atención como algo que se ha 'perdido', como un paraguas o un juego de llaves que nos hemos dejado en la barra de un bar. Otras, se habla de ella como un medio para un fin, como una pieza más del engranaje lucrativo que tiene por objetivo generar nuevos productos para el consumo continuado de masas. Nada más alejado de la realidad. Nuestra atención es aquello que nos configura como seres humanos. Tiene que ver con el placer y con la curiosidad y con la pregunta de quiénes somos y qué hacemos aquí. Tiene que ver con el humor y con la verdad. Como dijo Foster Wallace, tiene que ver con la libertad. Y la gran pregunta de nuestro tiempo es si somos verdaderamente libres. Si escogemos querer lo que queremos, si escogemos mirar lo que miramos. Podría decirse que nuestra atención es política, porque aquello en lo que ponemos nuestra mirada construye nuestra experiencia de la realidad, nos construye a nosotros mismos y la relación que tenemos con el mundo que nos rodea. Acaba dando forma, de un modo tenue pero de una forma profunda, a quiénes somos. A aquello que nos importa en lo más hondo de nuestro ser. Es por ello que cuidar nuestra atención es un deber como ciudadano y una necesidad como ser humano. Solo con ella, a través de su preservación y desarrollo, podemos mantener un hilo de pensamiento ágil, desarrollar un criterio propio, sostener ideas en profundidad y no formar nuestras opiniones, es decir, nuestra percepción del mundo, a base de frases hechas y eslóganes escuchados al vuelo. Vivir sin atención implica vivir sin voluntad, y vivir sin voluntad significa vivir sin elección, es decir, sin libertad. Podríamos decir que la atención es el componente elemental, la unidad atómica de la democracia. Es su base constitutiva. Y ella necesita de ciudadanos que sean concienzudos con la decisión de dónde y en qué ponen su mirada. De los temas a los que atienden, de las fuentes de las que se nutren y, ante todo, de la cultura de la que participan, porque la cultura es el escenario sobre el que se forma –o deforma– nuestra atención colectiva. Votar y movilizarse y alzar la voz son elementos fundamentales de una democracia, pero resultan triviales si no tienen ningún sentido de origen, si no se cimientan en una de las actividades fundamentales del ser humano: mirar. Ver. Y aprender. Establecer prioridades. Distinguir lo urgente de lo ruidoso, lo necesario de lo insignificante, y pensar qué es lo que merece realmente nuestro interés, porque una democracia distraída es una democracia en peligro. En nuestra era de la hiperatención, de estar en todo a la vez que en nada, estar atento se convierte en un acto de resistencia. Pero no se trata exclusivamente de un imperativo colectivo y político. Es, ante todo, un deber moral. Una misión vital. Una necesidad humana de la que participamos todos, porque a lo que debemos aspirar es a ser, no una sociedad estimulada, sino una sociedad atenta. Como escribió la filósofa francesa Simone Weil, la atención es la forma más rara y más pura de generosidad, y todas las empresas humanas que merecen la pena requieren de atención, es decir, de generosidad: fundar una familia, contar historias, cultivar nuestro entorno, sanar a un enfermo, defender la verdad, luchar contra la injusticia. En palabras de la poeta estadounidense Mary Oliver, «la atención es el comienzo de la devoción». En uno de sus grandes ensayos, Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg explica cómo a los hijos –pero es aplicable a cualquiera– no se les deben enseñar las pequeñas virtudes, sino las grandes. «No el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber». Podríamos añadir el deseo de admiración y sensibilidad. De curiosidad. De atención y consciencia. De estar en el presente. De asombrarnos y no ser solo una partícula más dentro del torbellino en el que hemos convertido la realidad que nos contiene. Sin atención ni curiosidad ni interés ni deseo de verdad no hay preguntas, pero tampoco posibles respuestas a preguntas que las merecen. Como, por ejemplo, qué es agua, es decir, qué es la vida.
abc.es
hace alrededor de 17 horas
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